En la fonda, bajo la habitación donde Hubert seguía durmiendo, la sala era un pandemónium de gritos y canciones. Al entrar, los alemanes habían pedido champán (Sekt! Nahrung!), y ahora los corchos saltaban entre sus manos. Unos jugaban al billar; otros iban a la cocina con montones de rojizos filetes, que echaban a la parrilla para que chisporrotearan en medio de una humareda; otros subían barriles de cerveza de la bodega, apartando en su impaciencia a la criada que quería ayudarlos. Un joven de cara rubicunda y pelo rubio freía huevos en un rincón del fogón; otro cogía las primeras fresas del jardín. Dos muchachos con el torso desnudo se mojaban la cabeza en sendos cubos de agua fría recién sacada del pozo. Se regalaban, se hartaban de todas las cosas buenas de la vida; ¡habían escapado de la muerte, eran jóvenes, estaban vivos, habían vencido! Expresaban su delirante alegría con palabras atropelladas, chapurreaban francés con cualquiera dispuesto a escucharlos, se señalaban las botas y repetían: «Nosotros caminar, caminar… Camaradas caer, pero nosotros caminar, caminar…» El entrechocar de las armas, de los cinturones, de los cascos, resonaba en el salón. En sueños, Hubert lo oía, lo confundía con los recuerdos del día anterior, revivía la batalla del puente de Moulins… Se agitaba y suspiraba; rechazaba a alguien invisible; gemía, sufría. Al final despertó en aquella habitación desconocida. Se había pasado todo el día durmiendo. Ahora, por la ventana abierta, se veía brillar la luna llena. Hubert hizo un gesto de sorpresa, se frotó los ojos y vio a la bailarina, que había vuelto mientras él dormía.
El muchacho balbuceó unas palabras de agradecimiento y disculpa.
– Supongo que ahora tendrás hambre… -dijo ella. Sí, era cierto, estaba famélico-. Pero tal vez sea mejor cenar en la habitación, ¿sabes? Abajo no se puede estar. Está lleno de soldados.
– ¿Soldados? -repitió Hubert, y se precipitó a la puerta-. ¿Y qué dicen? ¿Van mejor las cosas? ¿Dónde están los alemanes?
– ¿Los alemanes? Pues aquí. Los soldados de abajo son alemanes.
Él se apartó de ella bruscamente con un movimiento de sorpresa y miedo, como un animal acorralado.
– ¿Alemanes? No… ¿Es una broma? -Buscó en vano otra palabra y, en voz baja y temblorosa, repitió-: ¿Es una broma?
La bailarina abrió la puerta; de la sala, envuelto en una densa y acre humareda, ascendía el inconfundible jolgorio que produce una turba de soldados victoriosos: gritos, risas y cánticos, sonoras pisadas de botas, golpes de pesadas armas arrojadas sobre las mesas y estrépito de cascos chocando con las hebillas metálicas, y la jubilosa algarabía que se eleva de una muchedumbre feliz, orgullosa, embriagada por su victoria. «Como el equipo de rugby que gana un partido», se dijo Hubert. Tuvo que hacer un esfuerzo para contener las lágrimas y los improperios. Corrió a la ventana y se asomó fuera. La calle empezaba a vaciarse, pero cuatro hombres iban golpeando con el puño las puertas de las casas.
– ¡Las luces! ¡Apaguen todas las luces! -gritaban, y una tras otra, dócilmente, las lámparas se extinguían.
Ya no quedaba más que la claridad de la luna, que arrancaba apagados destellos azulados a los cascos y los cañones de los fusiles.
Hubert agarró la cortina con las dos manos, se la apretó convulsivamente contra la boca y se echó a llorar.
