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– Primero hablaré con Koralía Yanneli. Después ya veremos.

Guikas se muestra de acuerdo. Menos de diez minutos después estoy en el garaje de jefatura. En vez de subir por la avenida de Alexandra, avanzo por la calle de Alfiós hasta Panormu y doblo por la avenida de Kifisiás al llegar a los semáforos de la Cruz Roja, para evitar el tramo de tráfico más denso. Por suerte, estamos casi en julio, han terminado los exámenes y la selectividad, y los vehículos circulan a un ritmo tolerable. Un cuarto de hora más tarde estoy aparcando frente al número 54 de la calle Eguialías.

Capítulo 49

Yanneli me hace esperar, pretextando una importante reunión de trabajo, y se queja de mi aparición sin aviso previo. Llevo más de media hora en la antesala, como paciente que necesita ver al médico o como votante que desea hablar con el diputado de su circunscripción. Me siento incómodo y me solidarizo con la secretaria de Yanneli, que también se siente incómoda delante de un poli que vigila todos sus movimientos. Podría marcharme y citar a Yanneli en jefatura, pero mi táctica poco agresiva ha rendido fruto hasta el momento, y no quisiera cambiarla ahora, cuando se abre un resquicio de esperanza.

Me recibe casi al cabo de una hora y no me invita a sentarme.

– Este asunto tiene que terminar, señor comisario -exige en tono frío y molesto-. Ha venido a verme repetidas veces y me ha hecho las preguntas más irrelevantes acerca de nuestras empresas, cuyas actividades escapan a su competencia. Yo respondí, ya sea porque no tenemos nada que ocultar o porque soy una ciudadana que respeta la ley, tómeselo como quiera. Pero no pienso seguir con este juego. La próxima vez que desee interrogarme notifíquemelo oficialmente y compareceré con mi abogado.

Concluye su protesta y espera a que me vaya, pero yo no me muevo del sitio.

– No he venido para hablar de sus empresas -repongo muy tranquilamente.

– ¿Entonces?

– He venido para hablar de su padre, Zanos Yannelis.

Contaba desde el principio con el factor sorpresa y no me equivocaba.

– ¿Qué nueva historia es ésta? -pregunta ella, sorprendida.

– Es una vieja historia que se remonta a la época de la dictadura y las organizaciones clandestinas.

Se plantea si sería más prudente abandonar su postura hostil, decide que sí y me ofrece asiento con un gesto.

– Mientras duró la dictadura, su padre fue miembro de un comando antifascista denominado Organización Che Guevara de Resistencia Independiente.

Observo su reacción antes de continuar. Ella me mira con una sonrisa tranquila.

– Yo tenía doce años en 1967, señor comisario. ¿Cree que mi padre charlaba sobre las organizaciones antifascistas conmigo?

– No, aunque quizá más tarde sí, después de la caída de la dictadura.

– Mi padre nunca hablaba de sus actividades. Nos protegía con su silencio. Solía decir que nunca se sabe qué puede suceder, y que hay que pensar siempre en la familia. -Ha recuperado la sangre fría y me sonríe, imperturbable.

– Favieros, Stefanakos y Vakirtzís pertenecían a la misma organización que su padre.

– Es la primera noticia que tengo de eso. -Parece impresionada, aunque tal vez esté fingiendo. Con Yanneli, cuesta distinguir.

– Acepto que su padre no le contara detalles de la organización. ¿Tampoco la mencionó nunca Favieros?

– Sólo una vez, cuando decidió contratarme. Me dijo que conocía a mi padre desde la época de la dictadura.

– ¿No le preguntó cómo y dónde se conocieron?

Ella se encoge de hombros.

– No. A mi padre lo conocía tanta gente, que no tenía sentido estar preguntando siempre. Quizás el hecho de que mi padre fuese un conocido suyo influyera en la decisión de Iásonas de contratarme. Iásonas se había rodeado de amigos y colaboradores que provenían de aquella época, de las luchas estudiantiles. No era sólo el caso de Xenofón Zamanis, sino también el de su secretaria, Zeoni, la secretaria del propio Zamanis y muchos más, principalmente abogados e ingenieros. -Hace una breve pausa antes de agregar-: Lo único que recuerdo de aquel período es el día en que vino la policía militar para arrestar a mi padre.

