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«¡Con tal que no nos bombardeen más! ¡Con tal que no nos bombardeen más! ¡Con tal…!» Esas palabras se repetían como una letanía en su agachada cabeza. Y en voz alta exclamaba:

– ¡No me sueltes la mano, Jacqueline! ¡Deja ya de llorar, Bernard! ¡Pareces una niña! ¡No, chiquitín, no pasa nada, mamá está aquí!

Lo decía maquinalmente, sin dejar de rogar para sus adentros: «¡Que no nos bombardeen más! ¡Que bombardeen a otros, Dios mío, pero no a nosotros! ¡Tengo tres hijos! ¡Quiero salvarlos! ¡Haz que no nos bombardeen más!»

Al fin, la estrecha calle del pueblo quedó atrás; ya estaban en el campo. A sus espaldas, el incendio se desplegaba contra el cielo como un abanico. Apenas había transcurrido una hora desde que el obús cayera sobre el campanario, al alba. Por la carretera seguían pasando coches y más coches que huían de París, Dijon, Normandía, Lorena, toda Francia. La gente iba durmiendo. Algunos levantaban la cabeza y veían arder el horizonte con indiferencia. ¡Habían visto tantas cosas! El ama, que iba detrás de la señora Péricand, parecía haberse quedado muda de terror: movía los labios pero no emitía sonido alguno. Llevaba en la mano un gorro acanalado con cintas de muselina recién planchado. La señora Péricand le lanzó una mirada furibunda.

– Desde luego, ama, podía habérsele ocurrido algo mejor que traer, ¿no?

La mujer hizo un gran esfuerzo para hablar. Su rostro adquirió un tono violáceo y sus ojos se llenaron de lágrimas. «¡Señor -pensó la señora Péricand-, esta mujer está perdiendo el juicio! ¿Qué va a ser de mí?» Pero la voz de su señora había obrado el milagro de devolver el habla a la anciana, que recuperó su tono habitual, deferente y agrio a la vez, para responder:

– No esperaría la señora que lo dejara… ¿Qué cuesta llevarlo?

El asunto del gorro era la manzana de la discordia entre las dos mujeres, porque el ama odiaba las cofias, «tan favorecedoras, tan adecuadas para domésticas», pensaba la señora Péricand, para quien cada clase social debía llevar algún signo distintivo que evitara los malentendidos, como cada artículo lleva su precio en una tienda. «¡Cómo se ve que no es ella la que lava y plancha! Mala pécora…», mascullaba el ama en la antecocina.

Con mano temblorosa, la anciana se colocó aquella mariposa de encaje en la cabeza, que ya llevaba cubierta con un enorme gorro de dormir. La señora Péricand la miró y le vio algo extraño, pero no supo distinguirlo. Todo parecía inaudito. El mundo se había convertido en una espantosa pesadilla. Se dejó caer en la cuneta, devolvió a Emmanuel a los brazos del ama y declaró con énfasis:

– Ahora hay que salir de aquí.

Y siguió sentada, esperando el milagro.

No se produjo, pero al cabo de un rato pasó un carro tirado por un asno, y al ver que el conductor volvía la mirada hacia ella y sus hijos y tiraba de las riendas, la señora Péricand oyó la voz de su instinto, ese instinto nacido de la riqueza que sabe cuándo y dónde hay algo en venta.

– ¡Alto! -gritó-. ¿Cuál es la estación más cercana?

– Saint-Georges.

– ¿Cuánto tardaríamos en su vehículo?

– Pues… unas cuatro horas.

– ¿Todavía circulan trenes?

– Eso dicen.

– Muy bien. Vamos a subir. Venga, Bernard. Ama, coja al pequeño.

– Pero, señora, es que no voy en esa dirección… Y contando la vuelta, para mí serían ocho horas…

– Le pagaré bien -dijo la señora Péricand.

Subió al carro calculando que si los trenes circulaban con normalidad, estaría en Nimes a la mañana siguiente. Nimes… La vieja casa de su madre, su habitación, un baño… Sólo de pensarlo se le iba la cabeza. ¿Habría sitio en el tren? «Llevando tres niños, seguro que llego», se dijo. Como un miembro de la realeza, la señora Péricand, en su calidad de madre de familia numerosa, ocupaba en todas partes y con toda naturalidad el primer lugar. Y no era de esas mujeres que permiten a nadie que olvide sus privilegios. Se cruzó de brazos y contempló el paisaje con expresión triunfal.

– Pero, señora, ¿y el coche? -gimió el ama.

– A estas horas debe de ser un montón de cenizas -respondió la señora Péricand.

– ¿Y los bolsos, las cosas de los niños…?

Los bolsos iban en la camioneta de los criados. En el momento del desastre sólo quedaban tres maletas, tres maletas llenas de ropa blanca…

– ¡Qué se le va a hacer! -suspiró la señora Péricand alzando los ojos al cielo y, no obstante, volviendo a ver, como en un sueño delicioso, los hondos armarios de Nimes, con sus tesoros de algodón y lino.

El ama, que había dejado atrás su enorme maleta con flejes de hierro y un bolso de mano en piel de cerdo de imitación, se echó a llorar. La señora Péricand trató en vano de hacerle ver su ingratitud para con la Providencia.

– Piense que está viva, ama. ¿Qué importa lo demás?

El asno trotaba. El campesino tomaba pequeños caminos atestados de refugiados. Llegaron a las once y la señora Péricand consiguió coger un tren que iba en dirección a Nimes. A su alrededor, la gente decía que habían firmado el armisticio, aunque también había quien aseguraba que eso era imposible; sin embargo, los cañones habían dejado de sonar y las bombas, de caer. «¿Se habrá acabado la pesadilla?», se preguntó la señora Péricand. Volvió a mirar todo lo que llevaba consigo, «todo lo que he conseguido salvar»: sus hijos, su bolso. Palpó las joyas y el dinero que llevaba cosidos al camisón. Sí, había actuado con firmeza, coraje y sangre fría en unos momentos terribles. ¡No había perdido la cabeza! No había perdido… no había perdido… De pronto ahogó un grito. Se llevó las manos al cuello, echó el cuerpo atrás y su garganta emitió un estertor sordo, como si estuviera ahogándose.

– ¡Dios mío, señora! Señora, ¿se encuentra mal?

Por fin, con un hilo de voz, la señora Péricand consiguió gemir:

– Ama, mi pobre ama, nos hemos olvidado…

– Pero ¿de qué? ¿De qué?

– Nos hemos olvidado de mi suegro -murmuró la señora Péricand, y se echó a llorar.

22

Charles Langelet se había pasado toda una noche al volante entre París y Montargis, de modo que había padecido su parte de la desgracia pública. No obstante, mostraba una gran presencia de ánimo. En la fonda en que se detuvo a almorzar, un grupo de refugiados se lamentaba de los horrores del viaje, tomándolo a él por testigo:

– ¿No es verdad, caballero? Usted lo ha visto tan bien como nosotros. ¡No puede decirse que exageremos!