– Se van -le dijo un soldado a Hubert señalándole a los hombres de las ametralladoras, que estaban retrocediendo.
– ¿Por qué? -exclamó el chico, consternado-. ¿Es que no van a seguir luchando?
– ¿Con qué?
«Es un desastre -pensó Hubert, anonadado-. ¡Es la derrota! Estoy asistiendo a una gran derrota, peor que la de Waterloo. Estamos perdidos, no volveré a ver a mamá ni a ninguno de los míos. Voy a morir.»
Se sentía perdido, indiferente a todo, en un espantoso estado de agotamiento y desesperación. No oyó la orden de retirada. Vio que los hombres corrían bajo las balas enemigas, los imitó y saltó la cerca de un jardín en el que había un cochecito de niño abandonado. Pero la batalla no había terminado. Sin tanques, sin artillería, sin municiones, un puñado de hombres seguía defendiendo unos metros cuadrados de tierra, una cabeza de puente, mientras los alemanes, victoriosos, cerraban el cerco sobre Francia. De pronto, Hubert sintió un desesperado arranque de valor, muy parecido a un ataque de locura. Se dijo que estaba huyendo, cuando su deber era volver a la primera línea, adonde estaban aquellos fusiles ametralladores que aún oía responder obstinadamente a las ametralladoras alemanas, y morir con aquellos valientes. De nuevo, desafiando la muerte a cada paso, atravesó el jardín, pisoteando juguetes abandonados. ¿Dónde estaban los dueños de aquella casa? ¿Habían huido? Saltó la puerta metálica bajo una ráfaga de ametralladora y, milagrosamente ileso, cayó a la carretera y volvió a reptar, con las manos y las rodillas ensangrentadas, en dirección al río. No consiguió llegar. De pronto, cuando estaba a medio camino, todo el fragor se interrumpió. Hubert advirtió que era de noche y comprendió que debía de haberse desmayado de agotamiento. Aquel súbito silencio le había hecho volver en sí. Se incorporó aturdido. La cabeza le resonaba como una campana. Una luna radiante iluminaba la carretera, pero él permanecía oculto en la franja de sombra que arrojaba un árbol. El barrio de Villars seguía ardiendo, pero las armas habían callado.
Temiendo topar con los alemanes, Hubert abandonó la carretera y se internó en un bosquecillo. De vez en cuando se detenía y se preguntaba adónde iba. Al día siguiente, las columnas motorizadas que habían invadido la mitad de Francia en cinco días estarían sin duda en la frontera de Italia, de Suiza, de España… No podría eludirlas. Había olvidado que no llevaba uniforme, que nada indicaba que acababa de participar en una batalla. Estaba seguro de que lo harían prisionero. Huía obedeciendo el mismo instinto que lo había llevado al escenario de los combates y ahora lo empujaba a alejarse de aquellos incendios, de aquellos puentes destruidos, de aquella pesadilla en la que, por primera vez en su vida, había visto muertos con sus propios ojos. Febrilmente, trataba de calcular cuánto avanzarían los alemanes hasta la mañana siguiente. Veía ciudades cayendo una tras otra, soldados vencidos, armas tiradas, camiones abandonados en la carretera por falta de gasolina, los tanques y cañones anticarro cuyas reproducciones tanto había admirado, y todo el botín caído en manos del enemigo. Temblaba, lloraba avanzando a gatas por aquel campo iluminado por la luna y, sin embargo, todavía no creía en la derrota, del mismo modo que cualquier ser joven y rebosante de salud rechaza la idea de la muerte. No muy lejos de allí, los soldados se reunirían, se reagruparían, volverían a luchar, y él con ellos. Y él… con ellos… «Pero ¿qué he hecho yo? -se preguntó de pronto-. No he disparado ni un solo tiro. -Se sintió tan avergonzado de sí mismo que por las mejillas volvieron a resbalarle quemantes y dolorosas lágrimas-. No es culpa mía, no tenía armas, no tenía más que las manos…» De repente, volvió a verse tratando en vano de arrastrar el haz de leña hacia el río. No, ni de eso había sido capaz, él, que habría querido correr hacia el puente, arrastrar tras de sí a los soldados, lanzarse contra los tanques enemigos, morir gritando «¡Viva Francia!»… Estaba ebrio de fatiga y desesperación. De vez en cuando lo asaltaban ideas de una extraña madurez: reflexionaba sobre el desastre, sobre sus causas profundas, sobre el futuro, sobre la muerte. Luego pensaba en sí mismo, se preguntaba qué sería de él, y poco a poco iba recuperando la conciencia de la realidad:
– ¡La bronca que te va a echar mamá va a ser de aúpa, amiguito! -murmuró, y por unos instantes su pálido y tenso rostro, que parecía haber envejecido y adelgazado en dos días, volvió a iluminarse con la ingenua y ancha sonrisa del niño.
