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– Es que son como las víboras, muerden -respondió un chico de rostro pálido y huraño y nariz larga y afilada.

– ¡Qué estupidez! Los lagartos son inofensivos.

– ¡Ah! No lo sabíamos, señor cura -replicó el chico con socarronería mal disimulada y una fingida inocencia que no engañó al sacerdote.

Philippe se dijo que no era ni el momento ni el lugar de reñirlos por aquello y se limitó a inclinar levemente la cabeza, como si estuviera satisfecho con la respuesta, pero no obstante añadió:

– Ahora ya lo sabéis.

Y les hizo formar filas para seguirlo. Hasta entonces los había dejado ir como quisieran, pero de pronto pensó que a alguno podía ocurrírsele escapar. Acostumbrados al silbato, a la docilidad, al silencio obligatorio, obedecieron tan perfecta y mecánicamente que a Philippe se le encogió el corazón. Recorrió con la mirada aquellos rostros, súbitamente inexpresivos, apagados, tan impenetrables como una casa cerrada a cal y canto, con el alma recluida en sí misma, ausente o muerta, y les dijo:

– Tenemos que darnos prisa para encontrar un sitio en el que pasar la noche; pero en cuanto sepa dónde dormiremos, y después de cenar (¡porque enseguida empezaréis a tener hambre!), haremos un fuego de campamento y nos quedaremos despiertos tanto rato como queráis.

Y siguió andando entre ellos, hablándoles de los chicos de Auvernia, del esquí, de las excursiones por la montaña, en un esfuerzo por despertar su interés, por ganarse su confianza. Un esfuerzo vano. Tenía la sensación de que ni siquiera lo escuchaban; comprendió que nada que pudiera decirles, ya fuera para animarlos, corregirlos o educarlos, conseguiría penetrar en sus almas, porque estaban cerradas, tapiadas, sordas y mudas.

«Si pudiera estar más tiempo con ellos…», se dijo. Pero en el fondo de su corazón sabía que no lo deseaba. Sólo deseaba una cosa: perderlos de vista cuanto antes, librarse de aquella responsabilidad y del malestar que le hacían sentir. La ley de amor que hasta entonces le había parecido casi fácil -tan grande era en él la gracia de Dios, pensaba humildemente-, ahora le resultaba imposible de acatar, «justo cuando puede que sea la primera vez que constituya un esfuerzo meritorio de mi parte, un sacrificio real. ¡Qué débil soy!».

Llamó a un pequeño que se rezagaba continuamente.

– ¿Estás cansado? ¿Te hacen daño los zapatos?

Sí, no se había equivocado: los zapatos le apretaban. Philippe le dio la mano para ayudarlo a avanzar y le habló con afecto. Como el niño caminaba con una mala postura, la espalda encorvada y los hombros encogidos, lo cogió del cuello con dos dedos, suavemente, para obligarlo a erguir el cuerpo. El chico no opuso resistencia. Al contrario: mirando al frente con rostro inexpresivo, se apoyó en la mano de Philippe, y aquella presión sorda, insistente, aquella extraña y equívoca caricia, o más bien aquella muda petición de una caricia, arrebolaron el rostro del sacerdote. Philippe lo cogió por la barbilla e intentó sumergir su mirada en la del pequeño, pero los ojos de éste permanecían ocultos bajo los entornados párpados.

El sacerdote apretó el paso procurando recogerse, como solía hacer en momentos de tristeza, en una oración interior; no era una plegaria propiamente dicha. A menudo, ni siquiera eran palabras que formaran parte del lenguaje humano, sino una especie de inefable contemplación de la que salía bañado de alegría y paz. Pero hoy ambas se le resistían con igual fuerza. La piedad que sentía estaba contaminada de inquietud y amargura. Era demasiado evidente que a aquellas pobres criaturas les faltaba la gracia: Su gracia. A Philippe le habría gustado derramarla sobre ellos, poder inocular la fe y el amor en sus áridos corazones. Ciertamente, bastaba un suspiro del Crucificado, un aleteo de uno de sus ángeles, para que el milagro se realizara; pero él, Philippe Péricand, ¿no había sido elegido por Dios para amansar, para entreabrir las almas y prepararlas para la venida de Dios? Ser incapaz lo hacía sufrir. A él le habían sido ahorrados los instantes de duda y ese súbito endurecimiento que se apodera del creyente y lo deja, no a merced de los príncipes de este mundo, sino abandonado, a medio camino entre Satán y Dios, sumido en las tinieblas.

