Se sintió extraordinariamente aliviado cuando vio aparcar cerca de él un cochecito muy coqueto ocupado por una pareja joven de una clase visiblemente más elevada que la de los otros refugiados. El tenía un brazo ligeramente deforme, que adelantaba con ostentación, como si llevara escrito con grandes letras: «no apto para el servicio militar». Ella, joven y atractiva, estaba muy pálida. Se comieron unos sándwiches y se durmieron enseguida en los asientos delanteros, con el hombro del uno apoyado en el del otro y las mejillas juntas. Charlie intentó hacer lo mismo, pero el cansancio, la sobreexcitación y el miedo lo mantenían despierto. Al cabo de una hora, su joven vecino abrió los ojos y, apartando con suavidad a su acompañante, encendió un cigarrillo. Al ver que Langelet tampoco dormía, se inclinó hacia él y murmuró:
– ¡Qué mal, eh!
– Sí, muy mal.
– En fin, una noche pasa enseguida. Espero poder llegar a Beaugency mañana por estos atajos, porque la carretera está imposible.
– ¿De veras? Y al parecer ha habido violentos bombardeos. Tiene usted suerte de poder marcharse -dijo Charlie-. A mí no me queda ni una gota de gasolina… -Y, tras una breve vacilación, añadió-: Si fuera usted tan amable de vigilar mi coche -«realmente parece un hombre de fiar», se dijo-, iría al pueblo de al lado, donde, según me han dicho, todavía hay.
El joven meneó la cabeza.
– Lo siento, caballero, ya no les queda nada. He comprado las últimas latas, y a un precio de escándalo. Aun así no sé si tendré suficiente para llegar al Loira -añadió señalando unas latas atadas al maletero-. Y cruzar los puentes antes de que los vuelen.
– ¿Cómo? ¿Van a volar todos los puentes?
– Sí. Todo el mundo lo dice. Van a defender el Loira.
– Entonces, ¿piensa usted que no queda gasolina?
– ¡Uy, de eso estoy seguro! Me encantaría compartirla con usted, pero tengo la justa. Debo poner a mi prometida a salvo en casa de sus padres. Viven en Bergerac. Cuando hayamos cruzado el Loira será más fácil encontrar gasolina, espero.
– Ah, ¿es su prometida? -dijo Charlie, que estaba pensando en otra cosa.
– Sí. Teníamos que casarnos el catorce de junio. Estaba todo listo, caballero: las invitaciones enviadas, los anillos comprados y los trajes nos los habrían entregado esta mañana. -El joven se sumió en una profunda ensoñación.
– Sólo es un aplazamiento -dijo Charles Langelet amablemente.
– ¡Ah, caballero! ¿Quién sabe dónde estaremos mañana? Aunque yo no puedo quejarme. A mi edad debería estar combatiendo, pero con este brazo… Sí, un accidente en el colegio… Pero creo que en esta guerra los civiles corren tanto peligro como los militares. Dicen que algunas ciudades… -bajó la voz- han quedado reducidas a cenizas y llenas de cadáveres. Una carnicería… Y me han contado historias atroces. ¿Sabía que han abierto las cárceles y los manicomios? Sí, caballero. Nuestros dirigentes se han vuelto locos. Los presos recorren los caminos sin vigilancia. Dicen que el director de una prisión fue asesinado por los internos, a los que tenía orden de evacuar; ha ocurrido a dos pasos de aquí. He visto con mis propios ojos villas allanadas, saqueadas del sótano al desván. Y asaltan a los viajeros, roban a los automovilistas…
– ¡Oh! ¿Roban a los…?
– Nunca sabremos todo lo que ha ocurrido durante el éxodo. Ahora dicen: «No tenían más que quedarse en sus casas.» ¡Qué simpáticos! Para que la artillería y los aviones nos masacraran a domicilio… Había alquilado una casita en Montfort-ľAmaury para pasar un mes tranquilamente después de la boda, antes de reunirnos con mis suegros. Pues la destruyeron el tres de junio, caballero -dijo el joven con indignación. Hablaba mucho y atropelladamente; parecía ebrio de cansancio-. ¡Con tal que pueda salvar a Solange! -exclamó acariciando la mejilla de su prometida con la yema de los dedos.
– Parecen ustedes muy jóvenes…
– Yo tengo veintidós años y Solange veinte.
– Así está muy incómoda -dijo de pronto Langelet con una voz meliflua, una voz que no se conocía, dulce como la miel, mientras el corazón le latía como si quisiera escapársele del pecho-. ¿Por qué no van a acostarse en la hierba, un poco más allá?
– Pero ¿y el coche?
– ¡Bah, yo lo vigilaré! Vaya tranquilo -dijo Charlie con una risita ahogada.
El joven seguía dudando.
– Quería salir lo antes posible. Y tengo un sueño tan profundo…
– Ya lo despertaré yo. ¿A qué hora quieren marcharse? Mire, son poco más de las doce -dijo Charlie consultando su reloj-. Los llamaré a las cuatro.
– ¡Oh, caballero, es usted muy amable!
– No, es que sé lo que es estar enamorado a los veinte años.
El joven parecía azorado.
– íbamos a casarnos el catorce de junio -repitió suspirando.
– Sí, claro, claro… Vivimos unos tiempos terribles… Pero, créame, es absurdo estar encogido en el coche. Su prometida está hecha un ovillo. ¿Tienen una manta?
– Solange tiene un abrigo grande de viaje.
– En la hierba se tiene que estar muy bien. Si no temiera por mi viejo reuma… ¡Ay, joven, quién tuviera veinte años!
– Veintidós -lo corrigió el novio.
– Ustedes verán tiempos mejores, conseguirán salir adelante, mientras que un pobre viejo como yo… -Charlie bajó los párpados como un gato ronroneante. Luego extendió la mano hacia un pequeño claro que se distinguía vagamente entre los árboles a la luz de la luna-. ¡Qué bien se tiene que estar allí! Como para olvidarse de todo… -Hizo una pausa y luego, con un tono falsamente indiferente, comentó-: ¿Oye usted ese ruiseñor?
El pájaro, encaramado en una rama muy alta, llevaba un rato cantando, indiferente al ruido, a los gritos de los refugiados, a las grandes hogueras que habían encendido sobre la hierba para disipar la humedad. Cantaba y otros ruiseñores le respondían. El joven se quedó escuchando al pájaro con la cabeza inclinada, mientras su brazo rodeaba a su prometida, que seguía durmiendo. Al cabo de unos instantes le susurró algo al oído. La joven abrió los ojos. Él se acercó más y volvió a hablarle con tono apremiante. Charlie desvió la mirada. No obstante, consiguió captar algunas palabras: «Como el caballero dice que vigilará el coche…» Y: «Tú no me quieres, Solange. No, no me quieres… Sin embargo…»
Charlie bostezó prolongada y ostensiblemente; luego, como hablando para el foro, con la exagerada naturalidad de un mal actor, dijo a media voz:
– Creo que me está entrando sueño…
De pronto, Solange dejó de dudar. Entre risitas nerviosas, negativas cada vez más débiles y besos, dijo:
– Si nos viera mamá… ¡Oh, Bob, eres terrible! ¿No me lo reprocharás después, Bob?
Y se alejó del brazo de su prometido. Luego, Charlie los vio entre los árboles, cogidos de la cintura y dándose besitos. Hasta que desaparecieron.
Esperó. La media hora que dejó transcurrir le pareció la más larga de su vida. Sin embargo, no pensaba. Sentía angustia y un gozo extraordinario. Sus palpitaciones eran tan agudas, tan dolorosas, que murmuró: