La iglesia era blanca y muy nueva; todavía olía a pintura fresca. En su interior se desarrollaba una especie de doble vida: la de la tranquila rutina cotidiana y otra más febril y extraña. En un rincón, una religiosa cambiaba las flores a los pies de la Virgen. Sin prisa, con una sonrisa dulce y plácida, cortaba los tallos marchitos y ataba las rosas frescas en gruesos ramos. Se oían los chasquidos de sus tijeras de podar y el sonido de sus sosegados pasos en las losas. A continuación, se puso a despabilar las velas. Un viejo sacerdote se dirigía hacia el confesionario. Una anciana dormitaba en una silla con el rosario en las manos. Había muchos cirios encendidos ante la estatua de Juana de Arco. Bajo aquel gran sol, todas las llamitas danzaban, pálidas y transparentes, contra la deslumbrante blancura de las paredes. En una placa de mármol colocada entre dos ventanas brillaban las letras doradas que formaban los nombres de los caídos en la Gran Guerra.
Entretanto, una multitud cada vez mayor inundaba las naves como una ola. Las mujeres y los niños acudían a dar gracias a Dios por haber llegado hasta allí o a rezar por la continuación del viaje; algunos lloraban, otros estaban heridos, con la cabeza vendada o un brazo en cabestrillo. Todos los rostros estaban salpicados de manchas rojas y todas las prendas, arrugadas, desgarradas y sucias, como si la gente que las llevaba hubiera dormido varias noches sin quitárselas. En algunas de aquellas caras pálidas y cubiertas de polvo, las gotas de sudor resbalaban como lágrimas. Las mujeres irrumpían en la iglesia atropelladamente, como quien se acoge a un asilo inviolable. Su sobreexcitación, su ansia era tanta que parecían incapaces de quedarse quietas. Iban de reclinatorio en reclinatorio, se arrodillaban, se levantaban, algunas chocaban con las sillas, azoradas y desorientadas como aves nocturnas en una habitación iluminada. Pero, poco a poco, se calmaban, ocultaban el rostro entre las manos y al fin, ya sin fuerzas ni lágrimas, encontraban la paz ante el gran crucifijo de madera negra.
Tras decir sus oraciones, la señora Péricand abandonó la iglesia. Una vez en la calle, decidió renovar su provisión de pastas, sensiblemente mermada por su dadivosidad. Entró en una gran tienda de ultramarinos.
– No nos queda de nada, señora -le dijo la dependienta.
– ¿Cómo? ¿Ni unas galletas, ni un pastel? ¿Nada?
– Nada de nada, señora. Se ha acabado todo.
– Entonces deme una libra de té de Ceilán. ¿Tampoco?
– No hay nada, señora.
Le indicaron otras tiendas de alimentación, pero en ninguna encontró nada. Los refugiados habían vaciado la ciudad. Cerca del café se le unió Hubert. No había hallado habitación.
– ¡No hay nada para comer, las tiendas están vacías! -exclamó la señora Péricand.
– Pues yo he encontrado dos que están muy bien surtidas.
– ¿Ah, sí? ¿Y dónde?
Hubert soltó una carcajada.
– ¡Una vende pianos y la otra artículos funerarios!
– ¡Qué tonterías dices a veces, hijo mío!
– Creo que a este paso las coronas de flores también van a estar muy solicitadas -comentó él-. Podríamos hacer negocio, ¿no le parece, mamá?
Ella se limitó a encogerse de hombros. Al llegar, vio a Jacqueline y Bernard en la puerta del café. Tenían las manos llenas de chocolatinas y azucarillos y los estaban repartiendo a su alrededor. La señora Péricand dio un respingo.
– ¿Queréis hacer el favor de entrar? ¿Qué estáis haciendo aquí? Os prohíbo que toquéis las provisiones. Te castigaré, Jacqueline. Y tú, Bernard, verás cuando lo sepa tu padre -amenazó, tirando de los dos estupefactos culpables, firme como una roca.
La caridad cristiana, la mansedumbre de los siglos de civilización se le caían como vanos ornamentos y dejaban al descubierto su alma, árida y desnuda. Sus hijos y ella estaban solos en un mundo hostil. Tenía que alimentar y proteger a sus pequeños. Lo demás ya no contaba.
