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Todo esto me lleva a la única conclusión posible: que el suicidio de Favieros obedecía a otras causas, de momento desconocidas, y que el grupúsculo de nacionalistas aprovechó la ocasión para darse publicidad. Si bien esta hipótesis es, probablemente, la más razonable, no me aclara en absoluto las auténticas motivaciones que impulsaron a Favieros a pegarse un tiro en público. Me temo que me seguirá obsesionando la palabra «público» hasta que encuentre una explicación convincente.

Sé muy bien que todas estas reflexiones no se traducirán en ningún resultado práctico, y que, en el fondo, no son más que una especie de crucigrama que me monto yo sólito para intentar resolverlo, pero lo prefiero mil veces al crucigrama de los periódicos, que me crispa los nervios desde la primera palabra.

Si quiero averiguar algo no me queda más remedio -otra vez- que recurrir a la prensa escrita. Decido acercarme al quiosco y, al pasar por delante de la cocina, veo que Adrianí está rellenando tomates y pimientos.

– Aún no los has metido en el horno, y ya huelen -le digo, riéndome.

– Muy bien, pero te advierto que no quedarán muy sabrosos, porque he puesto poca cebolla. No me salgas después con que están sosos.

Los tomates rellenos la tienen acomplejada desde que rivalizaba en habilidades culinarias con mi madre, y tiembla ante la posibilidad de un fracaso.

– No está mal, para empezar -digo para tranquilizarla.

Si alguien me preguntara por qué en lugar de torcer a la derecha en la calle Aronis para dirigirme al quiosco de periódicos, doblé a la izquierda en Nikiforidis para salir a la calle Formíonos, no sabría qué contestarle. Tampoco sé muy bien qué me pasó por la cabeza cuando detuve un taxi y le indiqué al conductor:

– A la avenida Alexandras, a la jefatura de policía.

En cuanto bajo del taxi, sin embargo, y cruzo el semáforo del Hospital Oncológico, empiezan a despertarse mis reflejos. Decido evitar la tercera planta, donde está mi despacho. No me apetece abrir la puerta y encontrarme a Yanutsos sentado en mi silla, ojeando las Noticias de Trícala. Treinta años en Atenas y el único diario que lee sigue siendo el periódico de su pueblo.

El guardia de la entrada se dispone a preguntar por mi nombre, pero mi jeta le resulta familiar y vacila.

– Comisario Jaritos, subo a la dirección general -me identifico para sacarlo del apuro. Quiere ponerse de pie pero lo detengo-. Estoy de baja. Sobran las formalidades.

El ascensor conserva sus vicios de siempre y me hace esperar diez minutos antes de concederme el honor de recibirme. Rezo para no toparme con mis ayudantes, Vlasópulos y Dermitzakis, y mucho menos con Yanutsos. Por suerte, el ascensor sube de un tirón y me deja en la quinta planta.

Me gustaría haber traído una cámara para fotografiar la expresión de Kula al verme. La manera de saber si realmente caes bien a alguien es apareciendo de improviso, después de una larga enfermedad o ausencia. Entonces leerás en su cara, como en un barómetro, si te ha echado en falta. La cara de Kula resplandece mientras ella se pone de pie de un salto y exclama con voz chillona de la emoción:

– ¡Señor Jaritos!

Se abalanza sobre mí, me abraza y me estampa un beso en cada mejilla, para que no haya favoritismos. Kula siempre me ha tratado con simpatía, aunque yo, el poli receloso, pensaba que fingía. Hoy debo reconocer que he sido injusto con ella. Tal como me mira, rubia, guapa y con una sonrisa de oreja a oreja, se me ocurre que si hubiera venido antes, sin duda, me habría levantado el ánimo gracias a sus besos.

– ¡No sabe cuánto me alegro de verle! -asegura alborozada-. No sabe cuánto le he echado de menos.

– ¿Sí? Pues no fuiste a verme en el hospital -la reconvengo, con voz de enamorado que se queja porque su amada no lo cuida lo suficiente.

