Durante los dos últimos años, Hubert se había sentido realmente solo, y para colmo sus compañeros de clase no eran más que brutos o esnobs. Por otra parte, casi sin saberlo, Hubert era sensible a la belleza física, y aquel René tenía cara de ángel. En fin, siguió esperándolo. Al menor ruido se estremecía y levantaba la cabeza. Eran las doce menos cinco. Pasó un caballo sin jinete. De vez en cuando ocurrían cosas así, extrañas apariciones que recordaban los desastres de la guerra; pero, por lo demás, todo estaba tranquilo. Arrancó una larga brizna de hierba y la mordisqueó; luego examinó el contenido de uno de sus bolsillos: un mendrugo de pan, una manzana, avellanas, un trozo de tarta desmigajado, una navaja, un ovillo de cordel y su pequeña libreta roja. En la primera página escribió: «Si muero, que avisen a mi padre, el señor Péricand, bulevar Delessert 18, París, o a mi madre…» También puso la dirección de Nimes. Después se acordó de que esa noche no había dicho sus oraciones. Se arrodilló en la hierba, las rezó y añadió un Credo especial por su familia. Se levantó soltando un profundo suspiro. Se sentía en paz con los hombres y con Dios. Mientras rezaba habían dado las doce. Había que estar listo para marcharse. La luna iluminaba la carretera. No se veía un alma. Hubert esperó pacientemente otra media hora; luego empezó a inquietarse. Dejó la bicicleta echada en la cuneta y avanzó hacia el pueblo al encuentro de René, pero no lo vio venir. Dio media vuelta, regresó al cerezo, siguió esperando y examinó el contenido del otro bolsillo: cigarrillos arrugados y dinero. Se fumó un pitillo sin disfrutarlo; todavía no se había acostumbrado al sabor del tabaco. Las manos le temblaban de nerviosismo. Arrancó unas flores y las arrojó al suelo. Era la una pasada. ¿Y si René…? No, no, nadie falta a su palabra de esa manera… Sus tías lo habrían retenido, encerrado quizá; aunque a él las precauciones de su madre no le habían impedido escapar. Su madre. Aún debía de estar durmiendo, pero no tardaría en despertarse y notar su ausencia. Lo buscarían por todas partes. No podía quedarse allí, tan cerca del pueblo. Pero ¿y si llegaba René? Esperaría hasta el amanecer y se iría en cuanto asomara el sol.
Los primeros rayos iluminaban la carretera cuando Hubert se puso en marcha. Se dirigió hacia el bosque de la Sainte, que cubría una colina. Subió por la ladera con precaución, empujando el manillar de la bicicleta y preparando el discurso que dirigiría a los soldados. Oyó voces, risas, el relincho de un caballo. Alguien gritó. Hubert se paró en seco y contuvo la respiración: habían hablado en alemán. Se escondió detrás de un árbol, vio un uniforme verde a unos pasos de él y, olvidándose de la bicicleta, echó a correr como una liebre. Al pie de la colina se equivocó de dirección, pero siguió corriendo en línea recta y acabó llegando al pueblo, que no reconoció. Volvió a la carretera principal y vio los coches de los refugiados pasar a toda velocidad. Uno (un enorme bólido gris) provocó que un camioncito volcase en la cuneta, pero se dio a la fuga sin que el conductor redujera la velocidad ni por un instante. Cuanto más avanzaba, más deprisa iba el torrente de vehículos, como en una película enloquecida, se dijo Hubert. Vio un camión lleno de soldados y les hizo gestos desesperados. Sin detenerse, alguien le aferró la mano, lo izó y lo dejó entre cañones camuflados con ramas y cajas de lonas.
– Quería avisarles… -jadeó Hubert-. He visto alemanes en un bosque muy cerca de aquí.
– Están por todas partes, chaval -respondió el soldado.
– ¿Puedo ir con ustedes? -preguntó Hubert tímidamente-. Quiero… -empezó, pero la emoción le quebró la voz-. Quiero combatir.
