También se oían otros ruidos: una detonación que crecía y se desplegaba como una flor a intervalos regulares, y cuando cesaba, el temblor de todas las ventanas del pueblo, el chirrido de los postigos abiertos y de nuevo cerrados en la oscuridad y las palabras angustiadas que se lanzaban de ventana a ventana. Al principio, con cada explosión, el gato daba un respingo y se quedaba con la cola erguida: reflejos de muaré recorrían su pelaje y sus bigotes estaban tiesos de miedo. Luego se fue acostumbrando a aquel estrépito; sonaba cada vez más cerca y seguramente lo confundía con una tormenta. Dio unos brincos por los arriates y deshojó una rosa de un zarpazo: estaba abierta y sólo esperaba un soplo para caer y morir; sus pétalos blancos se habrían ido esparciendo por el suelo como una lluvia blanda y perfumada. De pronto, el gato se encaramó a lo alto de un árbol con la rapidez de una ardilla, arañando la corteza a su paso. Los pájaros alzaron el vuelo, asustados. En la punta de una rama, el felino ejecutó una danza salvaje, guerrera, insolente y temeraria, desafiando al cielo, la tierra, los animales, la luna… De vez en cuando abría su estrecha y profunda boca y soltaba un maullido destemplado, una aguda y retadora llamada a todos los gatos del vecindario.
En el gallinero y el palomar todos despertaron, se estremecieron y escondieron la cabeza bajo el ala, percibiendo el olor de la amenaza y la muerte; una pequeña gallina blanca saltó atolondradamente sobre una cubeta de cinc, la volcó y salió huyendo entre despavoridos cloqueos. Pero el gato ya había saltado a la hierba y estaba inmóvil, al acecho. Sus redondos ojos amarillos relucían en la oscuridad. Se oyó un ruido de hojarasca removida y el gato volvió con un pajarillo inmóvil entre las fauces. Con los ojos cerrados, lamió lentamente la sangre que manaba de la herida, saboreándola. Había clavado las uñas en el pecho del ave, y siguió separándolas y volviendo a hundirlas en la tierna carne, entre los frágiles huesos, con un movimiento lento y regular, hasta que el corazón dejó de latir. Luego se comió al pájaro sin prisa, se lavó y se lamió la cola, la punta de su hermosa cola humedecida por la noche. Ahora se sentía inclinado a la clemencia: una musaraña pasó corriendo por su lado sin que se molestara en atraparla, y un topo se llevó un zarpazo en la cabeza que lo dejó con el hocico ensangrentado y medio muerto, pero la cosa no pasó de ahí: Albert lo contempló con una ligera palpitación desdeñosa de las fosas nasales y no lo remató. Otra clase de hambre había despertado en su interior: sus ijares se hundían; levantó la cabeza y volvió a maullar, con un maullido que acabó en un chillido imperioso y ronco. Sobre el techo del gallinero acababa de aparecer una vieja gata, enroscada a la luz de la luna.
La breve noche de junio tocaba a su fin, las estrellas palidecían, un olor a leche y hierba húmeda flotaba en el aire; la luna, semioculta tras el bosque, ya no enseñaba más que un cuerno rosa difuminado en la bruma cuando el gato, cansado, victorioso, empapado de rocío, con una brizna de hierba entre los dientes, se deslizó en la habitación de los niños, saltó a la cama de Jacqueline y buscó el tibio hueco de sus pequeños y delgados pies. Ronroneaba como un hervidor.
Instantes después, el polvorín saltó por los aires.
