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– Pero tú te has portado, Jules -le dijo a su hermano-. ¡Te aseguro que no te creía capaz de algo así!

– Cuando vi a Aline desmayada de hambre, y a esos cerdos cargados de botellas, de foie-gras y de todo, no sé qué me ha dado.

Aline, que parecía más tímida y más dulce, aventuró:

– Podríamos haberles pedido un poco, ¿no crees, Hortense?

Su marido y su cuñada se sulfuraron:

– ¡Sí, claro! ¡Ay, Dios mío, qué poco los conoces! Esos nos verían reventar como perros y se quedarían tan orondos… ¡Te lo digo yo, que los conozco bien! -gruñó Hortense-. Y éstos son los peores. Él iba por casa de la condesa Barral du Jeu, un vejestorio inaguantable; escribe libros y obras de teatro. Un chalado, según dice el chofer, y más tonto que hecho de encargo. -Hortense guardó el resto de las provisiones sin dejar de hablar. Sus gruesas manos se movían con extraordinaria rapidez y habilidad. Cuando acabó, cogió al bebé y le quitó los pañales-. ¡Pobrecito mío, qué viaje! ¡Ay, qué pronto va a saber éste lo que es la vida! Aunque tal vez sea lo mejor. A veces me alegro de haber tenido que bregar desde cría y saber servirme de las manos… ¡Los hay que no pueden decir tanto! ¿Te acuerdas, Jules? Cuando murió mamá yo tenía trece años, pero me echaba el bártulo de ropa a la espalda y me iba al lavadero hiciera el tiempo que hiciera… En invierno tenía que romper el hielo. ¡Cuántas veces habré llorado tapándome la cara con las manos agrietadas! Pero eso me enseñó a espabilarme y no tener miedo.

– Es verdad, tú no te acobardas por nada -reconoció Aline.

Una vez cambiado, lavado y secado el bebé, Aline se desabrochó la blusa y se lo puso contra el pecho. Su marido y su cuñada la miraban sonriendo.

– ¡Al menos mi pobre chiquitín tendrá algo que mamar! ¡Vamos!

El champán se les había subido a la cabeza y sentían una dulce embriaguez. Contemplaban el lejano incendio sumidos en el amodorramiento. A veces olvidaban por qué estaban en aquel extraño lugar, por qué habían abandonado su pisito junto a la Gare de Lyon, cogido la carretera, vagado por el bosque de Fontainebleau, robado a Corte. Todo se volvía oscuro y borroso, como en un sueño. La jaula colgaba de una rama baja y dieron de comer a los pájaros. Al marcharse, Hortense no se había olvidado de coger un paquete de alpiste. Se sacó unos azucarillos del fondo del bolsillo y los echó en una taza de café caliente: el termo había sobrevivido al accidente. Se la bebió sorbiendo, adelantando los gruesos labios y posando una mano sobre los opulentos pechos para no mancharse. De pronto, un rumor saltó de grupo en grupo:

– Los alemanes han entrado en París esta mañana.

Hortense dejó caer la taza, todavía medio llena. Su grueso rostro enrojeció aún más. Bajó la cabeza y se echó a llorar. Sus lágrimas, escasas y ardientes, eran las de una mujer dura que no solía compadecerse ni de sí misma ni de los demás. La embargaba un sentimiento de cólera, pena y vergüenza, tan violento que sentía un dolor físico, lancinante y agudo en la zona del corazón.

– Ya sabéis cuánto quiero a mi marido… -murmuró al fin-. Mi pobre Louis… Estamos los dos solos, y él trabaja, no bebe, no pendonea…: En fin, que nos queremos. No lo tengo más que a él, pero si me dijeran: no volverás a verlo, a estas horas está muerto, pero la victoria es nuestra… ¡Bueno, pues lo preferiría! Y no lo digo por decir, ¡eh! ¡Lo preferiría!

– ¡Ya lo creo! -dijo Aline buscando en vano una expresión más contundente-. Ya lo creo que es triste.

Jules callaba y pensaba en el brazo medio paralizado que le había permitido librarse del servicio militar y la guerra. «¡Qué suerte la mía!», se decía, al mismo tiempo que algo, no sabía qué, casi un remordimiento, lo desazonaba.