Entre dos campos vio un angosto sendero que se alejaba de las casas. Allí nada recordaba la guerra. Una fuente murmuraba, un ruiseñor cantaba, una campana daba la hora, en todos los setos había flores, y frescas hojas verdes en todos los árboles. Desde que se había refrescado las manos y la boca, desde que había bebido agua en un arroyo ahuecando las palmas, se sentía mucho mejor. Buscó fruta en las ramas desesperadamente. Sabía que no era la época, pero estaba en la edad en que aún se cree en los milagros. Al final del sendero volvió a encontrar la carretera. «Cressange, 22 Km.», leyó en un mojón, y se detuvo, perplejo. Luego vio una granja y, tras mucho dudarlo, se acercó y llamó a la puerta de la vivienda. Oyó pasos en el interior. Preguntaron quién era. Al oír que se había perdido y tenía hambre, lo dejaron pasar. Dentro había tres soldados franceses durmiendo. Los reconoció. Habían participado en la defensa del puente de Moulins. Ahora roncaban tumbados en sendos bancos, con los demacrados y sucios rostros boca arriba, como los muertos. Los velaba una mujer que hacía punto; la madeja de lana rodaba por el suelo, perseguida por un gato. La escena le resultó tan familiar y al mismo tiempo tan extraña, después de todo lo que había visto en los últimos ocho días, que le flaquearon las piernas y tuvo que sentarse. Sobre la mesa vio los cascos de los soldados, cubiertos con hojas para evitar que brillaran a la luz de la luna.
En ese momento, uno de ellos despertó, se incorporó y se quedó apoyado en un codo.
– ¿Has visto a alguno, chaval?
Hubert comprendió que se refería a los alemanes.
– No, no -se apresuró a responder-. Ni uno desde Moulins.
– Se ve que ya ni siquiera cogen prisioneros -dijo el soldado-. Tienen demasiados. Los desarman y luego los mandan a hacer puñetas.
– Se ve que sí -dijo la mujer.
Volvió a hacerse el silencio. Hubert comió: le habían servido un plato de sopa y un trozo de queso. Cuando acabó, miró al soldado y le preguntó:
– ¿Qué piensan hacer ahora?
Uno de sus compañeros había abierto los ojos. Los dos hombres empezaron a discutir. Uno quería ir a Cressange; el otro, angustiado, lanzaba alrededor miradas medrosas e inquietas de pájaro asombrado.
– ¿Para qué? Están en todas partes, en todas… -decía. Realmente, le parecía estar viendo a los alemanes alrededor de él, a punto de cogerlo. De vez en cuando, soltaba una especie de risa entrecortada y amarga-. ¡Dios mío! Haber estado en la del catorce y ver esto…
La mujer tejía plácidamente. Era muy vieja y llevaba un gorro blanco acanalado.
– Yo viví la del setenta. Así que… -murmuró.
Hubert los escuchaba y contemplaba con estupefacción. Le parecían casi irreales, semejantes a fantasmas, a quejumbrosas sombras surgidas de las páginas de su Historia de Francia. ¡Dios mío! El presente y sus desastres valían más que esas glorias muertas y ese olor a sangre que ascendía del pasado. Hubert tomó un café muy cargado y muy caliente y una copita de orujo, le dio las gracias a la anciana, se despidió de los soldados y se puso en camino, decidido a llegar a Cressange a la mañana siguiente. Una vez allí, tal vez pudiera ponerse en contacto con su familia y tranquilizarlos respecto a su situación. Caminó toda la noche y, a las ocho de la mañana, llegó a un pueblecito a unos kilómetros de Cressange, de cuya fonda salía un delicioso aroma a café y pan recién hecho. Hubert comprendió que no conseguiría llegar más lejos, que sus pies se negaban a continuar. Entró en el salón de la fonda, que estaba llena de refugiados. Preguntó si había habitación. No supieron responderle. Le dijeron que la dueña había salido a buscar comida para aquel ejército de muertos de hambre, pero no tardaría en regresar. Volvió a la calle y, en una ventana del primer piso, vio a una mujer que se estaba maquillando. De pronto, el pintalabios se le escapó de la mano y fue a caer a los pies de Hubert, que se apresuró a recogerlo. Ella se asomó y le sonrió.