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– ¿Qué hacéis aquí? -le preguntó el sacerdote.

Oyó ruido a sus espaldas y se volvió; el otro chico estaba en la habitación, justo detrás de él. También aparentaba diecisiete o dieciocho años; en su demacrado rostro, los labios, apretados, tenían una expresión desdeñosa; era como si el animal alentara bajo su piel. Philippe estaba en guardia, pero eran demasiado rápidos para él; en un abrir y cerrar de ojos se le echaron encima y, mientras uno le ponía la zancadilla, el otro lo agarró del cuello. Pero Philippe se debatía silenciosa, eficazmente. Consiguió atrapar a uno por el cuello de la camisa y lo sujetó con tanta firmeza que lo obligó a quedarse quieto. Pero, durante el forcejeo, algo se le cayó del bolsillo y rodó por el parquet. Era dinero.

– Felicidades, veo que no has perdido el tiempo -le dijo Philippe sentado en el suelo, jadeando. Y pensó: «Sobre todo, no hagas un drama. Hazlos salir de aquí y te seguirán como corderillos. Mañana ya se verá»-. ¡Bueno, ya está bien, eh! Se acabaron las estupideces… ¡Andando!

Apenas había acabado de hablar, cuando volvieron a abalanzarse sobre él con un salto silencioso, salvaje y desesperado. Uno de ellos lo mordió y le hizo sangre.

«Van a matarme», se dijo Philippe con una especie de estupor. Lo atacaban como dos lobos. No quería hacerles daño, pero no tuvo más remedio que defenderse; a puñetazos y patadas consiguió rechazarlos, pero ellos volvieron a la carga con redoblada saña, como locos, como bestias, como si hubieran perdido todo rasgo humano… Pese a todo, Philippe los habría dominado, pero se golpeó la cabeza contra un mueble, un velador con patas de bronce, y se desplomó. Mientras caía, oyó a uno de los chicos correr a la ventana y soltar un silbido. Del resto no vio nada: ni a los veintiocho adolescentes, súbitamente despiertos, cruzando el césped a la carrera y trepando por la ventana, ni la embestida contra los frágiles muebles para destrozarlos, volcarlos, arrojarlos por las ventanas… Estaban enloquecidos, bailaban alrededor del sacerdote, que seguía inconsciente, cantaban, gritaban… Un renacuajo con cara de chica brincaba sobre un sofá cuyos viejos muelles rechinaban sin cesar. Los mayores encontraron un mueble bar y lo llevaron al salón dándole patadas, mas descubrieron que estaba vacío. Pero no necesitaban vino para emborracharse: les bastaba con la destrucción, que les proporcionaba una dicha espantosa. Llevaron a Philippe hasta la ventana y lo dejaron caer pesadamente al césped. Luego siguieron arrastrándolo hasta el lago y, agarrándolo por los pies y las manos, lo levantaron en vilo y lo balancearon como a un pelele.

– ¡Vamos! ¡Arriba! ¡Hay que matarlo! -chillaban con sus voces roncas, que en muchos casos conservaban el timbre infantil.

Pero, cuando cayó al agua, todavía estaba vivo. El instinto de conservación, o un resto de coraje, lo retuvo al borde de la muerte. Se aferró con las dos manos a la rama de un árbol y trató de mantener la cabeza fuera del agua. Su rostro, desfigurado por los puñetazos y las patadas, estaba ensangrentado, tumefacto, en un estado grotesco y terrible. Empezaron a apedrearlo. Al principio consiguió aguantar agarrado a la rama, que oscilaba, crujía, amenazaba con partirse. Trató de alcanzar la otra orilla, pero la lluvia de piedras arreció. Al fin, se tapó la cara con los brazos, y los chicos lo vieron hundirse a plomo en su negra sotana. Atrapado en el cieno, no se ahogó. Y así fue como murió, con el agua hasta la cintura, la cabeza echada atrás y un ojo reventado de una pedrada.