– Existe otro nexo común con el pasado: el suicidio de su padre. -Yanneli no responde, se limita a asentir con la cabeza, en un gesto fatalista-. ¿Cuándo se quitó la vida su padre?

– A principios del noventa.

– Y ahora se va suicidando el resto de los miembros de aquella organización.

Me mira como si no diera crédito a sus oídos.

– ¿Qué insinúa? -pregunta asombrada-. ¿Que los suicidios de Favieros, Stefanakos y Vakirtzís guardan relación con la muerte de mi padre?

– Todavía no puedo demostrarlo, aunque tampoco lo descarto.

– Entre el suicidio de mi padre y las otras tres muertes han transcurrido más de diez años.

– Sí, pero el comando se componía de unos diez miembros. Aparte de los tres suicidas, hemos localizado a otros dos. Uno de ellos falleció de muerte natural y el otro reside en el extranjero. Nada sabemos del resto. Es posible que haya habido más suicidios que hayamos pasado por alto.

Apoya el mentón en las manos y cierra los ojos, como intentando evocar imágenes del pasado.

– Mi padre fue un hombre muy desgraciado, señor comisario. -Sentencia categóricamente aunque sin énfasis, constatando un hecho indiscutible. Luego abre los ojos y los posa en mí-. Se pasó la vida en movilizaciones y organizaciones políticas clandestinas. No sabía hacer otra cosa. Mantenía contactos muy estrechos con el régimen de Castro y juraba en nombre de Che Guevara. Nos trasladamos de Bogotá a La Paz poco antes de que el Che encabezase la guerrilla en Bolivia. Cuando las autoridades bolivianas expulsaron a mi padre del país, vinimos a Grecia. Después llegó la dictadura y él volvió a encontrarse en su elemento, hasta el día en que lo arrestaron. -Hace una nueva pausa para ordenar sus pensamientos-. La caída del régimen significó su ruina. De un día para otro, perdió su razón de ser. Nadie quería tener tratos con él, y nunca había aprendido un oficio que facilitara su adaptación a la nueva rutina. Realizó un viaje a Cuba, pero también allí habían cambiado las circunstancias. Cuando volvió a Grecia, se sumió en un marasmo. Cuando los regímenes socialistas se vinieron abajo, supo que era el final; la vida ya no tenía sentido para él.

Calla para recobrar el aliento, pues el esfuerzo de hablar la ha dejado sin resuello. Su testimonio me parece del todo razonable. No tiene nada de extraño ni de antinatural. Basta con comparar esta historia con la de Zisis. Él, a pesar de la amargura y la rabia a las que da rienda suelta de vez en cuando, logró salir adelante. Yannelis, no. Ésta es la única diferencia.

– Mi padre se quitó la vida en su habitación, sin hacer el menor ruido, y lo encontramos al cabo de tres días. No se mató delante de las cámaras, ni en su mansión, ni en plena plaza de la Constitución.

Es la primera vez que expresa algo parecido a una censura del suicidio de Favieros y los demás. También es la primera vez que pierde la sonrisa y el aplomo. Lo ha ordenado todo en su interior, y sus palabras suenan convincentes, pero ¿es así, realmente? ¿Y si existe algo en el fondo que vincula los suicidios recientes a la muerte de Yannelis? ¿Cuántos ex miembros del comando cuyo nombre desconocemos corren peligro sin que lo sepamos? Entre ellos podrían figurar ministros, miembros del partido en el gobierno, secretarios y lo que uno quiera imaginar. ¿Qué debemos hacer? ¿Pregonar por la prensa y la televisión que quienes hayan pertenecido a la organización Che Guevara deben presentarse en comisaría?

– ¿De qué vivía su padre?

– De su pensión de luchador antifascista. No tenía otros ingresos.