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Se pone de pie para indicar que nuestra conversación ha terminado. Me gustaría replicar algo pero me faltan palabras. Al parecer lo ve en mi mirada, porque me dice al llegar a la puerta:

– Mañana usted irá a jefatura y yo, a mi trabajo. Seguiré haciendo todo lo que esté en mi mano para que marchen bien las empresas que dirijo, seguiré colaborando con Zamanis, Stazatu y Favieru, y nadie sabrá nunca que empujé a la muerte al amigo del primero y a los esposos de las otras dos. Pero quería que lo supiera alguien más que yo. Me alegro de que sea usted, créame. Piense lo que piense de mí, yo me alegro.

Me abre la puerta. Me detengo en el umbral con la esperanza de que se me ocurra algo que decir, pero sin resultado. No puedo acusarla ni reprenderla, pero tampoco estrecharle la mano. Me doy la vuelta y me marcho de allí.

Subo al Mirafiori sin ánimos para arrancar el motor. Intento poner en orden mis ideas, pero me cuesta. Debo contarle todo a Guikas tal y como ha sucedido, sin ocultarle un solo detalle. Al ministro, también. Ninguno de los dos se rasgará las vestiduras por la imposibilidad de arrestar a Yanneli. Estarán felices de saber que no habrá más suicidios y que el asunto quedará relegado al olvido sin escándalos indeseados. Guikas sale ganando por partida doble: mañana mismo Kula volverá a trabajar para él.

¿Merecían morir Favieros, Stefanakos y Vakirtzís? No sé la respuesta. ¿Merece Yanneli sentarse en el banquillo de los acusados? Tampoco lo sé. ¿Qué más hay? Los tres vencedores: Andreadis, Calafatis y Yanneli. Digamos que también Guikas y el ministro. Si hacemos caso a Zisis y a Andreadis, yo debo contarme entre los vencedores. Quizás estén en lo cierto. Al fin y al cabo, he conseguido recuperar mi puesto y hacer un buen papel ante Guikas y el ministro…

No quiero ser un desagradecido, pero ¿cómo es que al final me siento siempre como un gilipollas?

Petros Márkaris

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