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El nombre me suena de algo.

– ¿No fueron ellos quienes pusieron las bombas en las sucursales bancarias?

– Sí, y dos en la Bolsa, que no llegaron a estallar. El 8 de octubre de 1967 mataron al Che Guevara. El que me proporcionó la información había sido muy metódico. Había descubierto el zulo, lo había fotografiado, había captado imágenes de ellos cuatro entrando y saliendo. Incluso consiguió colarse en el zulo con una llave maestra ytomar fotografías del interior. A pesar de la advertencia de Yangos, yo me quedé con el material. Todos, excepto mi padre, ejercían paralelamente un oficio anodino. Iásonas acababa de montar un pequeño negocio de instalaciones técnicas, Lukás se había metido en política y Vakirtzís ya se labraba un nombre en el campo periodístico. Con el paso del tiempo, sus negocios prosperaron y ellos, deslumbrados por el éxito, se fueron olvidando de la revolución hasta que la tacharon por completo de su agenda. A mediados de la década de los ochenta, mi padre se había quedado totalmente solo, traicionado por su hija y por sus ex camaradas.

Se va a la cocina y reaparece con otro vaso de whisky. Toma un trago, cierra los ojos y trata de ordenar sus pensamientos.

– La idea de la venganza nació con el suicidio de mi padre. Concluí que ellos lo habían empujado a la muerte, no yo. El razonamiento era muy sencillo: si se hubiera suicidado por mí, lo habría hecho hacía años. Pero se mató a principios del noventa, porque veía que sus ex camaradas se habían convertido en grandes figuras de este mismo sistema que antes deseaban destruir. El desmoronamiento de los regímenes socialistas no supuso más que el tiro de gracia. -Sostiene la copa entre las manos y la observa-. Me dirá que pienso así porque me conviene. Quizá tenga razón, a mí también me atormenta esta duda. Sea como fuere, yo quería liberar la rabia que había acumulado en mi interior. Yangos fue expulsado del ejército, sus pequeños ahorros pasaron a engrosar las cuentas corrientes de los abogados y yo me vi obligada a ponerme a trabajar. Al mismo tiempo, estudiaba por las tardes administración de empresas y programación informática. Cuando tomé la decisión de vengarme, presenté una solicitud de empleo a la empresa de Favieros, firmando como Koralía Yanneli de Azanasios. Mi padre, fiel a su palabra, había ocultado su vergüenza y no había confesado a nadie que su hija se había casado con el torturador Yangos Skuludis. Yangos, por su parte, me había prohibido que asistiera a su juicio. Por lo tanto, estaba segura de que Favieros no sabía la verdad. Y no me equivocaba: pocos días después me llamó, se cercioró de que era la hija de Zanos Yannelis y me contrató. Soy competente en mi trabajo y ascendí rápidamente. En mis horas libres, escribí las biografías de los tres. Disponía del inmenso banco de datos de Yangos y de la información que me traían sus bienintencionados amigos. Cuando terminé los libros, puse en marcha mi plan.

– ¿Ya había enviado la primera biografía al editor?

– Sí. Elegí una editorial pequeña y desconocida para no correr riesgos. Luego empecé a mandar a Favieros por correo electrónico copias de los datos que tenía sobre él. Uno al día, sin comentarios. Los mensajes se borraban al día siguiente y eran sustituidos por otros.

Recuerdo la nota de Stefanakos que hablaba de alguien que poseía información y pedía cosas irracionales. Ese alguien no era Vakirtzís, como había pensado originalmente, sino Yanneli.

– ¿Cómo reaccionaron?

Por primera vez, se le escapa una risa relajada.

– Favieros me mandó un mensaje escueto: «¿Cuánto quieres?» Stefanakos fue más diplomático: «No sé qué pretendes pero todo es negociable.» Vakirtzís no se anduvo por las ramas: «¿Cuál es tu precio, gusano?» Les respondí a todos de la misma manera: «Quiero que os suicidéis públicamente, y yo garantizaré vuestra buena fama póstuma con una biografía elogiosa. Si no lo hacéis, lo sacaré todo a la luz y os destruiré, a vosotros y a vuestras familias.» Luego les envié las biografías, para que las leyeran y comprobasen que no bromeaba.

