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Sonríe triunfalmente, porque ha dado con el argumento que convencería a cualquier griego de la modernidad. El griego que no piensa que el Estado le roba y no se cree en el deber de desquitarse, o está loco o no es griego.

Capítulo 5

Ahora que ya me he librado del asedio, coqueteo con la idea de cancelar mi cita vespertina con el gato. Pero me lo pienso mejor y llego a la conclusión de que si evito los enfrentamientos frontales y me embarco en una guerra de guerrillas quizá logre vencerla.

Quince minutos antes de la hora a la que siempre salimos, percibo la sombra de Adrianí a mi espalda.

– ¿No vamos de paseo hoy?

Levanto la vista del diccionario de Dimitrakos y le dedico una sonrisa taimada.

– Sólo si me prometes hacer tomates rellenos mañana.

– Con mucho gusto, aunque temo que se te indigesten, Costas.

– ¿Ya vuelves a las andadas? Te he dicho un millón de veces que tengo una herida en el pecho, no una úlcera de estómago, y tú, erre que erre.

Reflexiona por un momento y encuentra la solución ideal, que le permite salvar la cara.

– De acuerdo, les pondré menos cebolla para que sean más ligeros.

Descubro alborozado que mi táctica funciona, y ahora el gato está sentado frente a mí, mirándome con la expresión altiva que mi presencia suele inspirarle. Me levanto lentamente, finjo desperezarme y me acerco a él. Este movimiento inesperado le sorprende porque rompe todos nuestros acuerdos. Se incorpora, por si acaso, y me observa con inquietud. Al ver que sigo aproximándome sin inmutarme, salta a tiempo del banco y se aleja como un gran señor, con la cola en alto, antes de arrancar a correr, despavorido. A partir de ahora, como mínimo, estará alerta cuando me vea y me libraré de su arrogancia.

Adrianí, inmersa en la lectura de los periódicos que compré esta mañana, no se ha percatado de nada.

– ¡Sí, claro, se suicidó porque tenía problemas económicos! -espeta en un momento dado.

– ¿Te parece improbable? -pregunto y vuelvo a sentarme a su lado.

– Pero ¿en qué país vives? -me suelta, como si acabara de repatriarme de una de las ex repúblicas soviéticas-. Aunque hubiese ido directo a la quiebra, sólo habría salido perjudicada su empresa. Él tenía su fortuna personal bien guardada en un banco de Suiza, no te quepa duda.

– ¿Por qué en Suiza?

– Porque como no pertenece a la Unión Europea, no pueden seguir el rastro del dinero depositado en sus bancos.

La miro estupefacto.

– Adrianí, ¿por qué no vas tú al Departamento y yo me quedo en casa a preparar tomates rellenos?

– ¿Ves todo lo que se aprende de la televisión? -comenta con una sonrisa de satisfacción-. El único que no aprende eres tú, porque te aburres.

– ¿Hablan de estas cosas por la tele?

– ¿Estás de broma? ¡Por algo dicen que la televisión es una ventana al mundo! Es toda una escuela.

«Una puerta se abre, otra se cierra», cantaba Sotiría Belu durante cuarenta interminables años y, al final, han triunfado las ventanas.

– Vámonos, va a llover -señala Adrianí.

Levanto la cabeza y, entre las copas de los árboles, atisbo un cielo cubierto de nubarrones. Las primeras gotas gruesas nos pillan a la salida del parque. No hay ni un soplo de viento, y la lluvia cae a raudales, formando una densa cortina, como las de las barberías, que no te dejan ver más allá de diez metros. Al borde de la acera nos detenemos ante un torrente de agua. Han bastado cinco minutos para que la calle Cónonos se transforme en un afluente de la calle Filolau, convertida a su vez en un río de corriente imparable.

– ¿Cómo vamos a cruzar? -pregunto a Adrianí-. Esto es intransitable.

Me agarra de la mano y me conduce hasta la entrada de un bloque de pisos.

– Espera, ahora vuelvo -dice y corre hacia el supermercado, a tres porterías de distancia.

Me pregunto si piensa comprar un bote hinchable pero al poco sale con un fajo de bolsas de plástico vacías.

