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– Vamos, dejad un poco para la noche. Seguidme. Si no remoloneáis por el camino, no hace falta que vayáis en fila.

Una vez más, los chicos obedecieron. Miraban los árboles, el cielo, las flores, sin que Philippe pudiera adivinar lo que pensaban… Lo que al parecer les gustaba, lo que les llegaba al corazón, no era el entorno visible, sino el embriagador aroma a aire puro y libertad que respiraban, tan nuevo para ellos.

– ¿Ninguno de vosotros conocía el campo? -les preguntó.

– No, señor cura.

– No, señor cura -repitieron todos con lentitud.

Philippe ya había advertido que sólo conseguía que le respondieran tras unos segundos de silencio, como si necesitaran tiempo para inventar una mentira, un embuste, o como si nunca comprendieran exactamente lo que se les preguntaba… Siempre aquella sensación de tratar con seres… no del todo humanos, pensó Philippe, y en voz alta dijo:

– Vamos, démonos prisa.

No muy lejos del pueblo vieron un gran parque mal cuidado, con un hermoso lago, profundo y transparente, y una casa en lo alto de un promontorio. La casa señorial, sin duda, pensó Philippe. Se acercó a la verja y llamó con la esperanza de que hubiese alguien, pero la caseta del guarda estaba cerrada y nadie respondió a la llamada.

– En cualquier caso, ahí hay un sitio que parece hecho para nosotros -dijo señalando la orilla del lago-. En fin, niños, haremos menos daño que en esos jardincillos tan bien cuidados, estaremos mejor que en el camino y, si estalla una tormenta, seguro que podremos refugiarnos en esas casetas de baño.

El parque sólo estaba protegido por una valla de alambre, que saltaron con facilidad.

– No olvidéis -dijo Philippe riendo- que esto es un allanamiento y nunca debéis hacerlo, así que os pido que tengáis el respeto más absoluto hacia esta propiedad. Ni una rama rota, ni un papel de periódico abandonado en la hierba, ni una lata de conserva tirada por ahí. ¿Entendido? Si os portáis bien, mañana os dejaré bañaros en el lago.

La hierba estaba tan alta que les llegaba hasta las rodillas, y al avanzar aplastaban las flores. Philippe les mostró las flores de la Virgen, estrellas de seis pétalos blancos, y las de San José, de un suave morado casi rosa.

– ¿Podemos cogerlas, señor cura?

– Sí, de ésas, tantas como queráis. Basta un poco de lluvia y sol para hacerlas germinar. Eso, en cambio, ha costado muchos cuidados y mucho esfuerzo -dijo señalando los arriates que rodeaban el edificio.

Uno de los chicos que estaba junto a él levantó la cara, pequeña, pálida, de pómulos muy marcados, hacia las grandes ventanas cerradas.

– ¡Cuántas cosas debe de haber ahí dentro! -Lo dijo en voz baja, pero con una sorda aspereza que turbó al sacerdote. Como él no respondió, el chico insistió-. ¿Verdad que ahí dentro tiene que haber muchas cosas, señor cura?

– Nosotros nunca hemos visto casas como ésa -murmuró otro.

– Sin duda habrá cosas muy bonitas, muebles, cuadros, estatuas… Pero muchos de estos señores están arruinados y, si imagináis que ibais a ver maravillas, puede que os llevarais una decepción -respondió Philippe en tono desenfadado-. Supongo que lo que más os interesa es la comida. Como la gente de esta región parece muy previsora, seguramente se lo habrán llevado todo. Y, como de todas maneras no habríamos podido tocar nada, porque no es nuestro, más vale que nos olvidemos del asunto y nos arreglemos con lo que tenemos. Vamos a formar tres equipos: el primero recogerá ramas secas, el segundo traerá agua y el tercero preparará los platos.

Bajo la dirección del sacerdote, los chicos trabajaron deprisa y bien. Encendieron un gran fuego a la orilla del lago; comieron, bebieron, recogieron frutos silvestres… Philippe quiso organizar juegos, pero los chicos jugaban de mala gana y en silencio, sin entusiasmo, sin risas. El lago ya no brillaba a la luz del sol, pero relucía débilmente, y a su alrededor se oía el croar de las ranas. El fuego iluminaba a los chicos, inmóviles y tapados con las mantas.

– ¿Queréis dormir? -Nadie respondió-. No tenéis frío, ¿verdad?

Otro silencio.