El soldado lo miró y no respondió. Parecía que ya nada que oyeran o vieran podía sorprender o conmover a aquellos hombres. Hubert se enteró de que por el camino habían recogido a una embarazada, a un niño herido en un bombardeo y abandonado o perdido, y a un perro con una pata rota. También comprendió que tenían intención de retrasar el avance enemigo e impedir, si podían, que cruzara el río.
«Yo no me separo de ellos -se dijo Hubert-. Ahora ya está, me he metido en el fregado.»
La creciente ola de refugiados rodeaba el camión y obstaculizaba su marcha. Había momentos en que era imposible avanzar. Los soldados se cruzaban de brazos y esperaban a que los dejaran pasar. Hubert iba sentado en la parte posterior, con las piernas colgando fuera. Un extraordinario tumulto, una confusión de ideas y pasiones se agitaba en su interior, pero lo que dominaba en su corazón era el desprecio que le inspiraba toda la humanidad. Era una sensación casi física: unos meses antes, unos camaradas le habían hecho beber por primera vez en su vida, y ahora volvía a tener aquel horrible regusto a ceniza y hiel que deja en la boca el mal vino. ¡Había sido un niño tan bueno! A sus ojos, el mundo era simple y hermoso, y los hombres, dignos de respeto. Los hombres… ¡Una manada de animales salvajes y cobardes! Ese René, que lo había incitado a huir y luego se había quedado durmiendo tan pancho en su cama, mientras Francia se desangraba… Aquella gente que negaba un vaso de agua o una cama a los refugiados, los que se hacían pagar los huevos a precio de oro, los que llenaban el coche de maletas, de paquetes, de comida, hasta de muebles, y respondían a una mujer muerta de cansancio: «No podemos llevarla. Ya ve que no hay sitio…» Aquellas maletas de cuero leonado y aquellas mujeres maquilladas en un camión lleno de oficiales… Tanto egoísmo, tanta cobardía, tanta crueldad feroz y vana le revolvían el estómago. Y lo peor era que no podía soslayar los sacrificios, el heroísmo y la bondad de unos pocos. Philippe, por ejemplo, era un santo, y aquellos soldados que no habían comido ni bebido (el oficial de intendencia se había marchado por la mañana y no había regresado a tiempo) pero que aun así iban a luchar por una causa desesperada eran héroes. Entre los hombres existía el coraje, la abnegación, el amor, pero hasta eso era espantoso: los buenos parecían predestinados. Philippe lo explicaba a su manera. Cuando hablaba, parecía iluminarse y arder a la vez, como alumbrado por un fuego muy puro; pero Hubert atravesaba una crisis de fe religiosa y Philippe estaba lejos. El absurdo y repulsivo mundo exterior tenía los colores del infierno, un infierno al que Jesús jamás volvería a descender, «porque lo harían pedazos», se dijo Hubert.
El convoy fue ametrallado varias veces. La muerte planeaba en el cielo y, de pronto, se precipitaba, se lanzaba en picado desde las alturas con las alas desplegadas y el pico de acero dirigido hacia aquella larga y temblorosa hilera de insectos negros que se arrastraba por la carretera. Todo el mundo se arrojaba al suelo. Las mujeres se echaban encima de sus hijos para protegerlos con el cuerpo. Cuando cesaba el fuego, la muchedumbre estaba surcada por largos y estrechos claros, como los que forma el viento en los trigales o los árboles talados en un bosque. Tras unos instantes de silencio, empezaban a oírse llamadas y gemidos que parecían responderse, gemidos que nadie escuchaba, llamadas lanzadas en vano…
La gente volvía a subirse a los coches detenidos al borde del camino y reanudaba la marcha, pero algunos vehículos se quedaban allí, abandonados, con las puertas abiertas y el equipaje atado al techo, en algunos casos con una rueda en la cuneta debido a la precipitación del conductor por huir y ponerse a cubierto. Pero ya no volvería. En el interior de los coches, entre los paquetes olvidados, a veces se veía un perro tirando de su correa y gañendo quejumbrosamente, o un gato maullando desesperado dentro de su cesta.