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– ¿Skuludis habló a Yannelis de su relación con su hija?

– ¿Bromeas? Habría sido como matarlo. Te repito que el capitán respetaba a Yannelis.

– ¿Y por qué no lo dejaba en libertad? -digo para provocarlo-. A fin de cuentas, era el padre de su novia.

– No podía soltarlo. Se habría metido en un lío. Yannelis y su organización estaban acusados de cometer atentados con bombas. Sin embargo, suspendió los interrogatorios, cerró el expediente y lo mandó a juicio. Yannelis todavía estaba en la cárcel cuando se casaron. Se enteró del matrimonio por boca de su hijo.

Ahora, a posteriori, entiendo por qué a Yanneli la ponía nerviosa hablar de su padre y de su hermano. No mintió cuando me confió que le costaba menos responder a preguntas relativas a las empresas de Favieros. Obviamente, rompió los lazos con su hermano a causa de su matrimonio con Skuludis. Pero, si se distanció del hermano, también debió de cortar con el padre. Aun así, comprendería que este secreto condujera al asesinato, pero no al suicidio de tres hombres. Si Skuludis hubiera sido asesinado, su matrimonio con Koralía Yanneli nos serviría en bandeja el móvil del crimen. Pero ¿qué relación puede haber entre la boda y los suicidios de Favieros, Stefanakos y Vakirtzís? Las únicas personas capaces de aclarar esta duda son la propia Koralía Yanneli y Minás Logarás, sea quien sea.

– ¿Sigues en contacto con Skuludis?

– No. No quería más líos cuando salí de la cárcel. Abrí este negocio, me casé con una chica de mi pueblo y me mantengo al margen de todo.

Me levanto para irme cuando se me ocurre una última pregunta, que formulo sin demasiadas esperanzas de recibir respuesta.

– ¿Conoces a un tal Minás Logarás?

Reflexiona por un momento.

– No, es la primera vez que lo oigo nombrar.

– Vale, eso es todo. -Me dirijo a la puerta metálica, que continúa entreabierta.

– No vuelvas -suena la voz a mis espaldas-. Yo ya he pagado con creces mi deuda con la pasma, el ejército, la cárcel y los calabozos. Estoy en mi derecho de no querer veros más el pelo durante el resto de mi vida.

Tiro de la puerta y salgo del almacén sin responder. Es el tercero que me pide que no vuelva. Primero fue Zamanis, luego, aunque de manera indirecta, Koralía Yanneli y ahora el ex policía militar Jristos Calafatis. Todo el mundo está contento, como dice Zisis; los que se vendieron por un mendrugo y los que venden la revolución estampada en camisetas. Nadie quiere recordar. Me viene a la memoria aquella canción que escuché en un taxi tras salir de la reunión con Guikas y Yanutsos: «Nos lo pasamos muy bien, y eso me aterra.»

Capítulo 52

La llamo en cuanto llego a mi despacho.

– ¿Usted otra vez, señor comisario? Creía que ya estaba todo dicho.

– Yo también lo creía, pero me equivocaba, señora Skuludis.

Silencio en la línea. Cuando contesta por fin, su voz suena grave y serena:

– Finalmente ha descubierto quién soy.

– Sí, esta misma mañana.

– ¿Puedo preguntar cómo?

– Por medio de Jristos Calafatis, el que fabrica las camisetas del Che.

Ella recobra el buen humor.

– Me alegro. Es el único que lo sabe, y usted lo ha localizado.

– Tenemos que hablar. ¿Cuándo le vendría bien pasar por mi despacho?

– No es necesario que le devuelva las visitas que me ha hecho -dice con una risita. Luego añade, en serio-: Ni en su despacho ni en el mío. Pase por casa. Esta tarde a las seis.

Le pido su dirección.

– Tombasi 7, en Pefki. Se cruza con la calle Crisóstomo de Esmirna a la altura del parque Katsímbali.

Me planteo si debo telefonear a Guikas de inmediato para informarle de lo que me ha dicho Calafatis, o esperar hasta después de mi conversación con Yanneli. La disyuntiva deriva, sobre todo, de mi impaciencia. Por muchos años que uno lleve en el servicio, por mucha experiencia que haya acumulado, en cuanto huele el éxito ansía ir corriendo a contárselo al director. Es una especie de pulsión irresistible. Decido armarme de paciencia, porque es más apropiado entrevistarme primero con Yanneli, tapar todos los agujeros y luego vanagloriarme ante Guikas.

¿Cómo aguantar cinco horas sentado sobre ascuas? Prolongo mi reunión con los reporteros. Los dejo estupefactos, porque es la primera vez que hablo con ellos hasta por los codos. Sotirópulos, que sospecha algo, decide quedarse un poco más, en beneficio de ambos, porque él toca su tema favorito, el de los suicidios, y yo contesto con vaguedades, para matar el tiempo. Al final, me invade el sentimiento de culpabilidad y le pido que mantenga la calma hasta mañana, cuando seguramente habrá novedades. Me presiona para que especifique de qué tipo, yo me muestro firme como una roca y así transcurre un buen rato mientras nos pasamos mutuamente la pelota. Bajo tres veces al bar, pido tres cafés griegos ma non troppo, un cruasán en celofán y un paquete de tostadas para asentar el estómago.

