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– Me temo que será imposible.

– Pues debemos conseguirlo -insistió ella, que ya estaba en pie, poniéndose el sombrero y cogiendo la maleta.

Salieron y se dirigieron a la estación.

No lograron acceder a la gran explanada, cerrada con cadenas, protegida por soldados y asediada por una multitud que presionaba los barrotes de la verja. Se quedaron allí hasta que oscureció. A su alrededor, la gente decía:

– Muy bien. Nos iremos a pie.

Lo aseguraban con una especie de anonadado estupor. Era evidente que ni ellos mismos se lo creían. Miraban alrededor y esperaban el milagro: un coche, un camión, cualquier cosa en la que poder irse. Pero no aparecía nada. De modo que se dirigían hacia las puertas de París, las cruzaban arrastrando las maletas por el polvo, seguían avanzando, se adentraban en el extrarradio y después en la campiña y pensaban: «¡Estoy soñando!»

Como los demás, los Michaud echaron a andar. Era una cálida noche de junio. Delante de ellos, una mujer vestida de luto y tocada con un sombrero adornado con un crespón y torcido sobre su blanco cabello, iba tropezando en las piedras del camino y farfullando con gestos de loca:

– Rezad para que no tengamos que huir en invierno… Rezad… ¡Rezad!

9

Gabriel Corte y Florence pasaron la noche del 11 al 12 de junio en su coche. Habían llegado hacia las seis de la tarde, y en el hotel sólo quedaban dos cuartos diminutos y sofocantes bajo el tejado. Gabriel los examinó brevemente, abrió con brusquedad las ventanas, se inclinó un instante sobre la barandilla, volvió a erguirse y con voz seca declaró:

– Yo no me quedo aquí.

– Lo siento, señor, es lo único que tenemos. Piense que con esta muchedumbre de refugiados hay gente durmiendo hasta en las mesas de billar-dijo el director, pálido y abrumado-. Sólo quería serle de utilidad.

– No me quedaré aquí -se obstinó Gabriel, espaciando las palabras con voz grave, la misma que empleaba al final de las discusiones con los editores, cuando cogía la puerta y les espetaba: «¡En esas condiciones, señor, será imposible que nos entendamos!» El editor se ablandaba y subía de ochenta a cien mil francos.

Pero el director del hotel se limitó a mover la cabeza con tristeza.

– No tengo otra cosa.

– ¿Sabe usted quién soy? -le preguntó Gabriel, de pronto peligrosamente tranquilo-. Soy Gabriel Corte y le advierto que prefiero dormir en mi coche antes que en esta ratonera.

– Cuando salga usted de aquí -replicó el director, ofendido-, verá diez familias en el rellano pidiéndome de rodillas que les alquile esta habitación.

Corte soltó una carcajada afectada, gélida y despectiva.

– Desde luego, no seré yo quien se la dispute. Adiós, caballero.

A nadie, ni siquiera a Florence, que lo esperaba en el vestíbulo, habría confesado por qué había rechazado aquella habitación. Al acercarse a la ventana había visto, en la suave noche de junio, un depósito de gasolina muy cerca del hotel y, un poco más allá, lo que le habían parecido autoametralladoras y tanques estacionados en la plaza.

«¡Nos van a bombardear! -se dijo, y empezó a temblar tan espasmódicamente que pensó-: Estoy enfermo, tengo fiebre.» ¿Miedo? ¿Gabriel Corte? ¡No, él no podía tener miedo! ¡Por favor! Sonrió con desdén y piedad, como si respondiera a un interlocutor invisible. Por supuesto que no tenía miedo; pero, al asomarse por segunda vez, había visto aquel cielo negro, del que, en cualquier momento, podían caer el fuego y la muerte, y había vuelto a invadirlo aquella espantosa sensación: primero el temblor en los huesos, y luego la debilidad, las náuseas, la crispación de las entrañas que precedía al desvanecimiento. Miedo o no, qué importaba. Ahora huía seguido de Florence y la doncella.

– Dormiremos en el coche -decidió-. Una noche pasa enseguida.

