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– ¡Volvamos, corre!

– Pero ¡van a volar el puente! -gritó él.

La agarró de la mano y la arrastró hacia delante. De pronto se le ocurrió la idea, extraña, súbita y deslumbrante como un relámpago, de que corrían hacia la muerte. Atrajo hacia sí a Florence, la obligó a agachar la cabeza para ocultársela bajo su abrigo, como quien le venda los ojos a un condenado, y, tropezando y jadeando, llevándola casi en vilo, recorrió los escasos metros que los separaban de la otra orilla. Aunque le parecía que el corazón le golpeaba el pecho como el badajo de una campana, en realidad no tenía miedo. Deseaba salvarle la vida a Florence con un ansia salvaje. Confiaba en algo invisible, en una mano protectora tendida hacia él, hacia él, un ser débil, miserable, pequeño, tan pequeño que el destino se apiadaría de él como la tempestad de una brizna de paja. Cruzaron el puente, pasaron casi rozando a los alemanes en su carrera y dejaron atrás las ametralladoras y los uniformes verdes. La carretera estaba despejada y la muerte quedaba atrás, y de pronto, allí mismo, a la entrada de un pequeño camino forestal, distinguieron -sí, no se equivocaban, lo habían reconocido de inmediato- su coche, con sus fieles criados, que estaban esperándolos. Florence sólo pudo gemir:

– ¡Julie! ¡Alabado sea Dios, Julie!

Las voces del chofer y la doncella llegaron a los oídos de Gabriel como esos sordos y extraños sonidos que atraviesan a medias la bruma de un desvanecimiento. Florence se echó a llorar. Con lentitud, con incredulidad, con eclipses de lucidez, Corte comprendió penosa y gradualmente que le devolvían el coche, que le devolvían los manuscritos, que había vuelto a la vida, que ya nunca volvería a ser un hombre corriente, desesperado, hambriento, a un tiempo cobarde y arrojado, sino un ser privilegiado y protegido de todo maclass="underline" ¡Gabriel Corte!

18

Al fin, el lunes 17 de junio a mediodía, Hubert llegó a orillas del Allier con los soldados que lo habían recogido en la carretera. Por el camino se les habían unido voluntarios: guardias móviles, senegaleses, militares que intentaban en vano reconstituir sus desbaratadas compañías aferrándose a cualquier núcleo de resistencia con desesperado coraje, y chicos como Hubert Péricand, que habían quedado separados de sus familias durante el éxodo o se habían fugado durante la noche para «unirse a las tropas», frase mágica que circulaba de pueblo en pueblo, de granja en granja. «Vamos a unirnos a las tropas, a escapar de los alemanes y reagruparnos al otro lado del Loira», repetían bocas de dieciséis años. Aquellos chicos llevaban un hatillo a la espalda (las sobras de la merienda del día anterior envueltas a toda prisa en un jersey y una camisa por una madre deshecha en llanto), tenían rostros sonrosados y redondos, los dedos manchados de tinta y voces que estaban mudando. Tres de ellos iban acompañados por sus padres, veteranos del catorce que, debido a su edad, sus viejas heridas y su situación familiar, habían permanecido al margen de los combates desde septiembre. El jefe de batallón instaló su puesto de mando bajo un puente de piedra cercano al paso a nivel. Hubert contó casi doscientos hombres en el camino y la orilla del río. En su inexperiencia, creyó que ahora el enemigo tenía enfrente a un poderoso ejército. Vio colocar toneladas de melinita en el puente de piedra; lo que ignoraba era que no habían conseguido encontrar cordón Pickford para la mecha. Los soldados trabajaban en silencio o dormían tumbados en el suelo. Llevaban todo un día sin comer. Al atardecer repartieron botellas de cerveza. Hubert no tenía hambre, pero la cerveza rubia, con su sabor amargo y su suave espuma, le proporcionó una sensación de bienestar. Le hacía falta para animarse porque, de momento, allí nadie parecía necesitarlo. Iba de soldado en soldado ofreciendo tímidamente sus servicios, pero no le respondían, ni siquiera lo miraban. Vio a dos hombres llevando paja y haces de leña hacia el puente, y a otro empujando un barril de alquitrán. Hubert cogió un enorme haz de leña, pero con tanta torpeza que se clavó las astillas y tuvo que ahogar una exclamación de dolor. Pensaba que nadie lo había oído, pero instantes después creyó morirse de vergüenza cuando, al soltar su carga a la entrada del puente, uno de los hombres le gritó:

– ¿Qué coño haces ahí? ¿No ves que estorbas? ¿No lo ves?

