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– ¿Yo? Yo no he visto nada -respondió él con sequedad.

– ¿Cómo? ¿Ni un bombardeo? -le preguntó la dueña, sorprendida.

– Pues no, señora.

– ¿Ni un incendio?

– Ni siquiera un accidente de coche.

– Pues mejor para usted, desde luego -dijo la mujer tras unos instantes de reflexión, pero encogiéndose de hombros con cara de incredulidad, como si pensara: «¡Vaya un bicho raro!»

Langelet probó con cautela la tortilla que acababan de servirle, la apartó murmurando «incomible», pidió la cuenta y se marchó. Encontraba un placer perverso en privar a aquellas buenas almas del entretenimiento que se prometían al interrogarlo, porque, como los seres viles y vulgares que eran, imaginaban que sentían compasión por el prójimo, pero en realidad temblaban de malsana curiosidad, de melodrama barato. «Es increíble lo vulgar que puede llegar a ser la gente», pensó Charlie con tristeza. Siempre se sentía escandalizado y afligido al descubrir el mundo real, poblado de pobres diablos que nunca han visto una catedral, una estatua, un cuadro. Aunque los happy few a los que se enorgullecía de pertenecer reaccionaban con la misma cobardía y la misma estupidez que los humildes ante los golpes del destino. ¡Dios! Y lo que diría la gente después del «éxodo», de «su éxodo»… Ya le parecía estar oyendo cotorrear a aquella vieja pretenciosa: «Yo no me asusté de los alemanes; me acerqué a ellos y les dije: "Caballeros, tienen ustedes delante a la madre de un oficial francés." Ni siquiera rechistaron.» Y a la que contaría: «Las balas silbaban a mi alrededor. Y lo más curioso es que no me daba miedo.» Y todos se pondrían de acuerdo para acumular escenas de horror en sus relatos. En cuanto a él, se limitaría a decir: «Qué curioso, a mí todo me pareció muy normal. Mucha gente en la carretera, y nada más.» Imaginó sus caras de asombro y sonrió, reconfortado. Necesitaba reconfortarse. Cuando pensaba en su piso de París se le encogía el corazón. De vez en cuando se volvía hacia el fondo del coche y miraba con ternura las cajas que contenían sus porcelanas, su más preciado tesoro. Había un grupo de Capo di Monte que lo preocupaba: se preguntaba si había puesto bastante serrín y bastante papel de seda a su alrededor. Al final del embalaje se había quedado corto de papel. Era un centro de mesa, un grupo de muchachas bailando con amorcillos y cervatos. Suspiró. Mentalmente, se comparaba a un romano huyendo de la lava y las cenizas de Pompeya tras abandonar a sus esclavos, su casa y su oro, pero llevando entre los pliegues de la túnica una estatuilla de terracota, un vaso de forma perfecta, una copa moldeada sobre un hermoso pecho. Sentirse tan diferente del resto de los hombres era reconfortante y amargo á la vez. Volvió hacia ellos sus claros ojos. La riada de coches seguía fluyendo y las caras, sombrías y angustiadas, se parecían como gotas de agua. ¡Pobre chusma! ¿Qué les preocupaba? ¿Lo que comerían? ¿Lo que beberían? Él pensaba en la catedral de Ruán, en los castillos del Loira, en el Louvre… Una sola de sus venerables piedras valía más que mil vidas humanas. Se estaba acercando a Gien. Un punto negro apareció en el cielo y, con la rapidez del rayo, Langelet pensó que aquella columna de refugiados cerca del paso a nivel era un blanco muy tentador para un avión enemigo, y se metió por un camino de tierra. Quince minutos después, unos metros delante de él, dos coches que también habían optado por abandonar la carretera eran obligados a precipitarse a la cuneta debido a una falsa maniobra de un conductor enloquecido y salían despedidos hacia los campos, por los que esparcían maletas, colchones, jaulas de pájaros, mujeres heridas… Charlie oyó ruidos confusos, pero no se volvió. Huyó hacia un espeso bosque. Detuvo el coche entre los árboles, esperó unos minutos y reanudó la marcha por el camino forestal, porque decididamente la carretera nacional era demasiado peligrosa.

