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Le estrecho la mano en silencio. Sus dudas me sobran; las mías bastan para desanimarme. Al cruzar el puente de los suspiros, suena mi busca, que vuelvo a llevar encima. Es el número de Guikas. Lo llamo desde el teléfono de recepción.

– Me ha telefoneado Kula. Ve enseguida a la casa de Vakirtzís en Vranás. Ha encontrado algo que le parece importante.

Kula y Spiros fueron a registrar el ordenador de Vakirtzís esta mañana, con el permiso de Guikas. Echo un vistazo a mi reloj. Son casi las doce. Sé que sudaré la gota gorda antes de llegar a Vranás, pero no puedo permitirme el lujo de esperar hasta la puesta del sol.

Capítulo 41

Ir del Primer Cementerio a Vranás en pleno mediodía no es la empresa más fácil del mundo. Me devano los sesos para discurrir el recorrido más breve, pero sólo hay una ruta: la que pasa por la avenida Kifisiás y la vía Ática. Se dice rápido. El trayecto de la avenida Rey Constantino hasta Kifisiás se convierte en un suplicio, por culpa del calor. Cuando llego a las obras del puente olímpico de Psijicó me encuentro en un atasco sin fin. Intento distraerme leyendo las vallas publicitarias: «De Marusi a Metamorfosi en 3 minutos por la vía Ática.» «De Yérakas a Koropí en 4 minutos por la vía Ática.» Las circunstancias hacen de Atenas la ciudad más cristiana del mundo. Has de pasar por el fuego y el azufre para llegar al paraíso. Has de sudar sangre en las calles de la ciudad, que están levantadas, abiertas y colapsadas, para conquistar el edén de la vía Ática. Piso el acelerador a fondo y avanzo a toda velocidad lo que, para el Mirafiori, significa ir a ochenta por hora. El viento me azota la cara y me refresca el ánimo, aunque sólo el ánimo, porque el aire está ardiendo.

El recorrido hasta el nudo de Spata resulta de lo más placentero, dentro de lo que cabe, pero desde el instante en que me incorporo a la avenida Maratón, dejo atrás el edén y me adentro de nuevo en el infierno. Tardo un total de dos horas en llegar a Vranás y, cuando avisto la mansión de Vakirtzís, me entran ganas de tirarme en la piscina con la ropa puesta. Resisto la tentación y subo los escalones que conducen a la terraza. Están asándose, en silencio bajo el sol, mecedora, sombrillas y mesas incluidas. El revuelo de la noche del suicidio de Vakirtzís no ha dejado huellas, como si nunca se hubiera producido.

Entro en la sala de estar y me encuentro con una cuarentona rolliza en camiseta y pantalones cortos de color blanco. Lleva el cabello teñido de rubio rojizo, y de las perneras del pantalón asoman dos muslos que serían la envidia de cualquier luchador o futbolista.

– ¿Qué quiere? -pregunta en el tono que emplearía con un vendedor ambulante de palanganas de plástico.

– Comisario Jaritos.

Mi nombre debe de recordarle algo, porque al instante desempolva su sonrisa de bienvenida.

– Ah, sí, señor comisario. Soy Jarula Vakirtzís, la… viuda de Apóstolos Vakirtzís.

Me pilla desprevenido, porque tenía entendido que Vakirtzís estaba divorciado. Ya que no presenta el aspecto de una viuda desconsolada, me ahorro las condolencias.

– Había oído que Apóstolos Vakirtzís estaba divorciado -respondo, más que nada para picarla y ver su reacción.

– Sí, nos habíamos separado últimamente, pero aún no habíamos firmado el divorcio. -Pone énfasis en la última frase para subrayar la legitimidad de su presencia en la casa-. Comprenderá que vine corriendo en cuanto supe lo ocurrido. Apóstolos no tenía familia, y alguien debe ocuparse de todo.

En otras palabras, no sólo es legítima mi presencia aquí sino que soy la legítima heredera, puesto que todavía no estábamos divorciados. La irritación que me causa esta mujer crece por momentos.

– El día de los hechos hablé con una joven…

– ¡Ah, ésa! -me interrumpe-. La putita recogió sus cosas y se largó en cuanto se enteró de que yo venía. Ya comió bastante en plato ajeno. El festín ha terminado.

