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Para levantar un peso tan enorme,

Sísifo, se necesitaría tu coraje.

No me faltan ánimos para la tarea,

mas el objetivo es largo y el tiempo, corto.

Estigmatiza el miedo, la cobardía, la aceptación de la humillación, de la persecución y las masacres. Está sola. En los medios literarios y editoriales, raros son los que no han optado por el colaboracionismo. Todos los días acude al encuentro del cartero, pero no hay correo para ella. No trata de escapar de su destino huyendo, por ejemplo, a Suiza, que acoge con parsimonia a judíos procedentes de Francia, sobre todo a mujeres y niños. Se siente tan abandonada que el 3 de junio redacta un testamento en favor de la tutora de sus hijas, a fin de que ésta pueda cuidar de ellas cuando su madre y su padre hayan desaparecido. Da indicaciones precisas, enumera todos los bienes que ha logrado salvar y que podrán aportar dinero para pagar el alquiler, calentar la casa, comprar un horno, contratar a un jardinero que se ocupe del huerto, que proporcionará verduras en aquel período de racionamiento; da la dirección de los médicos que atienden a las niñas, fija su régimen alimentario. Ni una palabra de rebeldía. La simple constatación de la situación como se presenta. Es decir, desesperada.

El 3 de julio de 1942 escribe: «Desde luego, y a menos que las cosas duren y se compliquen aún más, ¡que todo acabe, bien o mal!» Ve la situación como una serie de violentas sacudidas que podrían acabar con su vida.

El 11 de julio trabaja en el pinar, sentada sobre su jersey de lana azul, «en medio de un océano de hojas podridas y empapadas por la tormenta de la pasada noche como sobre una balsa, con las piernas dobladas bajo el cuerpo».

Ese mismo día escribe a su director literario en Albin Michel una carta que no deja ninguna duda sobre su certeza de que no sobreviviría a la guerra que los nazis habían declarado a los judíos: «Querido amigo… piense en mí. He escrito mucho. Supongo que serán obras póstumas, pero ayuda a pasar el tiempo.»

El 13 de julio, los gendarmes franceses llaman a la puerta de los Némirovsky. Van a detener a Iréne. Es internada el 16 de julio en el campo de concentración de Pithiviers, en el Loiret. Al día siguiente la deportan a Auschwitz en el convoy número 6. Tras ser recluida en el campo de exterminio de Birkenau, debilitada, pasa por el Revier [1] y es asesinada el 17 de agosto de 1942.

Tras la marcha de Iréne, Michel Epstein no ha comprendido que el arresto y la deportación significan la muerte. Todos los días aguarda su regreso, y exige que pongan su cubierto en la mesa en cada comida. Desesperado, se queda con sus hijas en Issy-l'Évêque. Escribe al mariscal Pétain para explicar que su mujer tiene una salud delicada, y solicita permiso para ocupar su lugar en un campo de trabajo.

La respuesta del gobierno de Vichy será el arresto de Michel en octubre de 1942. Lo internarán en el Creusot y luego en Drancy, donde su anotación de registro indica que le confiscaron 8.500 francos. Será a su vez deportado a Auschwitz el 6 de noviembre de 1942, y ejecutado al llegar.

Apenas hubieron arrestado a Michel Epstein, los gendarmes se presentaron en la escuela municipal para apoderarse de la pequeña Denise, a la que su maestra logró esconder en el reducido espacio que quedaba entre su cama y la pared.

Lejos de desanimarse, los gendarmes franceses perseguirán obstinadamente a las dos niñas, buscándolas por todas partes para hacerles correr la misma suerte que a sus padres. Su tutora tendrá la presencia de ánimo de descoser la estrella judía de las ropas de Denise y ayudar a las dos chiquillas a cruzar Francia clandestinamente. Pasarán varios meses ocultas primero en un convento y luego en sótanos en la región de Burdeos.

Tras haber perdido la esperanza de ver regresar a sus padres después de la guerra, buscaron la ayuda de su abuela, que había pasado aquellos años en Niza rodeada de las mayores comodidades. Pero ésta se negó a abrirles la puerta y desde el otro lado les gritó que si sus padres habían muerto debían dirigirse a un orfanato. Murió a la edad de 102 años en su gran piso de la avenida Président-Wilson.