Luego pensó que podían buscar otro hotel, pero mientras dudaba se hizo demasiado tarde: por la carretera de París discurría un lento e incesante río de coches, camiones, carros y bicicletas, al que se sumaban las caballerías de los campesinos, que abandonaban sus granjas y partían hacia el sur arrastrando tras sí a sus hijos y sus animales. A medianoche, en Orleáns no quedaba una habitación, ni siquiera una cama libre. La gente dormía en el suelo de los cafés, en las calles, con la cabeza apoyada en la maleta. El atasco era tan caótico que resultaba imposible salir de la ciudad. Se decía que habían cerrado la carretera para reservarla a las tropas.

En silencio y con los faros apagados, los vehículos llegaban uno tras otro llenos a reventar, cargados hasta los topes de maletas y muebles, de cochecitos de niño y jaulas de pájaro, de cajas y cestos de ropa, cada uno con su colchón atado al techo; formaban frágiles andamiajes y parecían avanzar sin ayuda del motor, llevados por su propia inercia a lo largo de las calles en pendiente hasta la plaza. Ahora ya bloqueaban todas las salidas, arrimados unos a otros como peces atrapados en una red; incluso parecía posible cogerlos todos a la vez y arrojarlos a una espantosa orilla. No se oían lloros ni gritos: hasta los niños permanecían callados. Todo estaba tranquilo. De vez en cuando, un rostro se asomaba por una ventanilla y escrutaba el cielo con atención. Un rumor débil y sordo, hecho de respiraciones trabajosas, de suspiros, de palabras intercambiadas a media voz, como si se temiera que llegaran a oídos de un enemigo al acecho, se elevaba de aquella multitud. Algunos intentaban dormir utilizando la maleta como incómoda almohada, movían las doloridas piernas en el estrecho asiento o aplastaban la mejilla contra el frío cristal de una ventanilla. Algunos jóvenes y algunas mujeres se llamaban de un coche a otro, y a veces incluso reían con desenfado. Pero, de pronto, una mancha oscura se deslizaba por el cielo cuajado de estrellas y las risas cesaban; todo el mundo permanecía atento. No era inquietud propiamente dicha, sino una extraña tristeza que tenía poco de humano, porque no comportaba ni valentía ni esperanza. Así es como los animales esperan la muerte. Así es como el pez atrapado en la red ve pasar una y otra vez la sombra del pescador.

El avión surgió súbitamente sobre sus cabezas; oían su zumbido estridente, que se alejaba, se apagaba y luego volvía a dominar todos los sonidos de la ciudad y suspender todas las angustiadas respiraciones. El río, el puente metálico, las vías del tren, la estación, las chimeneas de la fábrica, brillaban tenuemente, como otros tantos puntos estratégicos, otros tantos blancos a alcanzar por el enemigo. Otros tantos peligros para aquella muchedumbre silenciosa. «Me parece que es francés», decían los optimistas. Francés, enemigo… Nadie lo sabía. Pero ahora sí había desaparecido. A veces se oía una explosión lejana. «No vienen por nosotros -pensaba la gente con un suspiro de alivio-. No vienen por nosotros, van por otros. ¡Ha habido suerte!»

– ¡Qué noche de perros! -gimió Florence-. ¡Qué noche!

Con un siseo apenas audible, Gabriel le soltó con desdén:

– ¿Verdad que yo no duermo? Pues haz tú lo mismo.

– Es que ya que teníamos una habitación… ¡Ya que tuvimos la increíble suerte de disponer de una habitación…!

– ¿A eso llamas una suerte increíble? Una buhardilla infame que apestaba a sumidero… ¿No viste que estaba encima de las cocinas? ¿Yo, allí dentro? ¿Tú me ves allí dentro?

– Pero, Gabriel, lo conviertes en una cuestión de amor propio…

– ¡Bah! Déjame en paz, ¿quieres? Siempre lo he sabido: hay matices, hay… -farfulló buscando la palabra adecuada- hay pudores que tú no sientes.

– ¡Lo que siento es que tengo el culo molido! -exclamó Florence, olvidándose de repente de los últimos cinco años de su vida, y con gesto vulgar se palmeó el muslo con su mano cubierta de sortijas-. ¡Dios! ¡Estoy harta!