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– Dios mío, ¿es una alerta?

– No, no, es el final -les respondían.

Y cinco minutos después volvía a oírse la débil sonería. La gente se lo tomaba a risa.

Allí todavía había tiendas abiertas, niñas jugando a la rayuela en la acera, perros correteando cerca de la vieja catedral. Nadie hacía caso de los aviones italianos y alemanes que sobrevolaban tranquilamente la ciudad. Habían acabado acostumbrándose a ellos.

De pronto, uno de ellos se separó de los demás y se lanzó en picado sobre la muchedumbre. «Se cae -pensó Jeanne, y luego-: Va a disparar, va a disparar, estamos perdidos…» Instintivamente se llevó las manos a la boca para ahogar un grito. Las bombas cayeron sobre la estación y un poco más allá, en las vías. Los cristales de la cubierta se derrumbaron, salieron despedidos hacia la plaza e hirieron y mataron a cuantos encontraron a su paso. Presas del pánico, algunas mujeres soltaban a sus hijos como si fueran molestos paquetes y salían huyendo. Otras los estrechaban contra su cuerpo con tanta fuerza que parecían querer meterlos de nuevo en su seno, como si ése fuera el único refugio seguro. Una desventurada rodó a los pies de Jeanne: era la mujer de las joyas artificiales. Refulgían en su cuello y sus dedos, mientras la sangre manaba de su destrozada cabeza. Aquella sangre caliente salpicó el vestido de Jeanne, sus medias y zapatos. Por suerte, no tuvo tiempo de contemplar los muertos que la rodeaban. Los heridos pedían auxilio entre los cascotes y los cristales rotos. Jeanne se unió a Maurice y otros hombres que intentaban retirar los escombros, pero era demasiado duro para ella. No les servía de ayuda. Entonces pensó en los niños que vagaban desorientados por la plaza, buscando a sus madres. Jeanne empezó a llamarlos, cogerlos de la mano y llevarlos aparte, bajo el pórtico de la catedral; luego volvía junto a la gente y, cuando veía a una mujer desesperada, chillando y corriendo de aquí para allá, con voz fuerte y templada, tan templada que a ella misma le sorprendía, le gritaba:

– ¡Los niños están en la puerta de la catedral! Vaya a buscar al suyo. ¡Quienes hayan perdido a sus hijos, que vayan a buscarlos a la catedral!

Las mujeres corrían hacia el templo. Unas lloraban, otras se echaban a reír, otras lanzaban una especie de aullido visceral, ahogado, que no se parecía a ningún otro grito. Los niños estaban mucho más tranquilos. Sus lágrimas se secaban rápidamente. Las madres se los llevaban apretándolos contra su pecho. Ninguna se detuvo a darle las gracias. Jeanne volvió a la plaza, donde le dijeron que la ciudad no había sufrido grandes daños, pero que un convoy sanitario había sido alcanzado por las bombas cuando entraba en la estación; no obstante, la línea de Tours seguía intacta. El tren se estaba formando en esos momentos y saldría al cabo de un cuarto de hora. Olvidándose de los muertos y los heridos, la gente se precipitaba hacia la estación agarrada a sus maletas y sombrereras, como náufragos a los salvavidas, y se disputaba los asientos. Los Michaud vieron las primeras camillas con soldados heridos. El caos les impidió acercarse y distinguir sus rostros. Los subían a camiones, a coches militares y civiles requisados a toda prisa. Jeanne vio a un oficial acercarse a un camión lleno de niños acompañados por un sacerdote.

– Lo siento mucho, padre -oyó decir al militar-, pero necesito el camión. Tenemos que llevar a los heridos a Blois. -El sacerdote hizo un gesto a los chicos, que empezaron a bajar-. Lo siento mucho, de verdad -repitió el oficial-. Supongo que es un colegio…

– Un orfanato.

– Haré que le devuelvan el camión, si encuentro gasolina.

Los muchachos, adolescentes de entre catorce y dieciocho años, cada cual con su pequeña maleta, bajaban y se agrupaban alrededor del sacerdote.

– ¿Vamos? -preguntó Maurice volviéndose hacia ella.

– Sí. Espera.

– ¿Para qué?

