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– ¿Usted no lo ayudaba?

Guarda silencio por un momento antes de responder, sin ocultar su dolor:

– Mi padre era un hombre orgulloso. No aceptaba ayuda de nadie.

– Usted tiene un hermano, ¿no es cierto? Kimonas Yannelis.

– Así es.

– ¿Vive en Grecia?

– No. Que yo sepa, tiene una empresa pesquera en Suráfrica. -Al advertir que su respuesta me ha extrañado, añade-: Las relaciones entre mi hermano y yo nunca fueron buenas, señor comisario. Hace años que no nos comunicamos. -Despliega de nuevo su sonrisa, aunque un tanto forzada-: Y, ya que estoy segura de que también me preguntará por mi madre, le informo de que murió en 1970, poco después de nuestro regreso a Grecia, de meningitis aguda.

En mi última visita me había facilitado los balances de las empresas. Ahora me habla de la muerte de su madre antes de que yo toque el tema. Es su manera de decir: hemos terminado, déjame en paz.

– Prefiero que me interrogue acerca de las empresas -murmura cuando ya estoy en la puerta-. Sus preguntas de hoy han sido mucho más difíciles.

Para mí también, porque no logro quitarme de la cabeza la idea de que el suicidio de los tres tiene que ver con la muerte de Yannelis.

Capítulo 50

No soy supersticioso, pero aquí pasa algo. Cada vez que invitamos a Fanis a casa formalmente, yo sufro un ataque de ansiedad. En la primera ocasión, acababan de suspenderme de empleo y sueldo, y la cena casi pareció un velatorio. Hoy que vienen a cenar sus padres, no soy capaz de apartar la mente de los suicidios. Me preocupa mostrarme distraído durante la visita y que los demás crean que me aburro y tengo ganas de que se vayan. Es lo que estuvo a punto de ocurrir con la primera visita de Fanis, y el malentendido habría durado toda la vida si yo no hubiese confesado el problema que me mantenía en tensión. Pero nadie duda que la suspensión de empleo y sueldo constituye un tema de importancia vital. ¿Cómo explicar que los suicidios de tres peces gordos que no conocía de nada también revistan para mí una importancia vital? Sólo cabría esperar cierta comprensión por parte de Fanis y de mi hija. Adrianí sería la primera en crucificarme.

La arriba mencionada Adrianí se ha pasado la mañana entre el supermercado, la carnicería, la verdulería y las papelerías. Lleva toda la tarde encerrada en la cocina. En este preciso momento está delante de una fila de diez tomates destripados como huchas desvalijadas y de cinco o seis pimientos decapitados, disponiéndose a rellenarlos. Es el primer plato, tomates rellenos en versión original. Es decir, nada de «huérfanos» sin cebolla, como los que cocinaba para mí cuando estaba de baja, para facilitarme la digestión. El segundo es un plato que no prepara a menudo y le causa un gran desasosiego: ternera a la jardinera. Un solomillo de ternera con verduras al horno, envuelto en papel parafinado. Pasó la tarde de ayer buscando el papel parafinado, que ahora ya nadie quiere, porque nos recuerda la época de la miseria nacional. Todos le aconsejaban que comprara papel de aluminio, que sirve para lo mismo. Finalmente, encontró lo que buscaba en una papelería mayorista.

Katerina no está de acuerdo con todo esto. Ella opina que no había por qué invitarlos a cenar, que bastaría con ofrecerles café y pastas por la tarde. La discusión quedó zanjada en menos de cinco minutos con el veto de Adrianí.

– A mí me enseñaron las cosas de otra manera, hija mía -le explicó-. En mi familia, los padres de la novia tenían que invitar a comer a los padres del novio.

– ¡Mamá, Fanis y yo no estamos prometidos! ¡Compréndelo de una vez!

– Pregúntale a tu padre -insistió Adrianí, imperturbable-. Pregúntale si sus padres aceptarían que la novia no los invitara a comer.

Katerina no me lo preguntó. Quiso salir a dar un paseo para tener la fiesta en paz, pero Adrianí no se lo permitió.

– ¿Por qué no me echas una mano? Así no tendré que hacerlo todo sola.