– ¿Dónde están mis ayudantes?

– En el tercer piso, en el despacho de Apóstolos.

Me voy corriendo, no porque me atemorice sino para refrenar el impulso de propinarle unas cuantas bofetadas. Subo las escaleras sin detenerme a tomar aliento y llego al tercer piso, donde tenía su despacho Apóstolos Vakirtzís. Kula está arrodillada delante del escritorio, examinando las cintas guardadas en el segundo cajón, que yo había descubierto la noche del suicidio. Spiros está embebido en la contemplación de la pantalla.

– ¿Por qué me habéis llamado con tanta urgencia? -pregunto a Kula, que se ha levantado de un salto al verme.

Por toda respuesta, se acerca al escritorio y me alarga un fajo de papeles, sin mediar palabra. En cuanto le echo un primer vistazo, casi se me cae de las manos. Lo que sostengo es una copia de la biografía de Vakirtzís, la misma que Logarás me envió a mi casa.

Tardo un poco en reaccionar y pensar con claridad. Antes que a mí, Logarás le mandó la biografía al propio Vakirtzís. Evidentemente, esto formaba parte de su plan, pero ¿por qué? Estoy tan alterado que no se me ocurre una razón posible. Lo dejo para después y les pregunto qué han encontrado en el ordenador.

– Ese tipo lo usaba para pasar el rato -interviene Spiros-. Como mucho, jugaba al solitario o navegaba alguna vez por Internet.

– ¿Por qué? -inquiero-. ¿Porque no tenía un programa de limpieza?

Se vuelve y clava en mí su mirada de ironía.

– No sólo por eso. Cuando enciendes un ordenador, notas enseguida sí lo han dejado tal como lo entregó la tienda o si ha sufrido cambios por el uso. A éste parece que lo hayan entregado esta misma mañana.

– ¿Habéis recuperado algún dato?

– No, aunque eso no significa que no los hubiera.

Ya empieza a marearme otra vez y, con lo nervioso que estoy en este momento, poco me falta para partirle los dientes de un puñetazo.

– Explícamelo. No hables telegráficamente, porque no lo pillo.

– A veces los mensajes de correo llegan con un programita que los borra automáticamente al poco tiempo. Otros, con un programita que los devuelve al remitente. Si había mensajes de este tipo, no los vamos a encontrar.

– ¿Y la biografía? ¿Por qué no fue destruida ni devuelta?

Se encoge de hombros.

– Yo qué sé. Quizá la dejaran más tiempo en el disco duro, para que Vakirtzís pudiera acabar de leerla.

Empiezo a entender lo que intenta decirme. Logarás había enviado a Vakirtzís más documentos, aunque sólo para que los leyese. Terminada la lectura, los mensajes eran borrados o devueltos. Le dejó la biografía, bien porque hace falta más tiempo para leerla, bien porque, de todos modos, saldría a la luz y no había motivos para hacerla desaparecer.

Ya que no abrigo esperanzas de desenterrar nuevos secretos del ordenador, dirijo mi atención a escondites más prosaicos y humildes, como los cajones.

– ¿Qué has encontrado? -pregunto a Kula.

– Por lo que veo, grabaciones de los programas televisivos de Vakirtzís.

Me agacho y recojo una cinta. Lleva la fecha de la emisión del programa, como todas las demás. Me pongo a buscar la grabación correspondiente al 21 de mayo, el programa en el que, según Stefanakos, lo hacían objeto de chantaje, pero no figura entre el resto. Mis ojos se detienen en el último cajón, el que tiene cerradura de seguridad. Sigue cerrado con llave.

– Ya he buscado por todas partes pero no doy con la llave -se lamenta Kula.

– Ve a llamar a la mujer de Vakirtzís.

– Ya está, no hay nada más -anuncia Spiros.

Apaga el ordenador y se acerca al televisor, que está un poco más allá. Toma el mando a distancia, enciende el aparato y se apoltrona en el sillón que hay delante. Ni árboles, ni piscinas, ni nada. La única visión que lo emociona es la de una pantalla.