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– ¿Y ahora cómo lo recupero? -le preguntó y, sacando el cuerpo fuera de la ventana, extendió hacia él un brazo desnudo y pálido.

El sol arrancaba diminutos destellos a la pintura de sus uñas, que brillaban en los ojos del chico. Aquella carne lechosa y aquella cabellera pelirroja lo encandilaron como una potente luz.

Hubert bajó la cabeza y balbuceó:

– Puedo… puedo subírselo, señora.

– Sí, por favor -dijo ella, y volvió a sonreírle.

Hubert entró en la fonda, cruzó el bar, subió una escalera estrecha y oscura y vio una puerta abierta. La habitación parecía rosa. Efectivamente, el sol atravesaba una humilde cortina roja y llenaba el espacio de una cálida y palpitante penumbra, encarnada como un rosal en flor. La mujer lo invitó a entrar; se estaba limando las uñas. Cogió el pintalabios que le tendía Hubert y lo miró.

– Pero… ¡te vas a desmayar!

Hubert sintió que lo cogía de la mano, lo ayudaba a dar los dos pasos que lo separaban del sillón, le ponía un cojín bajo la nuca… No perdió el conocimiento, pero el corazón le latía con fuerza. Todo daba vueltas a su alrededor como en un mareo, y olas heladas y ardientes lo inundaban alternativamente. Estaba cohibido, pero bastante orgulloso de sí mismo.

– ¿Cansado? ¿Hambre? ¿Qué le pasa a mi pobre muchacho? -preguntó ella.

Hubert exageró aún más el temblor de su voz para responder:

– No es nada. Es que… he venido andando desde Moulins, donde hemos defendido el puente.

Ella lo miró sorprendida.

– Pero ¿cuántos años tienes?

– Dieciocho.

– ¿No eres soldado?

– No; viajaba con mi familia. La dejé para unirme a las tropas.

– Pero… eso está muy bien.

Empleó el tono de admiración que esperaba Hubert, pero, sin saber por qué, su mirada lo hizo enrojecer. De cerca ya no parecía tan joven. Su rostro, ligeramente maquillado, estaba surcado de pequeñas arrugas. Era esbelta y elegante, y tenía unas piernas estupendas.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó la mujer.

– Hubert Péricand.

– ¿No hay un Péricand conservador del Museo de Bellas Artes?

– Es mi padre, señora.

Mientras hablaban, la mujer se había levantado y estaba sirviéndole café. Acababa de desayunar, y la bandeja con la cafetera medio llena, la jarrita de leche y las tostadas seguía sobre la mesa.

– No está muy caliente -le dijo-, pero igual tómalo, te sentará bien. -Hubert obedeció-. Con todos esos refugiados, hay tal barullo ahí abajo que no vendría nadie aunque me pasara todo el día llamando. Vienes de París, ¿verdad?

– Sí. ¿Usted también, señora?

– Sí. Pasé por Tours, donde me bombardearon. Ahora quiero llegar a Burdeos. Supongo que habrán evacuado la ópera allí.

– ¿Es usted actriz, señora? -preguntó Hubert respetuosamente.

– Bailarina. Arlette Corail. -Hubert sólo había visto bailarinas en el escenario del Châtelet. Instintivamente, la mirada del muchacho se dirigió con curiosidad y deseo hacia sus finos tobillos y musculosas pantorrillas, enfundados en lustrosas medias. Estaba azorado. Un mechón rubio le cayó sobre los ojos. La mujer se lo retiró con suavidad-. ¿Y ahora adónde te diriges?

– No lo sé. Mi familia se quedó en un pueblecito que está a unos treinta kilómetros de aquí. Me gustaría reunirme con ellos, pero los alemanes ya habrán llegado allí.

– Aquí los esperan de un momento a otro.

– ¿Aquí? -Alarmado, Hubert dio un respingo y se levantó para huir, pero la mujer lo retuvo, riendo.

– Pero ¿qué crees que te van a hacer? No eres más que un chico…

– Aun así he luchado… -protestó él, herido.