Para él, la tentación era otra: una especie de impaciencia sagrada, el deseo de acumular a su alrededor almas liberadas, una ansiedad trémula que, en cuanto había conquistado un corazón para Dios, lo lanzaba hacia otras batallas, pero siempre sintiéndose frustrado, insatisfecho, descontento de sí mismo. No era suficiente. ¡No, Señor, no lo era! Aquel viejo descreído que se había confesado, que había comulgado en su última hora; aquella pecadora que había renunciado al vicio; aquel pagano que había pedido el bautismo… ¡No le bastaba, no, de ninguna manera! Tal vez padecía de algo parecido al ansia del avaro por amasar oro. Sin embargo, no era exactamente eso, sino más bien la sensación que a veces experimentaba a orillas del río cuando era niño: aquel estremecimiento de alegría cada vez que atrapaba un pez (ahora no comprendía cómo había podido gustarle aquel juego cruel, hasta el punto de que casi no podía comer pescado; se alimentaba con verdura, queso, pan fresco, castañas y aquella espesa sopa campesina en que la cuchara casi flotaba). De niño había sido un pescador compulsivo, y aún recordaba la angustia que sentía cuando el sol se ocultaba, la pesca había sido escasa y sabía que el día de asueto había acabado para él. Le habían reprochado su exceso de escrúpulos. El mismo temía que no vinieran de Dios, sino de Otro… Aun así, nunca había sentido aquello como ese día, en aquel camino, bajo aquel cielo surcado por aviones enemigos, entre aquellos niños, de los que sólo salvaría los cuerpos…

Llevaban un buen rato caminando cuando vieron las primeras casas de un pueblo. Era muy pequeño y estaba intacto, pero desierto: sus habitantes habían huido. No obstante, antes de marcharse habían cerrado puertas y ventanas a cal y canto, y se habían llevado consigo los perros, los conejos y las gallinas. Sólo quedaban los gatos, que dormían al sol en los senderos de los jardines o se paseaban por los bajos tejados con aire satisfecho y tranquilo. Como era la temporada de las rosas, en cada porche se veía una hermosa flor totalmente abierta, sonriente, que dejaba a las avispas y los abejorros penetrar en su interior y devorarle el corazón. Aquel pueblo abandonado por los hombres, en el que no se oían pasos ni voces y al que le faltaban todos los sonidos del campo -el chirrido de las carretillas, el zureo de las palomas, el cloqueo de los corrales-, se había convertido en el reino de los pájaros, las abejas y los abejorros. Philippe pensó que nunca había oído tantos cantos vibrantes y felices ni visto tantas colmenas a su alrededor. Las pacas de heno, las fresas, los groselleros, las pequeñas y olorosas flores que bordeaban los arriates, cada macizo, cada mata, cada brizna de hierba, emitían un dulce ronroneo. Aquellos jardincillos habían sido cuidados con esmero, con amor; todos tenían un arco cubierto de rosas, un cenador en el que aún se veían las últimas lilas, un par de sillas de hierro, un banco al sol. Las grosellas, transparentes y doradas, eran enormes.

– ¡Qué buen postre vamos a tener esta noche! -exclamó Philippe-. Los pájaros no tendrán más remedio que compartirlo con nosotros. No hacemos daño a nadie recogiendo esa fruta. Todos lleváis mochilas bien provistas; hambre no vamos a pasar. Pero no esperéis dormir en una cama. Supongo que no os dará miedo pasar una noche al raso… Tenéis buenas mantas. A ver, ¿qué necesitamos? Un prado, una fuente… Los pajares y los establos no os atraen demasiado, ¿verdad? A mí tampoco. Hace tan buen tiempo… Bueno, comed un poco de fruta para reponer fuerzas y seguidme; a ver si encontramos un buen sitio.

Philippe esperó un cuarto de hora a que los chavales se hartaran de fresas; los vigilaba atentamente para que no pisaran las flores y hortalizas, pero no tuvo que intervenir; eran realmente obedientes. Esa vez no necesitó ponerse firme, sólo levantar la voz.