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A Stella se le escapa la risa.

– Lukás pasaba horas interminables delante del ordenador, señor comisario. Por eso tenía un portátil, para llevarlo consigo a todas partes. En él lo escribía todo, desde sus discursos y sus investigaciones sobre asuntos varios hasta sus anotaciones a las peticiones de los ciudadanos y electores de su circunscripción. No puedo decirle si pasaba más tiempo con el ordenador últimamente, porque siempre lo tenía delante.

Esto resulta alentador. Si Stefanakos lo anotaba todo en su ordenador, quizá logremos encontrar pistas que conduzcan a alguna parte.

– ¿Dónde está ahora su ordenador?

– En su despacho. -Y señala con un gesto de la cabeza la habitación contigua.

– ¿Puedo llevármelo? -Al percatarme de que me mira indecisa, añado-: Ya he hablado con la señora Stazatu.

– Lo sé.

– Se lo devolveremos cuando terminemos.

Se lo piensa y se encoge de hombros.

– ¿Por qué no?

Entra en el despacho de Stefanakos para buscar el ordenador y deja la puerta abierta. Echo una ojeada al interior y, de repente, me vuelve a la mente la imagen, emitida por la televisión, de los cuchillos en la puerta, los cuchillos contra los que se había arrojado Stefanakos. Según el presentador, el programa iba a grabarse en el despacho del diputado, pero la puerta que veo en absoluto me recuerda la otra.

– Perdone, ¿la entrevista que concedió Stefanakos la noche de su muerte se realizó en este despacho…?

– ¿Cree que me encontraría aquí, si fuera así? -espeta ella hoscamente. Recobra el aplomo enseguida y agrega, más amable-: No, Lukás tenía otro despacho debajo de las oficinas de Starad, en Vikela.

Dejo el ordenador en el asiento trasero del Mirafiori y me siento al volante, tratando de ordenar mis pensamientos. Favieros y Stefanakos presentaron durante los últimos días el mismo comportamiento ambiguo. Los trabajadores extranjeros juraban por el nombre de Favieros que los ayudaba, aunque, al margen de su altruismo, ganaba un montón de dinero negro a sus expensas, vendiéndoles casas y pisos a precios inflados. Los votantes llevaban flores al despacho de Stefanakos para honrar su memoria, pese a que él les echaba las migajas y se servía de sus importantes enchufes para conceder privilegios a las empresas de su mujer.

De repente, me viene a la cabeza otra idea que, en lugar de alegrarme, me hiela la sangre. ¿Y si los suicidios no tienen nada que ver con un posible escándalo? ¿Y si alguien conocía las actividades encubiertas de Favieros, Stefanakos y Vakirtzís y decidió castigarlos para hacer justicia?

Capítulo 38

Leo en el diccionario: «Computador/a: 1. El que computa o calcula, jefe o auxiliar de un centro de cálculo. 2. El que toma en cuenta, ya sea en general o de forma determinada. 3. Calculador o calculadora.»

Por supuesto, no esperaba encontrar en el diccionario de Dimitrakos, editado en 1954, la acepción actual de la palabra «computador», es decir, ordenador. Además, las primeras computadoras que llegaron a Grecia no eran ordenadores sino calculadoras. Cuando aparecieron los ordenadores de verdad, no los llamamos computadoras sino calculadoras, nombre que, en rigor, correspondía a las máquinas de calcular. Vaya lío. De todas formas, creo que la primera acepción de Dimitrakos, «jefe o auxiliar de un centro de cálculo», sigue siendo válida para los ordenadores de hoy. En nueve de cada diez casos, hacen las veces de auxiliares contables en farmacias, talleres de reparación, concesionarios de coches y toda clase de establecimientos. «El ordenador es el gilipollas más listo que existe -me dijo una vez un técnico de laboratorio-. Todo depende cómo lo maneje uno.» Puesto que ya sé cómo lo manejaría yo, he procurado mantenerlo a distancia, para no acabar lidiando con un gilipollas.