– Sí, claro que sí, pero nadie va a ir a contárselo, ¿verdad? -La bailarina pareció reflexionar y su entrecejo se arrugó ligeramente-. Mira, te diré lo que haremos. Bajaré y pediré una habitación para ti. Aquí me conocen. Es una fonda muy pequeña, pero cocinan de maravilla, y he pasado aquí más de un fin de semana. Te darán la habitación de su hijo, que está en el frente. Descansarás uno o dos días y podrás avisar a tus padres.

– No sé cómo agradecérselo… -murmuró él.

La bailarina lo dejó solo. Cuando volvió, pasados apenas unos minutos, Hubert estaba profundamente dormido. Arlette le levantó suavemente la cabeza y le rodeó con los brazos los anchos hombros y el pecho, que se alzaba pausadamente. Luego lo contempló, volvió a arreglarle los dorados mechones que le caían desordenadamente sobre la frente, lo contempló de nuevo con expresión soñadora y ávida, como una gata acechando a un pajarillo, y murmuró:

– No está mal el muchacho…

19

El pueblo esperaba a los alemanes. A algunos, la idea de ver por primera vez a sus vencedores les hacía sentir vergüenza y desesperación; a otros, angustia, y a la mayoría sólo una mezcla de miedo y curiosidad, como el anuncio de un espectáculo novedoso. Los funcionarios, los gendarmes y los empleados de correos habían recibido la orden de marcharse el día anterior. El alcalde se había quedado. Era un viejo campesino gotoso y tranquilo que no se inmutaba por nada. Si el pueblo hubiese estado sin jefe no le habría ido mucho peor. A mediodía, unos viajeros llegaron con la noticia del armisticio al bullicioso comedor donde Arlette Corail estaba acabando de desayunar. Las mujeres se echaron a llorar. Se decía que la situación era confusa, que en algunos sitios los soldados seguían resistiendo, que algunos civiles se habían unido a ellos. Los presentes coincidieron en censurarlo: todo estaba perdido, ya sólo quedaba ceder. Todo el mundo hablaba a la vez. El aire era irrespirable. Arlette apartó el plato y salió al pequeño jardín de la fonda. Había cogido cigarrillos, una tumbona y un libro. Tras abandonar París hacía una semana en un estado de pánico que rayaba en la locura y sortear innegables peligros, volvía a sentirse fría y tranquila. Además, estaba convencida de que saldría adelante siempre y en cualquier lugar, y de que poseía auténtico talento para rodearse del máximo de comodidad y bienestar en cualquier circunstancia. Esa flexibilidad, esa lucidez, esa indiferencia, eran cualidades que le habían sido de enorme utilidad en su carrera profesional y su vida sentimental, pero hasta entonces no había comprendido que también podían servirle en la vida cotidiana o en circunstancias excepcionales.

Ahora, cuando pensaba que había implorado la protección de Corbin, sonreía de piedad. Habían llegado a Tours justo a tiempo para que los bombardearan; la maleta que contenía los efectos personales de Corbin y los documentos del banco había quedado sepultada bajo los escombros; ella, en cambio, había sobrevivido al desastre sin perder un solo pañuelo, un solo estuche de maquillaje, un solo par de zapatos. Había visto a Corbin muerto de miedo y se decía con malicia que le recordaría esos instantes a menudo. Aún le parecía estar viéndolo con la mandíbula caída, como los muertos; daban ganas de ponerle una barbillera para sujetársela. Penoso. Dejándolo en medio del caos y el espantoso tumulto de Tours, Arlette había cogido el coche, conseguido gasolina y desaparecido. Llevaba dos días en aquel pueblo, donde había comido y dormido a sus anchas, mientras una muchedumbre lamentable acampaba en los graneros y en la misma plaza. Incluso se había dado el lujo de mostrarse caritativa, cediéndole la habitación a aquel chico encantador, el joven Péricand… ¿Péricand? Una familia burguesa, chapada a la antigua, respetable, muy rica y con inmejorables relaciones en el mundo oficial, de los ministrables y los grandes industriales, gracias a su parentesco con los Maltête, esa gente de Lyon… Relaciones… La bailarina soltó un leve suspiro de irritación pensando en todo lo que de ahora en adelante habría que revisar a ese respecto y en todo el empeño que había puesto no hacía mucho en seducir a Gérard Salomon-Worms, el cuñado del conde de Furières. Conquista totalmente inútil, en la que había malgastado tiempo y energías.