El caso urgente todavía no se había presentado. Pero sor Marie de los Querubines se moría de ganas de montar en aquel trasto. Tiempo atrás, cuando todavía no había abandonado el mundo, hacía de eso cinco años, ¡cuántas salidas con sus hermanas, cuántas excursiones, cuántas comidas en el campo! Se echó el negro velo hacia atrás y se dijo: «Si éste no es el caso, jamás lo será.» Y empuñó el manillar con el corazón palpitante de júbilo.
Minutos después estaba en el pueblo. Le costó lo suyo despertar al señor Charboeuf, que tenía el sueño pesado, y aún más convencerlo de que era necesario desplazarse al asilo inmediatamente. Charboeuf, «el angelote», como lo llamaban las chicas de la zona a causa de sus sonrosados mofletes y sus gruesos labios, tenía buen carácter y una mujer que lo llevaba más derecho que un palo. Suspirando, se vistió y tomó el camino del asilo, donde encontró al señor Péricand despierto, enrojecido y ardiendo de fiebre.
– Aquí está el notario -le anunció sor Marie.
– Siéntese, siéntese -insistió el anciano-. No perdamos tiempo.
El notario había elegido como testigos al jardinero del asilo y sus tres hijos. Ante las prisas del señor Péricand, se sacó un papel del bolsillo y se dispuso a escribir.
– Lo escucho, caballero. Tenga la amabilidad de declarar en primer lugar su nombre, sus apellidos y su estado.
– Entonces, ¿no es usted Nogaret?
Péricand volvió en sus cabales. Paseó la mirada por las paredes de la sala y la posó en la estatua de san José que se alzaba frente a su cama y en las dos hermosas rosas que sor María de los Querubines solía coger desde la ventana y colocar en un fino jarrón azul. Por unos instantes intentó comprender dónde se encontraba y por qué estaba solo, pero acabó renunciando. Se moría y ya está, pero había que morir según las formas. ¡Cuántas veces se había imaginado aquel último acto, su muerte, su testamento, última y brillante representación de un Péricand-Maltête sobre el escenario del mundo! No haber sido, durante los últimos diez años, más que un viejo al que visten y le limpian los mocos, y de pronto recuperar toda su importancia… Castigar, recompensar, decepcionar, colmar de alegría, repartir sus bienes terrenales a su libre albedrío… Dominar a los demás. Imponer su voluntad. Ocupar el primer plano. (Después de aquello ya no habría más que otra ceremonia en que lo ocuparía, dentro de una caja negra, sobre un catafalco, rodeado de flores; pero sólo en calidad de símbolo o espíritu desencarnado, mientras que ahora todavía estaba vivo…)
– ¿Cómo se llama usted? -preguntó con un hilo de voz.
– Charboeuf-respondió el notario humildemente.
– Bien, no importa. Adelante.
Y empezó a dictar lenta, penosamente, como si leyera líneas escritas para él y que sólo él podía ver.
– Ante el ilustre señor Charboeuf… notario en… en presencia de… comparece el señor Péricand… -Hizo un débil esfuerzo por amplificar, por magnificar un poco su nombre. Como tenía que economizar el aire, y como le habría resultado imposible vociferar las prestigiosas sílabas, sus violáceas manos se agitaron sobre la sábana como marionetas: le parecía estar trazando gruesos signos negros en un papel en blanco, como antaño al pie de cartas, bonos, escrituras, contratos…-. Péricand… Pé-ri-cand, Louis Auguste.
– ¿Con domicilio en?
– Bulevar Delessert 89, París.
– Enfermo de cuerpo pero sano de mente, como constatan el notario y los testigos -dijo Charboeuf mirando al enfermo con cara de duda.
Pero aquel moribundo le imponía. Charboeuf tenía cierta experiencia; su clientela estaba compuesta principalmente por granjeros de los alrededores, pero todos los ricos testan del mismo modo. Aquel hombre era rico, de eso no cabía duda; aunque para acostarlo le hubieran puesto un basto camisón del asilo, debía de ser alguien importante. Asistirlo en el lecho de muerte y en aquellas circunstancias hacía que Charboeuf se sintiera halagado.
– Así pues, caballero, ¿desea usted instituir a su hijo como heredero universal?
