– Quería escribir libros -dijo tímidamente, revelando a aquellas muchachas campesinas, a aquellas desconocidas, una vocación que apenas se había confesado a sí mismo en el secreto de su corazón.
Luego preguntó cómo se llamaba aquel sitio, la granja en que se encontraba.
– Esto está lejos de todo -explicó la Cécile-. Perdido en mitad del campo. Aquí no se divierte una todos los días… Cuidando animales se vuelve una como ellos, ¿verdad, Madeleine?
– ¿Hace mucho que vive aquí, señorita Madeleine?
– Desde que tenía tres semanas. Su madre nos crió juntas. La Cécile y yo somos hermanas de leche.
– Ya veo que se entienden muy bien…
– No siempre pensamos lo mismo -dijo Cécile-. ¡Ella quiere meterse monja!
– Sólo a veces… -murmuró Madeleine sonriendo. Tenía una sonrisa preciosa, lenta y un poco tímida.
«¿De dónde vendrá?», se preguntó Jean-Marie. Tenía las manos rojas pero bonitas, igual que las piernas y los tobillos. Una niña abandonada… Jean-Marie sentía una pizca de curiosidad y otra pizca de compasión. Le estaba agradecido por los vagos anhelos que hacía nacer en su interior. Lo distraían, le ayudaban a no pensar en sí mismo y en la guerra. Resultaba difícil reír, bromear con ellas… pero era lo que ellas esperaban, seguro. En el campo, entre los chicos y chicas, las burlas y picardías son moneda corriente… Es lo habitual, las cosas se hacen así. Si no reía con ellas, se llevarían una sorpresa y una decepción.
Jean-Marie hizo un esfuerzo por sonreír.
– Un día aparecerá un chico y le hará cambiar de opinión, señorita Madeleine. ¡Ya no querrá ser monja!
– ¡Ya le he dicho que sólo me da a veces!
– ¿Cuándo?
– Pues… no sé. Los días que estoy triste…
– Aquí, chicos no es que haya muchos -terció la Cécile-. Ya le digo que esto está lejos de todo. Y encima, los pocos que había se los ha llevado la guerra. Así que… ¡Ay, qué desgraciadas somos las mujeres!
– El resto de la gente también lo está pasando mal -repuso Madeleine, que estaba sentada junto al herido. De pronto, se levantó de un brinco-. Oye, Cécile, que hay que fregar el suelo…
– Te toca a ti.
– ¡Sí, claro! ¡Hay que ver cómo eres! A quien le toca es a ti.
Las dos chicas se pusieron a discutir, pero acabaron haciendo la faena juntas. Eran extraordinariamente rápidas y eficaces. En un abrir y cerrar de ojos, las losas rojas brillaban como un espejo. De la puerta llegaba olor a hierba, a leche, a menta silvestre. Jean-Marie tenía la mejilla apoyada en la mano. Qué extraño, el contraste entre aquella paz absoluta y la agitación de su interior, porque el infernal tumulto de los seis últimos días se le había quedado en los oídos y le bastaba unos instantes de silencio para volver a oírlo: un ruido de metal aporreado, los sordos y lentos golpes del hierro de un martillo cayendo sobre un enorme yunque. Jean-Marie se estremeció, y el cuerpo se le cubrió de sudor… Era el ruido de los vagones ametrallados, el estallido de las maderas y el acero, que ahogaba los gritos de los hombres…
– En cualquier caso, habrá que olvidar todo eso, ¿verdad? -dijo en voz alta.
– ¿Cómo dice? ¿Necesita algo?
Jean-Marie no respondió. Ya no reconocía a Cécile y Madeleine. Las chicas menearon la cabeza, consternadas.
– Es la fiebre, ha vuelto a subirle.
– ¡Es que le has hecho hablar demasiado!
– ¡Pero si él no hablaba! Hemos sido tú y yo, que no hemos parado.
– Lo hemos cansado.
Madeleine se inclinó hacia él. Jean-Marie vio aquella mejilla sonrosada que olía a fresa muy cerca de su cara. Y la besó. La chica se irguió, roja como un tomate, riendo, arreglándose los desordenados mechones de pelo.