11
Maurice y Jeanne Michaud caminaban en fila por la larga carretera bordeada de álamos. Iban flanqueados, precedidos y seguidos de fugitivos. Cuando llegaban a un cambio de rasante, veían una confusa multitud que arrastraba los pies por el polvo hasta el horizonte, hasta donde alcanzaba la vista. Los más afortunados tenían una carretilla, un cochecito de niño, un carro hecho con cuatro tablas y dos toscas ruedas, que transportaban sus equipajes y se curvaban bajo el peso de bolsos, de perros, de niños dormidos. Eran los pobres, los desgraciados, los débiles, los que no saben apañárselas, los que siempre acaban relegados a los últimos puestos, y también algunos pusilánimes, algunos tacaños que habían esperado hasta el último momento ante el precio del billete, los gastos y los riesgos del viaje. Pero de pronto habían sido presa del pánico, como todo el mundo. No sabían por qué huían: Francia entera estaba en llamas, el peligro acechaba en todas partes. No sabían con certeza adónde iban. Cuando se dejaban caer al suelo, decían que no volverían a levantarse, que hasta allí habían llegado, que, puestos a morir, preferían morir tranquilos. Pero eran los primeros en levantarse cuando se acercaba un avión. Entre ellos había piedad, caridad, esa simpatía activa y vigilante que la gente del pueblo no testimonia más que a los suyos, a los pobres, y sólo en circunstancias excepcionales de miedo y miseria. Ya eran diez las veces que una matrona gruesa y robusta le ofrecía el brazo a Jeanne Michaud para ayudarla a avanzar. Ella misma llevaba a dos niños cogidos de la mano, mientras su marido cargaba con un hato de ropa y una cesta con un conejo vivo y patatas, únicos bienes terrenales de una viejecilla que había salido a pie de Nanterre. Pese al cansancio, el hambre y la preocupación, Maurice Michaud no se sentía demasiado desgraciado. Tenía una forma de ser muy especiaclass="underline" no se consideraba demasiado importante; a sus propios ojos, no era la criatura única e irreemplazable que cada cual ve cuando piensa en sí mismo. Sus compañeros de desdicha le inspiraban piedad, pero una piedad lúcida y fría. Después de todo, se decía, aquellas grandes migraciones humanas parecían ordenadas por leyes naturales. Sin duda, los pueblos necesitaban desplazamientos periódicos masivos tanto como los rebaños la trashumancia. La idea le resultaba extrañamente consoladora. La gente que lo rodeaba creía que la mala suerte se cebaba en ellos, en su mísera generación, con especial saña; pero él no olvidaba que los éxodos se habían producido en todas las épocas. Cuántos hombres habían caído sobre aquella tierra (como sobre todas las tierras del mundo), vertiendo lágrimas de sangre, huyendo del enemigo, abandonando ciudades en llamas, apretando a sus hijos contra el pecho… Nadie había pensado jamás con simpatía en aquellos muertos incontables. Para sus descendientes eran poco más que pollos sacrificados. Se imaginó que sus dolientes sombras se alzaban en el camino, se inclinaban hacia él y le murmuraban al oído: «Nosotros conocimos todo esto antes que tú. ¿Por qué ibas a ser más feliz que nosotros?»
A su lado, la gruesa matrona gimió:
– ¡Nunca se han visto horrores parecidos!
– Ya lo creo que sí, señora -respondió Maurice con suavidad-. Ya lo creo que sí.
Llevaban andando tres días cuando vieron los primeros regimientos en retirada. La confianza estaba tan arraigada en el corazón de los franceses que, al divisar a los soldados, los refugiados pensaron que iban a librar batalla, que el alto mando había dado órdenes para que el ejército, todavía intacto, convergiera hacia el frente en pequeños grupos y por caminos apartados. Esa esperanza les dio ánimos. Los soldados no se mostraban muy locuaces. Casi todos estaban sombríos y taciturnos. Algunos dormían en el fondo de los camiones. Los carros de combate avanzaban pesadamente, camuflados con ramas y envueltos en polvo. Tras las hojas, agostadas por el ardiente sol, se veían rostros pálidos, chupados, con expresiones de cólera y agotamiento extremo.