26

En la catedral de Notre-Dame de Nimes, todos los años se celebraba una misa en sufragio de los difuntos de la familia Péricand-Maltête; pero, como en la ciudad ya no quedaba más que la madre de la señora Péricand, por lo general el oficio se despachaba con cierta prisa en una capilla lateral, ante la anciana señora, obesa y medio ciega, que ahogaba las palabras del sacerdote con su ronca respiración, y una cocinera que llevaba treinta años con ella. La señora Péricand era una Craquant, pariente de los Craquant de Marsella, familia que había hecho fortuna con el aceite. Era un origen ciertamente honroso (su dote había ascendido a dos millones, dos millones de los de antes de la guerra), pero palidecía ante el prestigio de su nueva familia. Su madre, la anciana señora Craquant, compartía su punto de vista y, retirada en Nimes, observaba los ritos de los Péricand con gran fidelidad, rezaba por las almas de sus difuntos y dirigía a los vivos cartas de felicitación de boda y de bautizo, como esos ingleses de las colonias que se emborrachaban en solitario cuando Londres festejaba el cumpleaños de la reina.

La misa de difuntos era especialmente grata a la señora Craquant, porque tras ella, a la vuelta de la catedral, entraba en una pastelería donde se tomaba una taza de chocolate y dos cruasanes. Estaba demasiado gorda y su médico le había impuesto un severo régimen, pero, como se había levantado más temprano que de costumbre, se ventilaba sin remordimientos el pequeño tentempié. Incluso a veces, cuando la cocinera, a la que temía, estaba de espaldas, rígida y silenciosa junto a la puerta, con los dos misales en la mano y el chal de la señora en el brazo, la anciana cogía un plato de pasteles y, como quien no quiere la cosa, se comía ya un petisú de crema, ya una tartita de cerezas, ya ambas cosas a la vez.

Fuera, bajo el sol y las moscas, esperaba el coche, tirado por dos caballos viejos y conducido por un cochero casi tan rollizo como la señora.

Ese año, todo se había trastocado; los Péricand, refugiados en Nimes tras los acontecimientos de junio, acababan de recibir la noticia de la muerte del señor Péricand-Maltête y de Philippe. La primera les fue comunicada por las hermanas del asilo donde el anciano había tenido una muerte «muy dulce, muy consoladora y muy cristiana», según decía en su carta sor Marie del Santísimo Sacramento, cuya bondad para con los deudos la había llevado a ocuparse en sus menores detalles del testamento, que sería transcrito a la mayor brevedad.

La señora Péricand leyó y releyó la última frase y suspiró; una expresión inquieta asomó a su rostro, pero no tardó en dar paso a la compunción de la cristiana que acaba de saber que un ser querido ha dejado este mundo en paz con Dios.

– Ahora el abuelito está con el Niño Jesús, hijos míos -comunicó a sus retoños.

Dos horas más tarde, la segunda desgracia que había golpeado a la familia llegó a su conocimiento, pero esta vez sin detalles. El alcalde de un pueblecito del Loiret les informaba de que el padre Philippe Péricand había encontrado la muerte en un accidente y les enviaba los documentos que establecían su identidad de forma fidedigna. En cuanto a los treinta pupilos que estaban a su cargo, habían desaparecido. Como en esos momentos la mitad de Francia estaba buscando a la otra mitad, a nadie le extrañó. Se hablaba de un camión que había caído al río no lejos del lugar en que Philippe había encontrado la muerte, y sus familiares acabaron convenciéndose de que el sacerdote y los huérfanos viajaban en él.

Para terminar, les fue comunicado que Hubert había muerto en la batalla de Moulins. Esta vez la catástrofe superaba todo lo previsible. La inmensidad de su desgracia arrancó a la madre una exclamación de orgullo y desesperación:

– ¡Traje al mundo a un héroe y a un santo! -proclamó y, mirando sombríamente a su prima Craquant, cuyo único hijo había encontrado un tranquilo puesto en la defensa pasiva de Toulouse, murmuró-: Nuestros hijos pagan por los de otros… Querida Odette, mi corazón sangra… Sabes que no he vivido más que para mis hijos, que he sido madre y sólo madre. -La señora Craquant, que había sido un tanto ligera de cascos en su juventud, bajó la cabeza-. Pero te lo juro: el orgullo que siento hace que olvide mi pena.