– Vaya, vaya… Me había asustado… ¡Ya veo que no está tan enfermo!
Él pensaba: «¿Quién es esta chica?» La había besado como quien se lleva un vaso de agua fresca a los labios. Estaba ardiendo; tenía la garganta y el interior de la boca como agrietados por el calor, resecados por el ardor de una llama. Aquella piel resplandeciente y suave le aliviaba la sed. Al mismo tiempo, lo veía todo con esa lucidez que dan el insomnio y la fiebre. Había olvidado el nombre de aquellas chicas y también el suyo. El esfuerzo mental necesario para comprender su situación presente, en aquel sitio que no conseguía reconocer, le resultaba demasiado penoso. Estaba extenuado, pero su alma flotaba en el vacío, serena y ligera, como un pez en el agua, como un pájaro llevado por el viento. No se veía a sí mismo, Jean-Marie Michaud, sino a otro, un soldado anónimo, vencido, que no se resignaba, un joven herido que no quería morir, un desdichado que no desesperaba.
– Pese a todo, habrá que salir adelante… Habrá que salir de aquí, de esta sangre, de este barro en el que te hundes… No va uno a tumbarse y dejarse morir… No, ¿verdad? Sería una enorme estupidez. Hay que agarrarse… agarrarse… agarrarse… -murmuró, y de pronto se vio aferrado al almohadón, sentado en la cama con los ojos muy abiertos, mirando la noche de luna llena, la noche perfumada, silenciosa, la noche cuajada de estrellas, tan agradable tras el calor del día que la granja, contrariamente a su costumbre, tenía abiertas todas las puertas y ventanas, para refrescar y calmar al herido.
25
Cuando el padre Péricand reanudó el viaje con sus pupilos, que lo seguían arrastrando los pies por el polvo, cada uno con su manta y su mochila, se dirigió hacia el interior del país, alejándose del Loira, lleno de peligros, por los bosques; pero las tropas habían tenido la misma idea, y el sacerdote pensó que los aviones no tardarían en localizar a los soldados y que el peligro era tan grande en medio de la espesura como a la orilla del río. Así que, dejando la nacional, tomó un pedregoso camino, apenas una trocha, confiando en que su instinto lo condujera a alguna vivienda aislada, como cuando guiaba a su equipo de esquiadores por la montaña hacia algún refugio perdido en medio de la niebla o la tempestad de nieve. Allí el día de junio era espléndido, tan resplandeciente y caluroso que los chicos parecían embriagados. Silenciosos y recatados -demasiado recatados- hasta ese momento, ahora gritaban y se empujaban, y el padre Péricand oía risas y retazos ahogados de canciones. Prestó atención y captó un estribillo obsceno canturreado a sus espaldas, como susurrado por unos labios medio cerrados. Les propuso cantar a coro una canción de marcha y la inició entonando con fuerza los primeros versos, pero apenas lo acompañaron unas pocas voces. Pasados unos instantes, todas callaron. También él siguió andando en silencio, preguntándose qué sentimientos despertaba aquella inesperada libertad en los pobres chicos, qué sueños, qué oscuros deseos. De pronto, uno de los más pequeños se detuvo y gritó:
– ¡Un lagarto! ¡Eh, un lagarto! ¡Mirad!
Al sol, entre dos piedras, unas colas aparecían y desaparecían; unas cabezas delgadas y chatas se mostraban y se ocultaban; unas gargantas palpitantes se alzaban y bajaban con rápidas y asustadas pulsaciones. Los chicos miraban fascinados. Algunos incluso se habían arrodillado en el sendero. El sacerdote esperó unos momentos y luego les ordenó continuar. Los chicos se levantaron dócilmente, pero, en ese preciso instante, unas piedras salieron despedidas de sus manos tan rápidamente, con una puntería tan sorprendente, que dos lagartos, los más grandes y bonitos, de un gris tan delicado que parecía casi azul, murieron en el acto.
– ¿Por qué habéis hecho eso? -exclamó el sacerdote, enfadado. Nadie respondió-. ¿Por qué? ¡Es una crueldad!