Calculo que necesito tres cuartos de hora para llegar a Pefki. Lo más lógico sería remontar la avenida de Kifisiás y, pasada la fábrica de refrescos Ivi, torcer a la izquierda en la avenida San Constantino, cuya prolongación conduce hasta Crisóstomo de Esmirna. Es la tarde de un lunes de verano, los comercios están cerrados y no hay tráfico. Llego con quince minutos de antelación y doy dos vueltas alrededor de la manzana para no presentarme antes de tiempo. El timbre del número 7 lleva sólo el nombre de Koralía Yanneli. Me pregunto si Skuludis ha muerto o si simplemente lo han tachado de la lista de los vivos. El piso es un ático que ocupa la quinta planta.

Me abre Yanneli en persona. Luce la misma sonrisa que en su despacho de Balkan Prospect y luce uno de sus conjuntitos de trabajo.

– Pase -dice y me guía a una sala de estar espaciosa, que da a una terraza cubierta con un toldo y llena de plantas, en su mayor parte árboles pequeños en grandes macetas. En la pared de la derecha hay una puerta corredera, que está cerrada. Del otro lado llega el sonido apagado de un televisor.

– Siéntese. -Señala un sillón orientado hacia el parque de Pefki-. ¿Quiere tomar algo?

– No, gracias.

Ella se sienta en el sofá, frente a mí. Actúa como si me hubiese invitado a tomar un café y charlar, pero no le resulta fácil disimular su nerviosismo.

– ¿Por dónde empezamos? ¿Por Minás Logarás?

Yanneli rompe a reír.

– Minás Logarás no existe, y usted lo sabe. -Se pone seria de repente-. No, empecemos por la detención de mi padre.

Dejo que ella vaya a su ritmo. Ahora que me encuentro sentado frente a ella, estoy tranquilo. No tengo prisa, puedo esperar.

– A mi padre le arrestaron en la primavera del setenta y dos. Nos despertaron a las dos de la madrugada, agarraron a mi padre y empezaron a propinarle una paliza al tiempo que lo arrastraban hacia la puerta. -Se interrumpe y añade en tono neutro, como haciendo una simple constatación-: Aquélla fue la última vez que vi a mi padre, señor comisario. -Suspira y guarda un breve silencio-. Mi padre se pasó la vida tramando rebeliones y revoluciones. Mi madre también. Pero a sus hijos quisieron mantenerlos al margen de todo eso. No nos hablaban de ello, no nos daban explicaciones, no nos decían nada. Lo hacían para protegernos, aunque también para evitar que nos fuéramos de la lengua. Así que crecimos sin saber, en un ambiente de terror muy vago. Se lo cuento para que se imagine nuestro pánico cuando vinieron a detener a papá. -Me sonríe con cierta ironía-. A fin de cuentas, usted es policía. Sabe de qué estoy hablando.

Lo sé. Aunque, desde mi posición, raras veces he percibido el pánico de los inocentes. Generalmente, lo que veo es el pánico de los culpables.

– Por ese entonces estaba en el último año de instituto y Kimonas cursaba el tercero de bachillerato. Nuestra madre había muerto hacía dos años. No teníamos a nadie, no conocíamos a nadie. Por la mañana empecé a preguntar discretamente dónde encerraban los soldados a los detenidos. Así supe de la existencia de la policía militar. Preparé una bolsa con ropa, porque papá no había podido llevarse nada, y fui al cuartel. Me dijeron que tenía que hablar con el capitán Skuludis. Me recibió muy amablemente. Me aseguró que él mismo entregaría la ropa a mi padre, que lo retenían para interrogarlo y que no sabía cuándo lo pondrían en libertad, pero me pidió que no me preocupara, porque se encontraba bien de salud y que, siempre que quisiera tener noticias suyas o llevarle algo recurriera a él. -Calla de nuevo y me mira-. Quizá pueda entender también lo que voy a decirle ahora. Cuando has pasado la vida temiendo lo desconocido, cuando te has quedado sola con un hermano menor y no sabes a qué puerta llamar y, de pronto, conoces a alguien que se muestra amigable y dispuesto a ayudar, ese alguien, tarde o temprano, acaba por ganarse tu afecto. Y no se trata sólo de esto. Mis padres jamás me habían dado respuestas. Skuludis se sacaba siempre una respuesta de la manga, que resolvía todas mis dudas. Desde luego, me contaba cuentos, pero a los niños asustados hay que contarles cuentos para que duerman tranquilos. Así son las cosas. -Vuelve a suspirar-. ¿Seguro que no le apetece tomar algo? -repite.