En su caja fuerte no encontraron otra cosa que dos libros de Iréne Némirovsky: Jézabel y David Golder

La historia de la publicación de Suite francesa en muchos aspectos recuerda un milagro; merece ser contada.

En su huida, la tutora y las dos niñas se llevaron consigo una maleta que contenía fotos, documentos de la familia y este último manuscrito de la escritora, redactado con letra minúscula para economizar la tinta y el pésimo papel de guerra. Iréne Némirovsky había trazado en aquella postrera obra un retrato implacable de la Francia abúlica, vencida y ocupada.

La maleta acompañó a Élisabeth y Denise Epstein de un refugio precario y fugaz a otro. El primero fue un internado católico. Sólo dos religiosas sabían que las niñas eran judías. Habían puesto un nombre falso a Denise, pero no conseguía acostumbrarse, y en clase la llamaban al orden porque no respondía cuando la nombraban. Entonces, los gendarmes, que seguían ensañándose y no encontraban nada más importante que hacer que entregar a dos niñas judías a los nazis, recuperaron su pista. Tuvieron que abandonar el internado. En los sótanos donde pasó varias semanas, Denise contrajo una pleuritis; los que la ocultaban, al no atreverse a llevarla a un médico, le administraron por todo tratamiento resina de pino. A punto de ser descubiertas, tuvieron que huir de nuevo, con la preciosa maleta siempre preparada para una emergencia. La tutora ordenaba a Denise antes de subir a un tren: «¡Esconde la nariz!»

Cuando los supervivientes de los campos nazis empezaron a llegar a la Gare de l'Est, Denise y Élisabeth acudían allí todos los días. También iban, con una pancarta en la que se leía su nombre, al hotel Lutétia, habilitado como centro de acogida para los repatriados. En cierta ocasión, Denise echó a correr porque creyó reconocer la silueta de su madre en la calle.

Denise había salvado el precioso cuaderno. No se atrevía a abrirlo, le bastaba con verlo. No obstante, una vez trató de conocer su contenido, pero le resultó demasiado doloroso. Pasaron los años.

Junto con su hermana Élisabeth, convertida en directora literaria con el nombre de Élisabeth Gille, tomó la decisión de confiar la última obra de su madre al Institut Mémoire de l'Édition Contemporaine, con el fin de salvarla.

Sin embargo, antes de separarse de ella decidió mecanografiarla. Con la ayuda de una gruesa lupa emprendió entonces una larga y difícil labor de descifrado. Finalmente, Suite francesa fue introducida en la memoria de un ordenador, y retranscrita una tercera vez en su estado definitivo. No se trataba, como ella había pensado, de simples notas, de un diario íntimo, sino de una obra violenta, un fresco extraordinariamente lúcido, un sobrecogedor retrato de Francia y los franceses en aquella encrucijada: rutas del éxodo; pueblos invadidos por mujeres y niños agotados, hambrientos, luchando por la posibilidad de dormir en una simple silla en el pasillo de una posada rural; coches cargados de muebles y enseres, atascados sin gasolina en medio del camino; grandes burgueses asqueados por el populacho y tratando de salvar sus chucherías; prostitutas de lujo despachadas por sus amantes, que tenían prisa por abandonar París con su familia; un cura conduciendo hacia un refugio a unos huérfanos que, liberados de sus inhibiciones, acabarán por asesinarlo; un soldado alemán alojado en una casa burguesa y seduciendo a una mujer joven ante la mirada de su suegra. En este cuadro desconsolador, sólo una pareja modesta, cuyo hijo ha resultado herido en los primeros combates, conserva su dignidad. Entre los soldados vencidos que se arrastran por las carreteras, en el caos de los convoyes militares que llevan a los heridos a los hospitales, intentarán en vano encontrar su pista.

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[1] Enfermería de Auschwitz, donde los prisioneros demasiado enfermos para trabajar eran confinados en condiciones atroces. Periódicamente, las SS los amontonaban en camiones y los llevaban a la cámara de gas.