– Levanta el pie -me indica y me lo enfunda en una bolsa, que me sujeta al tobillo con una goma elástica, como si estuviera empaquetando un pollo. Vence mi resistencia con un «¡estáte quieto, yo sé lo que hago!» y pasa a la otra pierna.

– Estás loca si piensas que voy a vadear el río con bolsas de plástico a modo de aletas -protesto.

– ¡No serás el único! ¡Mira alrededor de ti!

Y señala a una mujer que está atravesando el afluente con una bolsa en la cabeza y otras dos en cada pie.

– Agradece que yo haya tomado la precaución de traer un paraguas -se vanagloria Adrianí.

La escena disipa mis reservas y en un minuto cruzamos a la acera de enfrente, dos gatos con botas luchando por evitar que los arrastre la corriente.

A pesar del paraguas y de las bolsas de plástico, quedamos empapados y, una vez en casa, nos quitamos la ropa y nos damos friegas de alcohol. Entretanto, la lluvia ha cesado tan repentinamente como se desató, y el cielo de occidente aparece despejado y rojo como la sangre.

Ésta es la hora más tediosa de mi rutina cotidiana, porque no sé en qué ocuparla. Por la mañana, entre la hora del café, que estiro hasta las diez, la prensa y los diccionarios, consigo matar el tiempo hasta el mediodía. Después de comer echo una siesta. Nunca duermo de verdad pero cierro los ojos y aprieto los párpados durante un par de horas, para pasar por dormido. Luego toca mi cita con el gato. Desde que vuelvo a casa, se abre un agujero negro imposible de tapar hasta la hora del telediario. Hojeo los diccionarios pero pronto desisto. Después tomo el periódico, pero ya me lo he leído de arriba abajo. Queda el crucigrama, que me irrita más, porque soy un inepto. Por no hablar de lo humillante que resulta comprobar mi incapacidad para encontrar la palabra adecuada después de tantos años de estudio de los diccionarios. Tras el tercer intento, arrojo el periódico de la cama a la puerta o del salón al recibidor, según donde esté sentado, aunque el día siguiente empiezo el mismo ritual a la misma hora, como buen masoquista.

Lo mismo ocurre ahora. Miro las casillas y me entran ganas de jugar a los barcos, como en el colegio, porque no acierto una sola palabra. Diez minutos después, lanzo exasperado el diario al recibidor.

– Pero ¿por qué te devanas los sesos, si no se te da bien? -suena en la cocina la voz de Adrianí, el ojo vigilante que todo lo ve y todo lo sabe.

Me consuela pensar que, gracias al diluvio, habrá novedades en el informativo y nos mostrarán riadas, sótanos inundados y cubos llenos de fango, pero mi alegría no tarda en esfumarse, ya que el chaparrón de la tarde apenas duró media horita. Cuando llegaron las unidades móviles, los ríos callejeros se habían secado. Me resigno a ver por tercera vez las mismas noticias que leí en las ediciones matinal y vespertina de la prensa, cuando el telediario cede el paso bruscamente a un corte publicitario.

– ¿Ahora ponen anuncios en medio del informativo? -se extraña Adrianí-. ¡Son unos sinvergüenzas!

Mi primera reacción es levantarme y salir de la sala. Esperar a que terminen los anuncios para escuchar unas noticias que ya conozco me parece excesivo. Pero cuando intento pensar en otra cosa que hacer, no se me ocurre nada, así que me siento de nuevo. Para variar, mi paciencia se ve recompensada, los anuncios se interrumpen tan bruscamente como habían empezado, y aparece la presentadora del telediario. Sostiene un papel en la mano y mira a la cámara, perpleja.

– Señores telespectadores, hemos recibido hace apenas unos minutos una llamada anónima en los estudios. Una voz desconocida que afirmaba hablar en nombre de la Organización Nacional Helénica Filipo el Macedonio ha declarado que dicha organización asume la responsabilidad del suicidio del empresario Iásonas Favieros. Éstas son las palabras textuales del desconocido: «Favieros no se suicidó; lo suicidamos. Las razones por las que lo empujamos a la muerte quedan recogidas en un comunicado que hemos dejado en el contenedor más próximo a la entrada de los estudios.»