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Frunció levemente el entrecejo y se miró las uñas. La contemplación de aquellos diez diminutos y brillantes espejos parecía predisponerla a las especulaciones abstractas. Sus amantes sabían que, cuando se miraba las manos con esa expresión cavilosa y malévola, siempre acababa expresando su opinión sobre cosas como la política, el arte, la literatura o la moda, y, por lo general, su opinión era perspicaz y justa. Durante unos instantes, en aquel florido jardín se imaginó su futuro, mientras los abejorros asediaban un arbusto cuajado de campanillas violáceas. Llegó a la conclusión de que para ella no cambiaría nada. Su fortuna consistía en joyas (que no harían sino aumentar de valor) y tierras (había hecho varias compras acertadas en el sur antes de la guerra). Además, todo eso era accesorio. Sus principales posesiones eran sus piernas, su cintura y su talento para las intrigas, y sobre eso sólo pesaba la amenaza del tiempo. Que, por otro lado, era el punto negro… Se recordó su edad y, acto seguido, como quien toca un amuleto para ahuyentar la mala suerte, sacó el espejito de su bolso y se estudió el rostro detenidamente. Una desagradable idea acudió a su mente: su maquillaje norteamericano era insustituible, pero en unas semanas ya no podría conseguirlo fácilmente. Eso la puso de mal humor. ¡Bah, las cosas cambiarían en la superficie y seguirían igual en el fondo! Habría nuevos ricos, como al día siguiente de cualquier desastre; hombres dispuestos a pagar caros sus placeres, porque habían obtenido su riqueza sin esfuerzo, y el amor seguiría siendo lo de siempre. Pero, por Dios, ¡que aquel caos acabara cuanto antes! Que se implantara un estilo de vida, fuera el que fuese; puede que todo aquello, aquella guerra, las revoluciones, los grandes acontecimientos de la Historia, excitara a los hombres, pero para las mujeres… ¡Ah, para las mujeres sólo era un fastidio! Estaba segura de que, a ese respecto, todas pensaban como ella: ¿las grandes palabras, los grandes sentimientos? Una monserga, un tostón como para aburrir hasta las piedras. Ah, los hombres… Había cosas en las que aquellos seres tan simples resultaban incomprensibles. Pero las mujeres estaban curadas durante al menos cincuenta años de todo lo que no fuera la vida cotidiana, las cosas tangibles…

Arlette levantó la mirada y vio a la mesonera asomada a la ventana, mirando a lo lejos.

– ¿Ocurre algo, señora Goulot? -le preguntó.

– Son ellos, señorita… -respondió la mujer con voz solemne y temblorosa-. Están llegando…

– ¿Los alemanes?

– Sí.

La bailarina hizo amago de levantarse para ir hasta la cerca, desde la que se veía la calle, pero le dio miedo que le quitaran la hamaca y su sitio a la sombra, y se quedó donde estaba.

Lo que llegaba no eran los alemanes, sino un alemán. El primero. Tras las puertas cerradas, por las rendijas de las persianas medio bajadas o los ventanucos de los graneros, todo el pueblo lo vio acercarse. Detuvo la motocicleta en la plaza desierta. Llevaba guantes, un uniforme verde y un casco bajo cuya visera pudo verse, cuando alzó la cabeza, un rostro fino y sonrosado, casi infantil.

– ¡Qué joven es! -murmuraron las mujeres, que, sin ser plenamente conscientes, esperaban alguna visión del Apocalipsis, un extraño y horripilante monstruo.

El alemán miraba alrededor buscando a alguien. De pronto, el estanquero, que había participado en la guerra del catorce y llevaba una cruz de guerra y una medalla militar en la solapa de su vieja chaqueta gris, salió de su establecimiento y avanzó hacia el enemigo. Por unos instantes, los dos hombres permanecieron inmóviles, frente a frente, sin decir palabra. Luego, el alemán sacó un cigarrillo y pidió fuego en mal francés. El estanquero respondió en peor alemán, porque había estado en la ocupación del dieciocho, en Maguncia. Tal era el silencio (todo el pueblo contenía la respiración) que se oían todas sus palabras. El alemán pidió indicaciones. El francés se las dio y a continuación, envalentonado, preguntó:

– ¿Ya se ha firmado el armisticio?

El alemán abrió los brazos.

– Todavía no lo sabemos. Eso esperamos -respondió.