Y ahora estos dos focos potenciales de incendio se apretujan en una cocina que sólo mide dos metros por tres. Adrianí se afana en terminarlo todo a tiempo y descarga su inseguridad contra Katerina, que no es, hay que reconocerlo, un genio de la cocina. Katerina, a su vez, está a punto de mandarlo todo al cuerno para invitar a los padres de Fanis a un helado en Lentzos, pero aprieta los dientes y se aguanta para no mostrarse desagradecida.

Yo opto por hacer honor al proverbio que dice que tres son multitud y salgo a dar el paseo que le ha sido negado a Katerina, para evitar encontrarme atrapado entre fuego cruzado y verme obligado a ejercer de mediador. Si, en cambio, la conflagración se produjera durante mi ausencia, ninguna de las dos me lo comentaría, para no disgustarme.

Mi primera intención es ir a la plaza de San Lázaro pero desecho la idea enseguida, porque, siendo una tarde de sábado, la cafetería estará atestada de gente, y la plaza llena de niños. Con esta prevención, cambio de rumbo y me dirijo al consabido parque y el banco de siempre. A esta hora, la gente está en la playa, o durmiendo la siesta, o tomando un helado o un café.

Se demuestra que no iba yo errado, porque el único ser animado con el que me topo es el gato. Ha bajado de su puesto habitual y descansa encima del banco, allí donde da el sol. Oye mis pasos, entreabre los ojos, comprueba que se trata del comisario Costas Jaritos y los cierra de nuevo, impávido.

El parque está tranquilo. No hay ni un alma excepto el gato y yo, y es el lugar ideal para sentarse a reflexionar, suponiendo que consiga pensar en algo. No lo consigo. He entrado en la fase de reciclaje, pero el producto reciclado aún no ha salido. Con la ayuda de Logarás -por no decir «orientación», término humillante para mí-, he llegado hasta el suicidio de Yannelis. Comprendo las protestas de su hija y admito la existencia de diferencias fundamentales entre su muerte y las otras, diferencias que no se limitan al carácter público de ésta y el privado de aquéllas sino que van más allá: Yannelis no poseía una fortuna ni empresas en Grecia y los Balcanes. Subsistía con la parca pensión de luchador antifascista. Es posible que sus hijos le ayudaran económicamente pero, a juzgar por la imagen de revolucionario orgulloso que me ha pintado Yanneli, dudo que fuera así.

Soy consciente de todos los argumentos en contra, pero mi intuición me dice que, a pesar de todo, hay un hilo conductor que parte del suicidio de Yannelis y llega hasta la muerte de Vakirtzís. No sé dónde está ese hilo conductor y sólo hay dos maneras de encontrarlo: o Logarás me lleva de la mano, como ha hecho hasta el momento, o localizo a otro miembro del comando que me lo indique. No creo que el departamento esté dispuesto a sufragarme un viaje a Canadá para entrevistarme con Telópulos, y, entre nosotros, tampoco me apetece la idea.

El sol se oculta y el gato despierta. Se despereza, se sienta y abre mucho Ja boca en un bostezo. Después vuelve la mirada hacia mí y emite un breve maullido. Es la primera vez que me habla después de tantos meses de relación; me planteo cómo debo reaccionar pero mi cavilación se revela innecesaria. El gato descubre de nuevo el sol, que se ha deslizado al extremo del banco, se enrosca sobre la mancha luminosa y vuelve a cerrar los párpados.

Me levanto yo también para ir a casa, con la esperanza de que los preparativos de la cena hayan concluido y la tensión haya remitido. Y así es: la casa está tranquila y Katerina está poniendo la mesa.

– ¿Está lista la cena? -pregunto.

– Ya lo ves. Ahora estamos preparando la mesa. -Termina de colocar los vasos y se lleva la bandeja vacía a la cocina, para cargarla con los cubiertos-. ¿Sabes en qué nos equivocamos Fanis y yo? -pregunta desde la puerta.

– ¿En qué?

– Debimos llevaros a todos a una taberna.

– Ya es un poco tarde.

– Lo sé. La culpa la tiene Salónica, que me ha hecho olvidar las manías de mamá.