No obstante, Dimitrakos ofrece una acepción que no sólo define el ordenador sino también a Vakirtzís: calculador. AI menos, eso parece a primera vista.

Los esfuerzos de Kula y su primo, Spiros, por introducirse en los registros del Ministerio de Comercio y encontrar las empresas de las que Vakirtzís era propietario o copropietario no han rendido fruto hasta el momento. Los he apartado de ese empeño, sin embargo, porque quiero que rebusquen primero en el portátil de Stefanakos.

Ahora estoy en ascuas, sentado en la cocina, intentando paliar mi impaciencia leyendo el diccionario, mientras ellos terminan el primer repaso del ordenador del diputado. La cocina apesta a vinagre, porque Adrianí está cocinando okras y se le ha metido en la sesera que, empapadas en vinagre, resultan menos viscosas.

Levanto la mirada del diccionario cuando oigo los pasos de Kula, que viene a informarme de los resultados de su búsqueda. El primo ha colocado a un lado la pantalla del ordenador de Kula y está agachado sobre el portátil de Stefanakos.

– Explícaselo tú, Spiros, que lo entiendes mejor -le pide ella.

Spiros no se toma la molestia de despegar los ojos de la pantalla.

– Bien. Tiene un programa.

– ¿Qué programa?

– De limpieza.

Sus respuestas, breves y cortantes; la vista, clavada en la pantalla. Me crispa los nervios pero me contengo, porque no quiero dar un disgusto a Kula y porque, después de todo, el chico se ha ofrecido a ayudar voluntariamente.

– Mira, cuando me hablas de programas de limpieza, yo pienso en fregar el suelo -le replico con calma-. ¿Puedes ser más explícito?

Levanta la cabeza y me mira por primera vez, con una expresión que vacila entre el desprecio y la sorpresa. Pero se fija en Kula, que está de pie a mi lado, y se muerde la lengua para no soltar alguna inconveniencia.

– Si borras algo del ordenador, no queda borrado definitivamente -dice despacio y con paciencia-. Continúa guardado en algún lugar del disco duro, y hay maneras de recuperarlo. Existen unos programas, sin embargo, que limpian el disco duro y borran por completo la información que contiene. Puedes ejecutarlos en cualquier momento o programarlos para que lo hagan solos. Cuando hay uno de esos programas instalado en el ordenador, sólo se pueden recuperar los datos que no han sido borrados desde su última ejecución.

– ¿Stefanakos tenía uno de esos programas en su ordenador?

– Sí, programado para limpiar el disco cada tres días.

– En otras palabras, me estás diciendo que, con esa frecuencia de limpieza, no encontraremos nada.

– Eso me temo.

Vuelvo la cabeza hacia Kula, decepcionado.

– ¡Pues sí que vamos bien!

Ella, no obstante, no parece compartir mi desilusión y sonríe con sagacidad.

– No exactamente. Hemos descubierto algunas cosas interesantes.

– ¿Como qué?

– Stefanakos tenía la buena costumbre de tomar notas de todo. Mire.

Pulsa algunas teclas y en la pantalla aparece una serie de recuadros llenos de anotaciones. Me recuerdan el reverso de las viejas cajetillas de tabaco La Nación, donde mi padre anotaba las tareas pendientes. A menudo, se pegaba una palmada en la frente y exclamaba: «¡Ay, lo había anotado en la cajetilla de tabaco y la he tirado!» Ahora La Nación ha ido a pique, los cigarrillos se empaquetan de otra manera y los ordenadores han reemplazado a las cajetillas. Empiezo a entender un poco. Me agacho para leer las notas de Stefanakos.

Lo que pide A. no tiene pies ni cabeza. L. no quiere ni oír hablar del tema. Dice que M. se ha hecho de oro gracias a nosotros. No le falta razón.

Menos mal que todas las anotaciones llevan fecha. Ésta data del 10 de mayo, cuando yo estaba todavía en el hospital. Otra, correspondiente al 12de mayo, reza:

He hablado con M. No está de acuerdo con A. Es imprescindible que hable con K.