Jeanne trataba de ver las camillas que pasaban entre la muchedumbre. Pero había demasiada gente: no veía nada. A su lado, otra mujer se alzaba de puntillas, como ella. Movía los labios, pero no emitía ninguna palabra inteligible: rezaba o repetía un nombre. Miró a Jeanne.

– Siempre cree una que va a ver al suyo, ¿verdad? -le dijo, y soltó un leve suspiro.

En efecto, no había ninguna razón para que fuera el suyo, y no el de cualquier otra, quien apareciera de pronto ante sus ojos; el suyo, su Jean-Marie, su amor. ¿Estaría en algún sitio tranquilo?

Hasta las batallas más terribles dejan zonas intactas, preservadas entre barreras de llamas.

– ¿Sabe de dónde venía ese tren? -le preguntó Jeanne a su vecina.

– No.

– ¿Hay muchas víctimas?

– Dicen que hay dos vagones llenos de muertos.

Jeanne dejó de resistirse a su marido, que le tiraba de la mano. No sin dificultad, se abrieron paso hasta la estación. Tenían que ir sorteando morrillos, bloques de piedra y montones de cristales rotos. Al fin, consiguieron llegar al tercer andén, que estaba intacto. El tren de Tours, un correo de provincias negro y parsimonioso, esperaba la salida escupiendo humo.

13

Jean-Marie, herido dos días antes, iba en el tren bombardeado. Esta vez no había sufrido daños, pero el vagón en que viajaba estaba ardiendo. El esfuerzo para levantarse y llegar a la puerta hizo que se le reabriera la herida. Cuando lo recogieron y lo subieron al camión, estaba semiinconsciente. Iba tumbado en una camilla, pero la cabeza se le había deslizado fuera y, a cada sacudida del vehículo, golpeaba contra una caja vacía. Tres camiones llenos de soldados avanzaban lentamente en fila india por un camino bombardeado y apenas practicable. Los aviones enemigos sobrevolaban el convoy una y otra vez. Jean-Marie emergió fugazmente de su turbio delirio y pensó: «Las gallinas deben de sentirse como nosotros cuando vuela el gavilán…»

Confusamente, volvió a ver la granja de su nodriza, donde pasaba las vacaciones de Semana Santa cuando era niño. El corral estaba inundado de soclass="underline" los pollos picoteaban el grano y correteaban por los montones de ceniza; luego, la gran mano huesuda de la nodriza atrapaba uno, le ataba las patas, se lo llevaba y cinco minutos después… aquel chorro de sangre que escapaba con un débil y grotesco borboteo. Era la muerte… «A mí también me han atrapado y me han llevado… -pensó Jean-Marie-. Atrapado y llevado… Y mañana, cuando me arrojen a la fosa, desnudo y flaco, no tendré mejor pinta que un pollo.»

De pronto, su frente golpeó la caja con tal brusquedad que Jean-Marie soltó un débil quejido; ya no tenía fuerzas para gritar, pero bastó para llamar la atención del compañero que iba tumbado junto a él, con una herida en la pierna pero menos grave.

– ¿Qué pasa, Michaud? Michaud, ¿estás bien?

«Dame de beber y ponme la cabeza un poco mejor. Y espántame esta mosca de los ojos», quiso decir Jean-Marie, pero sólo murmuró:

– No… -Y cerró los ojos.

– Eso tuyo se arregla -gruñó el camarada.

En ese momento empezaron a caer bombas alrededor del convoy. Destruyeron un pequeño puente, cortando la carretera a Blois. Había que volver atrás y abrirse paso entre la riada de refugiados, o ir por Vendôme. No llegarían antes del anochecer.

«Pobres muchachos», pensó el médico militar mirando a Michaud, el herido más grave. Le puso una inyección. El convoy reanudó la marcha. Los dos camiones cargados de heridos leves subieron hacia Vendôme; el que llevaba a Jean-Marie tomó un camino que debía acortar el viaje varios kilómetros, pero no tardó en pararse. Se había quedado sin gasolina. El médico se puso a buscar una casa donde alojar a sus hombres. Allí estaban apartados de la desbandada; el río de vehículos discurría más abajo. Desde la colina a la que subió el oficial, en aquel suave y apacible crepúsculo de junio, de un violeta azulado, se veía una masa negra de la que escapaban los indistintos y discordantes sonidos de las bocinas, los gritos, las llamadas, un rumor sordo y siniestro que encogía el corazón.