– Tiene razón. -De repente, está azorada y no encuentra las palabras adecuadas-. Verá… pues… No nos conocemos mucho y no me parecía bien presentarme allí, de repente, delante de su mujer… y de su hija… Se sabría aquí, en jefatura, y eso daría que hablar…

– ¿Qué dices, Kula? ¿Quién hablaría?

– No faltan las lenguas viperinas…

– ¿Y qué dirían?

Sacude la cabeza con gesto fatalista.

– Ay, señor Jaritos. Usted es un inocente. Parece venido de otro planeta.

No sé si debo alegrarme o lamentarme de mi suerte.

– Pero veo que está muy bien -comenta para cambiar de tema-. Fuerte, sano, rejuvenecido… ¿Cuándo volverá al trabajo?

– Me quedan dos meses de baja.

– Le envidio. Procure disfrutarla.

– ¿Está en su despacho? ¿Puedo pasar a saludar?

– Desde luego, no hace falta que le anuncie. No va a interrumpir nada importante.

Sólo después de entrar en el despacho de Guikas descubro que Kula no hablaba por hablar. Guikas está sentado detrás de su escritorio, que mide tres metros de largo, es curvo y recuerda la pista de un hipódromo. Frente a él, ocupando el sillón donde solía arrellanarme yo, está Yanutsos. Es un hombre de cuarenta y cinco años, alto, delgado y linfático, que nunca se quita el uniforme, porque cuando va de paisano semeja un vendedor ambulante de costureros. Me lo he buscado. Debí hacer primero una escala en el despacho de mis ayudantes para indagar su paradero.

– Bienvenido -dice Guikas al verme-. ¿Qué te trae por aquí?

– He pasado a saludar.

– Si nos echas de menos, significa que te encuentras bien. Siéntate.

Yanutsos no se toma la molestia de darme los buenos días; me mira con expresión molesta y preocupada a la vez. Opto por mostrarle mi indiferencia y centro la vista en Guikas.

– ¿Cómo te va? -me pregunta él.

– Me aburro -respondo con sinceridad y Guikas sonríe.

– ¿Todavía no has aprendido a jugar a las cartas? -bromea Yanutsos desde el sillón de enfrente.

– Leo los periódicos, salgo a pasear, veo la televisión… Qué más puedo hacer. -Mi contestación va dirigida a Guikas; Yanutsos ya no cuenta para nada-. ¿Cómo os va a vosotros por aquí?

– La rutina de siempre, ya sabes.

– ¿El suicidio de Favieros no ha roto la rutina? -inquiero candorosamente para calibrar su reacción, pero él no se inmuta.

– El nuevo éxito de la televisión.

– ¿Y esa organización que alega haberlo empujado al suicidio?

– ¡Bueno! -interviene otra vez Yanutsos-. Cuando yo estaba en la antiterrorista, si nos hubiéramos tomado en serio esas chorradas, no habríamos dado abasto.

Cuando estabas en la antiterrorista jugabais a las cartas, pienso pero mantengo la boca cerrada para no cabrear a Guikas.

– Un desconocido ha llamado a un periódico para decir que el comunicado no es de «Filipo el Macedonio», sino un mero intento de provocación -me informa Guikas seriamente.

– A pesar de todo, algo no encaja.

– ¿Qué?

– El suicidio en público. ¿Por qué querría suicidarse delante de las cámaras?

Guikas se encoge de hombros.

– ¿Qué esperas, que tengan lógica los actos de un hombre que ha decidido poner fin a su vida?

– A los hombres como Favieros no les gusta la publicidad -insisto-. Siempre actúan con discreción. Por eso me llama la atención.

– Oye, Jaritos -salta Yanutsos de nuevo-. Nos alegramos de verte y de que estés bien, pero el señor director y yo estábamos en medio de una reunión de trabajo muy importante, y nos has interrumpido.

No me da tiempo de sorprenderme de su desfachatez, porque advierto que Guikas se levanta, como si estuviera aguardando la señal, y me tiende la mano.

– Celebro que estés mejor, Costas -dice-. Déjate caer por aquí otro día y charlamos.