– Sí, lego todos mis bienes muebles e inmuebles a Adrien Péricand, a condición de que entregue inmediatamente y sin dilación cinco millones a la obra de los Pequeños Arrepentidos del distrito decimosexto, fundada por mí. La obra de los Pequeños Arrepentidos se compromete a mandar ejecutar un retrato de mi persona, a tamaño natural en mi lecho de muerte, o un busto que conservará mis rasgos para la posteridad y que será encargado a un excelente artista y colocado en el vestíbulo de dicha institución. Lego a mi querida hermana Adèle-Emilienne-Louise, para resarcirla de la desavenencia que originó entre nosotros la herencia de mi venerada madre, Henriette Maltête, y le lego, digo, en exclusiva propiedad mis terrenos de Dunkerque, adquiridos en mil novecientos doce, con todos los inmuebles construidos en ellos y la parte de los muelles que igualmente me pertenece. Encargo a mi hijo cumplir íntegramente esta promesa. Mi casa de campo en Bléoville, en el término municipal de Vorhange, será transformada en asilo para los grandes heridos de guerra, elegidos preferentemente entre los paralíticos y aquellos cuyas facultades mentales hayan quedado mermadas. Deseo que se coloque en la fachada una sencilla placa con la inscripción: «Fundación benéfica Péricand-Maltête en memoria de sus dos hijos caídos en Champaña.» Cuando acabe la guerra…
– Creo… creo que ya ha acabado -observó tímidamente el notario.
Ignoraba que la mente del señor Péricand había regresado a la otra guerra, que le había arrebatado dos hijos y triplicado su fortuna. Volvía a estar en septiembre de 1918, en el alba de la victoria, cuando una neumonía casi lo había llevado a la tumba y, en presencia de toda su familia reunida a la cabecera de su cama (con todos los colaterales del norte y el sur, que habían acudido a su lado en cuanto se enteraron de su estado), había llevado a cabo lo que, a la postre, era el ensayo general de su muerte: había dictado su última voluntad, que ahora encontraba intacta en su interior y a la que simplemente daba libre curso.
– Cuando acabe la guerra, deseo que se erija un monumento a los caídos en la plaza de Bléoville, para el que asigno la suma de tres mil francos, a sustraer de mi herencia. Primero, en gruesas letras doradas, los nombres de mis dos hijos mayores, luego un espacio, luego… -Cerró los ojos, agotado-. Luego todos los demás, en letras pequeñas.
Permaneció callado tanto rato que el notario miró a las hermanas con inquietud. ¿Estaba…? ¿Ya había acabado todo? Pero sor Marie de los Querubines movió la cabeza con serenidad. Todavía no estaba muerto. Reflexionaba. En su cuerpo inmóvil, el recuerdo recorría inmensas distancias en el tiempo y el espacio.
– La casi totalidad de mi fortuna se compone de valores estadounidenses que, según me aseguraron, darían un buen rendimiento. Ya no lo creo -murmuró, y meneó lúgubremente su larga barba-. Ya no lo creo. Deseo que mi hijo los convierta de inmediato en francos franceses. También hay oro: ahora ya no merece la pena guardarlo. Que se venda. También deberá colocarse una copia de mi retrato en la mansión de Bléoville, en la gran sala de la planta baja. Lego a mi fiel ayuda de cámara una renta anual y vitalicia de mil francos. Para todos mis biznietos por nacer, deseo que sus padres elijan mis nombres, Louis-Auguste si son varones, y Louise-Agustine si son hembras.
– ¿Es todo? -preguntó Charboeuf.
La larga barba del anciano descendió hacia su pecho indicando que sí, era todo.
Durante unos instantes, que parecieron breves al notario, los testigos y las hermanas, pero que para el moribundo eran largos como un siglo, largos como el delirio, largos como un sueño, el señor Péricand-Maltête recorrió en sentido inverso el camino que le había sido dado transitar en esta tierra: las comidas familiares en la casa del bulevar Delessert, las siestas en el salón, el gato Anatole sobre sus rodillas; su último encuentro con su hermano mayor, tras el que habían acabado enemistados a muerte (y él había vuelto a comprar bajo mano las acciones del negocio); Jeanne, su mujer, en Bléoville, encorvada y reumática, echada en una tumbona de mimbre en el jardín, con un abanico de papel en las manos (murió ocho días después), y Jeanne, en Bléoville, treinta y cinco años antes, a la mañana siguiente de su boda: unas abejas que habían entrado por la ventana libaban los lirios del ramo de novia y la corona de flores de azahar, olvidada al pie de la cama. Jeanne se había refugiado entre sus brazos, riendo…