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– ¡Oh, quiero ir! -murmuró-. ¡Quiero ir! -Corrió junto a su madre, la cogió de la mano y se la llevó aparte-. Madre, deme provisiones, mi jersey rojo que está en su bolso, y… un beso. Me voy -le dijo.

Se ahogaba. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Ella lo miró y comprendió.

– Vamos, hijo mío, no seas loco…

– Me voy, madre. No puedo quedarme aquí… Si tengo que quedarme aquí, como un inútil, con los brazos cruzados mientras… ¡Me moriré, me mataré! ¿No comprende que los alemanes llegarán, reclutarán a todos los chicos a la fuerza y los obligarán a luchar en su bando? ¡No quiero! Deje que me vaya.

Sin darse cuenta, Hubert fue levantando la voz y ahora estaba gritando, sin poder contenerse. Lo rodeaba un asustado grupo de temblorosas viejas; otro chico, apenas mayor que él, sobrino de las dueñas de la casa, sonrosado y rubio, de pelo rizado y grandes e ingenuos ojos azules, se había unido a él y repetía, con ligero acento meridional (sus padres eran funcionarios, y él había nacido en Tarascon):

– Claro que hay que irse, ¡y esta misma noche! Mira, no muy lejos de aquí, en el bosque de la Sainte, están las tropas… No tenemos más que coger las bicicletas y largarnos.

– René -gimieron sus tías abrazándose a él-. ¡René, niño mío, piensa en tu madre!

– Déjenme, tías, esto no es cosa de mujeres -respondió él rechazándolas, con el delicado rostro encendido de gozo: estaba orgulloso de lo bien que había hablado.

Miró a Hubert, que se había secado las lágrimas y estaba de pie ante la ventana, sombrío y resuelto. Se acercó a él y le susurró al oído:

– ¿Nos iremos?

– Por supuesto -musitó Hubert. Y tras una breve reflexión añadió-: Nos encontraremos a medianoche, a la salida del pueblo.

Los dos chicos se dieron la mano disimuladamente. A su alrededor, las mujeres hablaban todas a la vez, los conminaban a renunciar a su plan, a conservar para el futuro unas vidas tan valiosas, a tener piedad de sus padres… De pronto, en el piso de arriba, Jacqueline soltó un grito desgarrador:

– ¡Mamá! ¡Mamá, venga enseguida! ¡Se ha escapado Albert!

– ¿Albert, su otro hijo? ¡Ay, Dios mío! -exclamaron las solteronas.

– No, no; Albert es el gato -aclaró la señora Péricand, y le pareció que empezaba a volverse loca. Entretanto, unos estampidos sordos y violentos estremecían el aire: los cañones tronaban a lo lejos… ¡Estaban rodeados de peligros! Se dejó caer en una silla-. ¡Escúchame bien, Hubert! ¡En ausencia de tu padre, quien manda soy yo! Eres un niño, apenas tienes diecisiete años, tu deber es reservarte para el porvenir…

– ¿Para la próxima guerra?

– Para la próxima guerra -repitió maquinalmente la señora Péricand-. Mientras tanto, lo que tienes que hacer es callarte y obedecerme. ¡No te irás! ¡Si tuvieras un poco de corazón ni siquiera se te habría ocurrido una idea tan cruel, tan estúpida! ¿Quizá te parece que aún no soy lo bastante desgraciada? ¿No te das cuenta de que está todo perdido? ¿De que los alemanes están llegando y te matarán o te harán prisionero antes de que hayas recorrido cien metros? ¡Cállate! No pienso discutir contigo. ¡Si quieres salir de aquí, tendrás que pasar sobre mi cadáver!

– ¡Mamá, mamá! -clamaba Jacqueline-. ¡Quiero a Albert! ¡Que vayan a buscarlo! ¡Lo atraparán los alemanes! ¡Le dispararán, lo robarán, me lo quitarán! ¡Albert!¡Albert!¡Albert!

– ¡Cállate, Jacqueline! ¡Vas a despertar a tus hermanos!

Todas gritaban a la vez. Con labios temblorosos, Hubert se alejó de aquel caótico y desgreñado grupo de viejas. ¿Es que no entendían nada? La vida era shakesperiana, maravillosa y trágica, y ellas la degradaban sin motivo. El mundo se derrumbaba, ya no era más que escombros y ruinas, pero ellas no cambiaban. Criaturas inferiores, no tenían heroísmo ni grandeza, ni fe ni espíritu de sacrificio. Sólo sabían empequeñecer todo lo que tocaban, reducirlo a su medida. ¡Oh, Dios, ver a un hombre, estrechar la mano de un hombre! Aunque fuera a su padre, pensó, pero mejor a su querido hermano mayor, al buen, al gran Philippe. Necesitaba tanto la presencia de su hermano que los ojos volvieron a humedecérsele. El incesante fragor de los cañones lo inquietaba y lo excitaba; con el cuerpo sacudido por escalofríos, volvía bruscamente la cabeza a diestro y siniestro, como un potro asustado. Pero no tenía miedo. ¿Miedo, él? No, no tenía miedo. Aceptaba, acariciaba la idea de la muerte. Sería una muerte hermosa por una causa perdida. Mejor que pudrirse en las trincheras, como en el catorce. Ahora se luchaba a cielo abierto, bajo el hermoso sol de junio o en aquel resplandeciente claro de luna.