– Tranquilo, tranquilo… -murmuró Arlette acariciándole la espalda con vaga piedad-. Nosotros no podemos hacer nada, ¿verdad que no? ¿Qué podemos hacer? Todas las lágrimas del mundo no cambiarán las cosas. Ya vendrán días mejores. Hay que vivir para verlos, ante todo hay que vivir… hay que aguantar… Pero tú te has portado como un valiente. Si todos hubieran hecho lo mismo… ¡Con lo joven que eres! Casi un niño… -Hubert sacudió la cabeza-. ¿No? -musitó ella-. ¿Un hombre, pues? -Con dedos ligeramente temblorosos, crispó las uñas en el brazo del muchacho, como si tomara posesión de una presa recién capturada y la inmovilizara antes de disponerse a saciar su hambre. Muy bajo, con la voz alterada, añadió-: No hay que llorar. Sólo lloran los niños. Tú eres un hombre. Un hombre, cuando se siente desgraciado, sabe que puede encontrar… -Hubert tenía los párpados entrecerrados y los labios apretados en una expresión de dolor, pero fruncía la nariz y le temblaban las aletas nasales; así que, con voz débil, ella dijo por fin-: el amor…
20
Albert, el gato de los Péricand, había hecho su cama en la habitación en que dormían los niños. Primero se había subido al cubrepiés floreado de Jacqueline y había empezado a amasarlo y mordisquear la cretona, que olía a pegamento y fruta, hasta que el ama lo había echado. Pero, en cuanto la anciana le daba la espalda, el animal volvía al mismo sitio con un silencioso salto y una gracia alada. Así hasta tres veces. Al final, Albert tuvo que renunciar a la lucha y acomodarse en un sillón, medio tapado con la bata de Jacqueline. En la habitación, todo dormía. Los niños descansaban plácidamente y el ama se había quedado traspuesta rezando el rosario. Albert, inmóvil, con el cuerpo oculto bajo la bata de franela rosa, tenía uno de sus verdes ojos clavado en el rosario, que brillaba a la luz de la luna, y el otro, cerrado. Poco a poco, con extraordinaria lentitud, sacó una pata, luego la otra, las estiró y sintió cómo se estremecían desde la articulación del hombro, resorte de acero disimulado bajo el suave y cálido pelaje, hasta las duras y transparentes uñas. Cogió impulso, saltó sobre la cama del ama y se quedó observándola, totalmente inmóvil; sólo le temblaban sus finos bigotes. Estiró una pata e hizo oscilar las cuentas del rosario; al principio apenas las rozó, pero luego le cogió gusto al fresco y liso tacto de aquellas esferas diminutas y perfectas, que rodaban entre sus uñas, y les dio un pequeño tirón. El rosario cayó al suelo y Albert, asustado, se escondió bajo el sillón.
Poco después, Emmanuel despertó y se puso a llorar. Las ventanas y los postigos estaban abiertos. La luna iluminaba los tejados del pueblo; las tejas relucían como escamas de pez. En el perfumado y apacible jardín, la plateada claridad fluía como un agua transparente que ondulaba y abrazaba suavemente los árboles frutales.
Levantando con el hocico los flecos del sillón, el gato contemplaba aquel espectáculo con una gravedad asombrada y soñadora. Era un gato muy joven que sólo conocía la ciudad; allí, las noches de junio sólo se barruntaban y a veces se conseguía respirar una de sus tibias y embriagadoras bocanadas, pero aquí el aroma llegaba hasta sus bigotes, lo asaltaba, lo envolvía, lo invadía, lo aturdía… Con los ojos entrecerrados, el felino se dejaba inundar por oleadas de penetrantes y gratos olores: el de las últimas lilas, con sus tenues efluvios de descomposición; el de la savia que fluye por los árboles y el de la tierra, tenebroso y fresco; el de los animales, pájaros, topos, ratones, todas sus presas, un olor almizclado, a pelaje y a sangre… Albert bostezó de hambre y saltó al alféizar de la ventana. Luego se dio un tranquilo paseo por el canalón. Allí era donde, dos noches antes, una enérgica mano se había apoderado de él y lo había arrojado a la cama de la inconsolable Jacqueline. Pero esa noche no se dejaría coger. Calculó con la mirada la distancia del canalón al suelo. Aquel salto era un juego para él, pero al parecer pretendía darse importancia a sus propios ojos exagerando la dificultad. Balanceó los cuartos traseros con ostentación y arrogancia, barrió el canalón con su larga y negra cola, echó atrás las orejas, saltó al vacío y aterrizó en la tierra recién removida. Tras un instante de vacilación, pegó el hocico al suelo; ahora estaba en el corazón, en el seno más profundo, en el regazo mismo de la noche. Así era como había que olerla, a ras de tierra; los aromas estaban allí, entre las piedras y raíces; todavía no se habían atenuado ni evaporado, ni mezclado con el olor de los humanos. Eran secretos, cálidos, estaban vivos, hablaban. Cada uno era la emanación de una pequeña vida escondida, feliz, comestible… Escarabajos, ratones de campo, grillos y ese sapillo cuya voz parecía llena de lágrimas cristalinas… Las largas orejas del gato, rosados cucuruchos cubiertos de pelaje plateado, puntiagudas y delicadamente vueltas hacia dentro como una flor de dondiego, se irguieron para captar los tenues sonidos de las tinieblas, tan leves, tan misteriosos y -sólo para él- tan claros: los crujidos de un nido en que un pájaro cuidaba a sus polluelos, roces de plumas, el débil martilleo de un pico en un tronco, agitación de alas, de élitros, de patas de ratón arañando suavemente la tierra, e incluso la sorda explosión de las semillas al germinar. Ojos de oro huían en la oscuridad, los gorriones dormidos entre el follaje, el gordo mirlo negro, el paro y la hembra del ruiseñor, cuyo macho estaba bien despierto y le respondía desde el bosque y junto al río.