Y la resonancia humana de aquellas palabras, de aquellos gestos, que demostraban que el alemán no era un monstruo sediento de sangre sino un soldado como los suyos, rompió de golpe el hielo entre el pueblo y el enemigo, entre el campesino y el invasor.

– No parece mala persona -cuchichearon las mujeres.

El alemán se llevó la mano al casco, sonriendo, con un movimiento inseguro y como inacabado, que no era ni un saludo militar propiamente dicho ni el de un civil para despedirse de otro. Luego, tras una breve mirada de curiosidad a las ventanas, arrancó la moto y desapareció. Las puertas se abrieron una tras otra y todo el pueblo salió a la plaza y rodeó al estanquero, que, inmóvil, con las manos en los bolsillos y la frente arrugada, miraba a lo lejos. En su rostro se superponían expresiones contradictorias: alivio porque todo había acabado, tristeza y cólera porque había acabado de aquel modo, recuerdos del pasado, miedo al futuro… Todos sus sentimientos parecían reflejarse en la cara de los demás. Las mujeres se enjugaban las lágrimas; los hombres, silenciosos, tenían una expresión obstinada y dura. Los niños, momentáneamente distraídos de sus juegos, volvían a sus canicas y su rayuela. El cielo resplandecía con una luminosidad radiante y plateada; como ocurre a veces en mitad de un día espléndido, un imperceptible vaho, tierno e irisado, flotaba en el aire y avivaba los frescos colores de junio, que parecían más puros y nítidos, como vistos a través de un prisma de agua.

Las horas transcurrían lentamente. Por la carretera circulaban menos coches, pero las bicicletas seguían pasando a toda velocidad, como impulsadas por el furioso viento del nordeste, que llevaba toda una semana soplando y arrastrando a aquellos desventurados humanos. Un poco más tarde empezaron a pasar coches en sentido contrario al seguido en los últimos ocho días: regresaban a París. Al ver aquello, la gente empezó a creerse que, en efecto, todo había terminado. Todos regresaron a sus casas. Volvió a oírse el entrechocar de los cacharros que las mujeres fregaban en las cocinas, los leves pasos de una viejecilla que iba a echar hierba a los conejos y hasta la canción entonada por una niña que sacaba agua de una bomba. Los perros reñían y se revolcaban por el polvo.

Era el atardecer, un crepúsculo espléndido, un aire transparente, una sombra azulada, el último fulgor del sol poniente acariciando las rosas y la campana de la iglesia, que llamaba a los fieles a la oración, cuando en la carretera empezó a oírse un ruido creciente que no se parecía al de los últimos días; sordo, constante, el fragor parecía avanzar sin prisa, pesada e inexorablemente. Se acercaban camiones. Esta vez sí eran los alemanes. Los camiones se detuvieron en la plaza y los soldados saltaron al suelo; tras los primeros vehículos venían otros, y luego otros, y otros… En unos minutos, la vieja y polvorienta plaza se convirtió en una inmóvil y oscura masa de camiones gris hierro, en los que todavía se veía alguna rama cubierta de hojas secas, vestigio del camuflaje.

¡Cuántos hombres! Silenciosos y absortos, los vecinos, que habían vuelto a salir al umbral de sus casas, los miraban, los escuchaban, trataban en vano de contar aquella marea humana. Los alemanes surgían de todas partes, llenaban las calles y las plazuelas, se sucedían ininterrumpidamente. Desde septiembre, el pueblo había perdido la costumbre de oír pasos, risas, voces jóvenes. Ahora estaba aturdido, abrumado por el rumor que se elevaba de aquel mar de uniformes verdes, por aquel olor a humanidad sana, a carne joven, y sobre todo por los sonidos de aquella lengua extranjera. Los alemanes invadían las casas, las tiendas, los cafés. Sus botas resonaban en las rojas baldosas de las cocinas. Pedían de comer y de beber. Acariciaban a los niños al pasar. Gesticulaban, cantaban, sonreían mirando a las mujeres. Su cara de felicidad, su embriaguez de conquistadores, su fiebre, su locura, su alegría, mezclada con una especie de incredulidad, como si a ellos mismos les costara creerse su victoria, todo, en suma, era de tal tensión y viveza que, por unos momentos, los vencidos se olvidaron de su pena y su rencor. Boquiabiertos, no dejaban de mirar.