«Sin embargo, no todos están dormidos», se dijo el sacerdote. Se levantó y paseó entre ellos. De vez en cuando se agachaba y cubría un cuerpo más delgado, más frágil que los otros, una cabeza con el pelo aplastado y orejas de asa. Tenían los ojos cerrados. ¿Fingían dormir o realmente el sueño los había vencido? Philippe regresó junto al fuego para seguir leyendo su breviario. De vez en cuando levantaba la mirada y contemplaba los reflejos del agua. Esos instantes de muda meditación le aliviaban todas sus fatigas, lo compensaban de todas sus penas. El amor volvía a impregnarlo como la lluvia una tierra árida, primero gota a gota, abriéndose paso entre las piedras con dificultad, y luego, tras encontrar el corazón, en una larga y rápida riada.

¡Pobres chicos! Uno de ellos estaba soñando y emitía un largo y monótono quejido. En la penumbra, el sacerdote alzó la mano, los bendijo y musitó:

– Pater amat vos.

Era lo que solía decir a sus alumnos de catecismo cuando los exhortaba a la penitencia, la resignación y la oración. «El Padre os ama.» ¿Cómo había podido creer que a aquellos desventurados les faltaba la gracia? Puede que él fuera menos amado, tratado con menos indulgencia, con menos ternura divina que el menor, el más desgraciado de ellos. «¡Oh, Jesús, perdóname! ¡Ha sido un arranque de orgullo, una trampa del demonio! ¿Qué soy yo? ¡Menos que nada, polvo bajo tus divinos pies, Señor! Porque, ¿qué no podrías exigirme a mí, a quien has amado, protegido desde la infancia, conducido hacia Ti? Pero estos chicos… unos serán elegidos y los otros… Los Santos los redimirán. Sí, todo está bien, todo es bueno, todo es gracia. ¡Jesús, perdona mi flaqueza!»

El agua palpitaba mansamente, la noche era solemne y tranquila… Aquella presencia sin la que no habría podido vivir, aquel Soplo, aquella Mirada, estaban con él, en la oscuridad. Una criatura adormecida en la oscuridad, acurrucada en el regazo de su madre, no necesita luz para reconocer sus amadas facciones, sus manos, sus anillos… Ríe bajito, dichosa. «Jesús, estás ahí, de nuevo estás ahí. ¡Quédate a mi lado, divino Amigo!» Una larga y rosada llama se elevó de un negro tronco. Era tarde; la luna ascendía en el cielo, pero Philippe no tenía sueño. Cogió una manta y se tumbó en la hierba. Siguió echado, con los ojos muy abiertos, notando el roce de una flor en la mejilla. Ni un solo ruido en aquel rincón de la tierra.

No oyó nada, no vio nada; percibió, con una especie de sexto sentido, la silenciosa carrera de dos chicos en dirección a la casa. Fue todo tan rápido que en un primer momento creyó que estaba soñando. No quiso llamarlos para no despertar a los demás. Se levantó, se sacudió la sotana, cubierta de briznas y pétalos, y siguió a los dos chicos hacia el edificio. El espeso césped amortiguaba el ruido de los pasos. De pronto, recordó que en una ventana había visto un postigo entreabierto. Sí, no se había equivocado. La luna iluminaba la fachada. Uno de los chicos empujaba el postigo, intentando forzarlo. A Philippe no le dio tiempo de gritar para detenerlos: una piedra acababa de romper el cristal. Los fragmentos estallaron contra el suelo. Con agilidad felina, los chicos desaparecieron en el interior.

– ¡Ah, granujas, ya os daré yo! -murmuró Philippe.

Se recogió la sotana hasta las rodillas y, siguiendo el mismo camino que los chicos, apareció en un salón que tenía los muebles cubiertos con fundas y un suelo de parquet frío y brillante. Buscó a tientas el interruptor. Cuando al fin consiguió encender la luz, no vio a nadie. Indeciso, miró alrededor (los chicos estaban escondidos o habían huido): aquellos canapés, aquel piano, aquellos butacones cubiertos con fundas de flotantes pliegues, aquellas cortinas de seda floreada eran excelentes escondites. Avanzó hacia uno de los balcones, porque las colgaduras se habían movido, y las apartó bruscamente. Uno de los chicos estaba allí; era uno de los mayores, casi un hombre, de rostro moreno, frente estrecha y mandíbula prominente, aunque tenía unos ojos bastante hermosos.