Hubert, herido en lo más vivo, se alejó. De pie, inmóvil en el camino de Saint-Pourçain, frente al Allier, vio finalizar un trabajo que le resultaba incomprensible: la paja y la leña, rociadas con alquitrán, estaban amontonadas en el puente, junto a un bidón de cincuenta litros de gasolina; aquella barrera debía detener al enemigo hasta que un cañón de 75 mm. consiguiera hacer explotar la melinita.

El resto del día pasó de un modo parecido, igual que la noche y toda la mañana siguiente: horas vacías, extrañas, incoherentes como un sueño febril. Sin nada para comer o beber. Hasta los muchachos campesinos empezaban a perder sus saludables colores y, demacrados por el hambre, cubiertos de polvo, con el pelo revuelto y los ojos brillantes, parecían más viejos, mayores, adultos de aspecto tozudo, dolorido y duro.

Eran las dos de la tarde cuando en la orilla opuesta aparecieron los primeros alemanes. Se trataba de la columna motorizada que había atravesado Paray-le-Monial esa misma mañana. Boquiabierto, Hubert los vio lanzarse hacia el puente a una velocidad inaudita, como un salvaje y belicoso relámpago que fulgurara en la paz del campo. No fue más que un instante: un cañonazo hizo explotar los barriles de melinita que formaban la barricada. Los pedazos del puente, los vehículos y sus ocupantes cayeron al Allier. Hubert vio a los soldados franceses abalanzarse a la carrera.

«¡Ya está, nos lanzamos al ataque!», pensó, con carne de gallina y la garganta seca, como cuando era niño y oía los primeros acordes de una banda militar. También echó a correr, pero tropezó en la paja y los haces de leña que los soldados estaban encendiendo en esos momentos. El negro humo del alquitrán le anegó la boca y las fosas nasales. Tras aquella cortina protectora, las ametralladoras trataban de detener los tanques alemanes. Ahogándose, tosiendo y estornudando, Hubert retrocedió unos metros a cuatro patas. Estaba desesperado. No tenía arma. No hacía nada. Los demás luchaban y él estaba de brazos cruzados, inmóvil, pasivo. Se consoló un poco pensando que a su alrededor los hombres se limitaban a protegerse del fuego enemigo sin responder. Lo atribuyó a complejas razones tácticas, hasta el momento en que comprendió que apenas tenían municiones. «No obstante -se dijo-, si nos han ordenado quedarnos aquí es porque somos necesarios, porque somos útiles, porque tal vez protegemos al grueso de nuestro ejército.» Hubert esperaba ver aparecer refuerzos avanzando hacia ellos por el camino de Saint-Pourçain al grito de «¡Aquí estamos, chicos, no os preocupéis! ¡Ya los tenemos!», o cualquier otra frase guerrera. Pero no venía nadie. Junto a él vio a un hombre con la cabeza ensangrentada que vacilaba como un borracho y que acabó derrumbándose sobre un arbusto, donde quedó sentado entre las ramas en una postura extraña e incómoda, con las rodillas dobladas bajo el cuerpo y la barbilla hundida en el pecho.

– ¡Ni médico, ni enfermeros ni ambulancia! -oyó exclamar con cólera a un oficial-. ¿Qué queréis que haga?

– Hay uno herido en el jardín de las oficinas municipales -informó alguien.

– ¿Y qué queréis que haga, Dios mío? -repitió el oficial-. Dejadlo allí.

Los obuses habían incendiado parte de la ciudad. Bajo la espléndida luz de junio, las llamas tenían un color transparente y rosado, y una larga columna de humo ascendía al cielo formando un penacho atravesado por los rayos del sol, que arrancaban reflejos al azufre y las cenizas.