Durante un rato dejó de pensar en los peligros que acechaban a la catedral de Ruán para imaginarse muy concretamente los que corría él, Charles Langelet. No quería darle demasiadas vueltas, pero las imágenes que acudían a su mente eran de lo más desagradables. Crispadas sobre el volante, sus largas y delgadas manos temblaban ligeramente. Por allí se veían pocos coches y pocas casas, y ni siquiera sabía muy bien adónde se dirigía. Siempre se había orientado mal y no estaba acostumbrado a viajar sin chofer. Se pasó un buen rato dando vueltas alrededor de Gien y empezó a ponerse nervioso. Temía quedarse sin gasolina. Meneó la cabeza y suspiró. Ya sabía que pasaría algo así: él, Charlie Langelet, no estaba hecho para aquella existencia grosera. Las mil pequeñas trampas de la vida cotidiana lo superaban. Y, en efecto, al coche se le acabó el combustible y se paró. Charlie se dirigió a sí mismo un pequeño gesto de homenaje, como quien se inclina ante un valiente vencido. No había nada que hacer; pasaría la noche en el bosque.

– ¿No tendría usted una lata de gasolina para dejarme? -le preguntó al primer automovilista que vio.

El hombre respondió que no, y Charlie sonrió amarga y melancólicamente. «¡Así son los hombres! Raza egoísta y dura… Nadie está dispuesto a compartir un trozo de pan, una botella de cerveza o una simple lata de gasolina con un hermano en el infortunio…»

El automovilista arrancó pero se volvió para gritarle:

– Podrá conseguirla muy cerca de aquí, en la aldea de…

El nombre se perdió en la distancia y el vehículo siguió alejándose y desapareció entre los árboles. Charlie creyó distinguir una o dos casas.

«¿Y el coche? ¡No puedo dejarlo aquí! -se dijo, desesperado-. Intentémoslo otra vez.» Esperó un buen rato. De pronto, vio una nube de polvo que se acercaba y distinguió un coche que avanzaba a trancas y barrancas, ocupado por unos jóvenes que parecían borrachos y gritaban como locos, apretujados como sardinas en el interior, sobre el estribo y hasta en el techo.

«¡Qué pinta de mangantes!», pensó Langelet con un estremecimiento. No obstante, se dirigió a ellos con su voz más amable:

– ¿No les sobraría un poco de gasolina, caballeros?

El coche se detuvo con un horrible chirrido de frenos maltratados y los jóvenes miraron a Charlie sonriendo con sorna.

– ¿Cuánto paga? -preguntó al fin uno de ellos.

Charlie sabía que habría debido responder: «¡Lo que quieran!» Pero era tacaño y, por otra parte, temía tentar a aquellos granujas si daba la impresión de ser rico. Además, no estaba dispuesto a que lo estafaran.

– Un precio razonable -dijo con altivez.

– Pues no tenemos -replicó el hombre, y el traqueteante y gemebundo vehículo se alejó por el polvoriento camino forestal.

Langelet, aterrado, agitó los brazos y gritó:

– ¡Eh, esperen! ¡Deténganse! ¡Al menos díganme lo que piden!

Ni siquiera se dignaron responder. Charlie se quedó solo. No por mucho tiempo, porque estaba anocheciendo y poco a poco otros refugiados invadieron el bosque. En los hoteles no quedaba sitio, las casas particulares también estaban llenas, y habían decidido pasar la noche al raso. Al poco rato, aquello se parecía a un camping de Elisabethville en pleno julio, pensó Charlie con repugnancia. Críos armando alboroto, la hierba cubierta de periódicos arrugados, trapos sucios y latas de conserva vacías, mujeres llorando, chillando o riendo… Horribles niños churretosos se acercaban a Charlie, que los echaba sin levantar la voz, porque no quería problemas con los padres, pero lanzándoles miradas furibundas.

– Es la escoria de Belleville -murmuró, aterrado-. Pero ¿dónde me he metido?

¿Había reunido el azar en aquel bosque a los habitantes de uno de los barrios con peor fama de París, o acaso su viva y nerviosa imaginación estaba jugándole una mala pasada? Veía a todos los hombres con cara de maleante y a todas las chicas con pinta de fulana. No tardó en caer la noche; bajo los densos árboles, la transparente penumbra de junio se convirtió en una tiniebla salpicada de claros que, iluminados por la luna, parecían cubiertos de escarcha. Todos los ruidos adquirían una resonancia peculiar y siniestra: los aviones que surcaban el cielo, los pájaros insomnes, unas detonaciones sordas, de las que no se podía decir con seguridad si eran cañonazos o reventones de neumático… En un par de ocasiones, alguien se acercó al coche a fisgar, a meterse donde no lo llamaban. Charlie oía cosas que ponían los pelos de punta. El estado de ánimo del pueblo no era el que debería ser… No se hablaba más que de los ricos que huían para poner su pellejo y su oro a salvo y que atestaban las carreteras, mientras el pobre no tenía más que las piernas para andar hasta caerse muerto. «Como si ellos no fueran en coche -pensaba Charlie, indignado-. ¡Y encima lo habrán robado, seguro!»