Su madre había subido a ver a Jacqueline, pero había tomado precauciones: cuando él quiso salir al jardín, se encontró la puerta cerrada con llave. La aporreó, la sacudió… Las dueñas, que se habían retirado a su habitación, protestaron:

– ¡Deje tranquila la puerta, señor! Es tarde. Estamos cansadas y tenemos sueño. Déjenos dormir. -Y una de ellas añadió-: Vaya a acostarse, jovencito.

– Jovencito… ¡Vieja chocha!

Su madre bajó.

– Jacqueline ha tenido una crisis nerviosa -le dijo-. Por suerte, llevo un frasco de flor de azahar en el bolso. ¡No te muerdas las uñas, por Dios! Me crispas los nervios, Hubert. Anda, siéntate en ese sillón y duerme un poco.

– No tengo sueño.

– Pues duerme igualmente -le ordenó ella con la misma voz imperiosa e impaciente que habría utilizado con Emmanuel.

Tragándose la rebeldía, Hubert se dejó caer en un viejo sillón de cretona que crujió bajo su peso. La señora Péricand alzó los ojos al cielo.

– ¡Mira que eres bruto, hijo mío! Vas a romper ese pobre sillón… ¡Estate quieto de una vez!

– Sí, madre -dijo él con voz sumisa.

– ¿A que no se te ha ocurrido sacar tu impermeable del coche?

– No, madre.

– ¡No piensas en nada!

– No lo necesito. Hace buen tiempo.

– Mañana puede llover.

La señora Péricand sacó la labor de su bolso. Las agujas empezaron a tintinear. Cuando él era pequeño, hacía punto a su lado durante las lecciones de piano. Hubert cerró los ojos y fingió dormir.

Al cabo de un rato, su madre se durmió de verdad. Sin pensárselo dos veces, el chico saltó por la ventana abierta, corrió hasta el cobertizo en que había guardado la bicicleta, entreabrió la puerta de la cerca sin hacer ruido y se deslizó fuera. Ahora todo el mundo dormía. El ruido de los cañones había cesado. Unos gatos maullaban en los tejados. La luna azuleaba las vidrieras de la hermosa iglesia, que se alzaba en mitad de un viejo y polvoriento paseo, donde los refugiados habían aparcado los coches. Los que no habían encontrado sitio en las casas dormían dentro de los vehículos o sobre la hierba. Sus pálidos rostros sudaban angustia; se los veía tensos y asustados incluso en pleno sueño. Sin embargo, dormían tan pesadamente que nada conseguiría despertarlos antes del amanecer. Saltaba a la vista. Podrían pasar del sueño a la muerte sin siquiera enterarse.

Hubert avanzó entre ellos, mirándolos con asombro y piedad. Él no se notaba cansado. Su sobreexcitada mente lo sostenía y arrastraba. Pensaba en su familia con pena y remordimientos. Pero esa pena y esos remordimientos multiplicaban su exaltación. No se lanzaba desnudo a la aventura; sacrificaba a su país no sólo su propia vida, sino también la de todos los suyos. Avanzaba al encuentro de su destino como un joven dios cargado de presentes. Al menos, así se veía él. Salió del pueblo, llegó al cerezo y se tumbó bajo las ramas. De pronto, una vibrante emoción hizo palpitar su corazón: pensaba en el nuevo compañero que iba a compartir con él la gloria y el peligro. Apenas lo conocía, pero se sentía unido a aquel muchacho rubio con una vehemencia y una ternura extraordinarias. Había oído contar que, en el norte, un regimiento alemán había tenido que cruzar un puente pasando por encima de los cadáveres de los compañeros muertos, y que lo habían hecho cantando: «Yo tenía un camarada…» Hubert lo comprendía, comprendía ese sentimiento de amor puro, casi salvaje. Inconscientemente, buscaba a alguien que sustituyera a Philippe, al que tanto quería y que se alejaba de él lenta pero implacablemente; demasiado serio, demasiado santo, pensaba Hubert, ya no tenía otro afecto, otra pasión que la de Cristo.