– ¿Por qué públicamente, señora Yanneli? Esta duda me ha estado reconcomiendo desde el primer día.

– Lo sé, me lo ha dicho repetidas veces -responde con una sonrisa-. Porque mi padre se ahorcó en su habitación y estuvo tres días colgado, hasta que su cadáver empezó a apestar. Ellos, pues, tenían que morir delante de los ojos de todo el mundo. Por otro lado, claro está, les ofrecía la posibilidad de una retirada digna, gracias a sus biografías. ¿Se imagina el revuelo que se habría levantado si descubría que esos empresarios, políticos y periodistas de renombre habían estado poniendo bombas en los bancos y la Bolsa a principios de los ochenta? No sólo significaría su fin sino también la ruina de sus esposas y hermanos, que eran la fachada de sus negocios. Los tres se habían acostumbrado a vivir bien, se habían ablandado, eran grandes personalidades incapaces de sobrellevar la caída en desgracia, el oprobio, la cárcel. Prefirieron la solución que les proponía yo.

– ¿Cómo sabía que Vakirtzís se suicidaría el día que me envió su biografía?

– Sabía que cada año celebraba una gran fiesta el día de su santo. Fue una de mis condiciones. O se suicidaba ese día o no había trato.

Ahora lo veo todo claro: la mancha en el pasado común, Logarás y sus biografías, mis suposiciones, acertadas hasta cierto punto, pero sin fundamento. Sólo me queda despejar una última duda:

– ¿Por qué yo, señora Yanneli? ¿Por qué me eligió a mí?

Me mira sonriente.

– Porque usted era el único que realmente quería descubrir la verdad. Esto me impresionó desde el principio. A nadie más le interesaba saber el porqué. Sólo querían terminar cuanto antes con el trámite de los entierros, olvidar el suceso desagradable y seguir con sus vidas. Usted era el único. Y hay otra razón, que ya le he expuesto dos veces.

– ¿Cuál?

– Creo que usted puede entender mis motivos. No sé por qué, pero eso me parece.

– Tal vez los entienda, pero esto no cambia las cosas. La inducción al suicidio es un delito y, como tal, está penado por la ley. Deberá acompañarme a jefatura para una declaración oficial.

Ella prorrumpe en carcajadas.

– Vamos, señor comisario. ¿Cómo piensa fundamentar su acusación? No tiene pruebas, excepto una copia de una biografía escrita por un tal Minás Logarás.

– Es posible, pero buscaré la forma de demostrarlo.

– No la encontrará, se lo aseguro. Hace años que destruí el contenido de los archivos que no me interesaban. Anteayer, cuando le envié la camiseta del Che Guevara, quemé el resto. No queda ni un folio, señor comisario. Sólo la nota de mi padre. Hay quienes conservan fotografías que les recuerdan a sus padres; yo tengo su nota de repudio. -Se recupera enseguida de un acceso pasajero de amargura-. ¿Cómo probará mi culpabilidad? ¿Y qué tribunal accederá a procesarme?

Tiene razón. Por eso jugaba conmigo como el gato con el ratón. Sabía que no podía tocarla.

– Esas personas engañaron a mi padre y a mi marido, señor comisario. Mi padre nunca se habría unido a ellos de haber sabido que se convertirían en empresarios. Él odiaba a los empresarios. Y, de haberlo sabido, mi marido jamás los habría torturado. Admiraba a los empresarios, juraba en nombre de Onassis y de Bodosakis. Mi padre se pudrió colgado de una soga, mi marido recibió quince años de condena y, de torturador, pasó a convertirse en torturado. No pretendo lavar la cara de nadie, ni siquiera la mía, pero también ellos tenían que pagar. La niña asustada acabó por vencerlos a todos. -Es la primera vez que detecto cierto deje de orgullo en su voz.