– En fin, es así. Es así y nosotros no podemos hacer nada -les dijo a las mujeres con expresión sombría.

Volvieron a hablar de Corte. Pensaban con satisfacción en la estupenda cena que habían disfrutado en su lugar. No obstante, ahora lo juzgaban con más benevolencia. Hortense, que en casa de la condesa Barral du Jeu había visto escritores, académicos y un día incluso a la condesa de Noailles, los hizo llorar de risa contándoles lo que sabía sobre ellos.

– No es que sean malos. Lo que pasa es que no conocen la vida -dijo Aline.

16

Los Péricand no habían encontrado alojamiento en la ciudad, pero en un pueblo cercano, dos viejas solteronas que vivían enfrente de la iglesia tenían una enorme habitación libre. Los niños, que se caían de sueño, se acostaron vestidos. Con voz angustiada, Jacqueline pidió que dejaran el cesto del gato a su lado. Se le había metido en la cabeza que se escaparía, que lo perderían, que lo olvidarían, que se moriría de hambre por los caminos. Introdujo la mano entre los barrotes del cesto, que formaban una especie de ventanilla por la que se veía un ojo verde y reluciente y unos largos bigotes erizados de cólera, y sólo entonces se quedó tranquila. Emmanuel lloraba, asustado en aquella habitación desconocida e inmensa, por la que las dos viejas solteronas revoloteaban como moscardones, gimoteando: «¡Cuándo se ha visto una cosa así! ¡Qué pena, Dios mío! Pobres criaturitas inocentes… Pobre angelito mío…» Tumbado boca arriba, Bernard las miraba con expresión seria y abstraída, chupando el azucarillo que llevaba desde hacía tres días en el bolsillo, donde el calor lo había fundido con una mina de lápiz, un sello usado y un trozo de cordel. La otra cama de la habitación estaba ocupada por el viejo señor Péricand. La señora Péricand, Hubert y los criados pasarían la noche en las sillas del comedor.

Por las ventanas abiertas se veía un pequeño jardín iluminado por la luna. Un apacible resplandor bañaba los aromáticos racimos de azucena y los plateados guijarros del sendero, por el que una gata avanzaba sigilosamente. En el comedor, los refugiados oían la radio junto con algunos vecinos del pueblo. Las mujeres lloraban. Los hombres bajaban la cabeza, silenciosos. No sentían desesperación propiamente dicha, sino más bien una especie de incapacidad para comprender, un estupor como el que, cuando estamos soñando, experimentamos en el momento en que las tinieblas de la inconsciencia van a disiparse, en que el día se acerca, en que lo presentimos, en que todo nuestro ser se dirige hacia la luz, en que pensamos: «No es más que una pesadilla, voy a despertar.» Permanecían inmóviles, con la cabeza vuelta para evitar los ojos de los demás. Cuando Hubert apagó la radio, todos los hombres se marcharon sin decir palabra. En el comedor sólo quedaba el grupo de mujeres. Se oían sus murmullos, sus suspiros; lloraban las desgracias de la Patria, a la que veían con los amados rasgos de los maridos y los hijos que seguían luchando. Su dolor era más visceral que el de sus compañeros, más simple y también más locuaz; lo aliviaban con recriminaciones y exclamaciones: «Tantos sufrimientos ¡para esto! Para acabar así… ¡Qué desgracia! Nos han traicionado, señora, se lo digo yo… Nos han vendido, y ahora el que sufre es el pobre…»

Hubert las escuchaba con el puño apretado y el corazón rabioso. ¿Qué hacía él allí? «Hatajo de viejas cotorras», se decía. ¡Ah, si tuviera un par de años más! En su espíritu, hasta entonces tierno y ligero, más joven que su edad, despertaban de pronto las pasiones y las torturas del hombre adulto: angustia patriótica, un ardiente deseo de sacrificio, vergüenza, dolor y cólera. Al fin, por primera vez en su vida, una aventura era lo bastante seria como para apelar a su responsabilidad, pensaba Hubert. No bastaba con llorar ni hablar de traición; él era un hombre. No tenía la edad legal para luchar, pero sabía que era más fuerte, más resistente al cansancio, más hábil, más listo que aquellos viejos de treinta y cinco y cuarenta años a los que habían mandado al frente, y además era libre. ¡A él no lo retenía ninguna familia, ningún amor!