21
El polvorín saltó por los aires y, cuando el espantoso eco de la explosión cesó (todo el aire de la región se desplazó, todas las puertas y ventanas temblaron y la pequeña tapia del cementerio se vino abajo), una larga llama sibilante surgió del campanario. El estallido de la bomba incendiaria se había confundido con el del polvorín. En un segundo, el pueblo estaba en llamas. Había heno en los cobertizos, paja en los graneros… Todo ardió; los techos se derrumbaron y los suelos de madera se partieron por la mitad. La muchedumbre de refugiados se lanzó a la calle, mientras los vecinos corrían hacia las puertas de los establos y cuadras para salvar sus animales; los caballos relinchaban, se encabritaban y, aterrorizados por el resplandor y el fragor del incendio, se negaban a salir y golpeaban con la cabeza y los cascos las paredes en llamas. Una vaca echó a correr llevando entre los cuernos una paca de heno envuelta en llamas, que el animal sacudía furiosamente, lanzando mugidos de dolor y pánico y soltando pavesas a su alrededor. En el jardín, los resplandores teñían los árboles en flor de un rojo sangriento. En otras circunstancias, la gente se habría organizado para extinguir el fuego. Superado el pánico inicial, los vecinos habrían recuperado cierta calma; pero aquella desgracia, sumada a las anteriores, los hundió en el desánimo. Además, sabían que tres días antes los bomberos habían recibido la orden de marcharse con todo su equipo. Se sentían perdidos.
– ¡Los hombres! ¡Si al menos los hombres estuvieran aquí! -exclamaban las campesinas.
Pero los hombres estaban lejos, y los chicos corrían, chillaban, se desesperaban, y lo único que conseguían era aumentar el caos. Los refugiados se llamaban. Entre ellos, a medio vestir, con la cara tiznada y el pelo revuelto, estaban los Péricand. Como en la carretera tras la caída de las bombas, los gritos se cruzaban y mezclaban, todos vociferaban -el pueblo no era más que un clamor: «¡Jean! ¡Suzanne! ¡Mamá! ¡Abuela!»-, todos se llamaban al unísono… Pero nadie respondía. Varios chicos que habían conseguido sacar sus bicicletas de los cobertizos en llamas las empujaban sin contemplaciones entre la gente. Sin embargo, todos pensaban que habían conservado la sangre fría, que se comportaban exactamente como debían. La señora Péricand tenía a Emmanuel en brazos y a Jacqueline y Bernard agarrados a la falda (cuando su madre la había sacado de la cama, Jacqueline incluso había conseguido meter a Albert en su cesta, que ahora sostenía apretada contra el pecho). La señora Péricand se repetía mentalmente: «Lo más importante está a salvo. ¡Alabado sea el Señor!» Llevaba las joyas y el dinero en una bolsita de ante sujeta con un alfiler al interior de su camisón; descansaba contra su pecho y se lo golpeaba cada vez que se movía. También había tenido presencia de ánimo para coger el abrigo de pieles y el pequeño bolso de la plata, que guardaba junto a la cabecera de la cama. Los niños estaban allí, ¡los tres! De vez en cuando, la idea de que los dos mayores, Philippe y el loco de Hubert, estaban en peligro, lejos de ella, pasaba por su mente con la brusquedad y viveza de un relámpago. La fuga de Hubert la había sumido en la desesperación, y sin embargo estaba orgullosa. Era un acto irreflexivo, indisciplinado, pero digno de un hombre. Por ellos dos, por Philippe y Hubert, no podía hacer nada, pero sus tres pequeños… ¡los había salvado! Creía que la noche anterior la había alertado una especie de instinto. Los había acostado medio vestidos. Jacqueline no tenía la bata, pero llevaba una chaqueta sobre los hombros desnudos; no pasaría frío. Era mejor que estar en camisón. El bebé iba envuelto en una manta. Y Bernard tenía puesta hasta la boina. En cuanto a ella, sin medias y con unas chinelas rojas, los dientes apretados y los brazos tensos alrededor del pequeño, que no lloraba pero miraba a todas partes con ojos despavoridos, se abría paso entre la aterrorizada muchedumbre sin saber adónde se dirigía, mientras en el cielo los aviones, que le parecían innumerables (¡en realidad eran dos!), pasaban una y otra vez zumbando como siniestros abejorros.