Y erguida y digna, sintiendo ya el revoloteo de los crespones a su alrededor, acompañó hasta la puerta a su prima, que tras suspirar reconoció humildemente:
– ¡Ay, eres una auténtica romana!
– Una buena francesa, nada más -replicó la señora Péricand con sequedad, y le volvió la espalda.
Esas palabras consiguieron aliviar un poco su vivo y profundo dolor. Siempre había respetado a Philippe y comprendido, en cierta medida, que no pertenecía a este mundo; sabía que soñaba con las misiones y que, si había renunciado a ellas, había sido por un refinamiento de humildad que lo llevó a elegir, para servir a Dios, lo que le resultaba más duro: someterse a los deberes cotidianos. Tenía la certeza de que ahora su hijo estaba junto a Jesús. Cuando decía otro tanto de su suegro, lo hacía con una duda interior, que se reprochaba; en fin… Pero, en cuanto a Philippe: «¡Lo veo como si estuviera con él!», pensaba. Sí, podía sentirse orgullosa de Philippe, que derramaba sobre ella el resplandor de su alma. Pero lo más extraño era lo que experimentaba con relación a Hubert. Hubert, que cosechaba un cero tras otro en el instituto, que se mordía las uñas; Hubert, con sus dedos manchados de tinta, su cara redonda y mofletuda, su ancha y risueña boca… Hubert, muerto como un héroe… Inconcebible. Cuando contaba a sus conmovidos amigos la fuga de Hubert («Intenté retenerlo, pero ya veía que era imposible. Era un niño, pero un niño valiente, y cayó por el honor de Francia. Como dice Rostand: "Es mucho más hermoso cuando es inútil"»), la señora Péricand embellecía el pasado. Y de verdad creía haber dicho todas aquellas palabras orgullosas, haber enviado a su hijo a la guerra.
Nimes, que hasta entonces la había mirado no sin cierta acritud, sentía por aquella pobre madre una piedad rayana en la ternura.
– Hoy estará toda la ciudad -suspiró la anciana señora Craquant con melancólica satisfacción.
Era el 31 de julio. A las diez debía celebrarse la mencionada misa de difuntos, a los que tan trágicamente se habían sumado aquellos tres nombres.
– ¡Oh, mamá! ¿Y qué importa eso? -respondió su hija, sin que pudiera saberse si sus palabras aludían a la futilidad de semejante consuelo o a la pobre opinión que le merecían sus paisanos.
La ciudad brillaba bajo un sol ardiente. En los barrios populares, un viento seco y socarrón agitaba las cortinillas de cuentas en las puertas de las casas. Las moscas importunaban, barruntaban la tormenta. Nimes, habitualmente aletargada en esa época del año, estaba abarrotada. Los refugiados que la habían invadido seguían allí, retenidos por la falta de gasolina y por el cierre provisional de la frontera del Loira. Las calles y plazas se habían transformado en aparcamientos. No había ni una habitación libre. Bastante gente seguía durmiendo en la calle, y una bala de paja, a modo de improvisada cama, se consideraba un lujo. Nimes se enorgullecía de haber cumplido, y con creces, su deber hacia los refugiados. Los había recibido con los brazos abiertos y estrechado contra su corazón. No había familia que no hubiese ofrecido su hospitalidad a los infortunados. Lo único lamentable era que aquel estado de cosas se prolongaba más de lo razonable. El avituallamiento era un problema, pero tampoco había que olvidar, decía Nimes, que todos aquellos pobres refugiados, extenuados por el viaje, serían víctimas de terribles epidemias. Así que, con medias palabras, a través de la prensa, y de manera menos velada, más brutal que por boca de los habitantes, día tras día se los instaba a marcharse cuanto antes, cosa que hasta ese momento no habían permitido las circunstancias.
La señora Craquant, que tenía a toda su familia en casa y por tanto podía negar, con la cabeza bien alta, incluso un simple par de sábanas, disfrutaba con toda aquella animación, que llegaba a sus oídos a través de las persianas bajadas. En ese momento estaba tomando el desayuno con sus nietos, antes de ponerse en camino hacia la catedral. La señora Péricand los contemplaba alimentarse sin tocar lo que le habían servido, que, pese a las restricciones, era apetitoso gracias a las provisiones acumuladas en las enormes alacenas desde el inicio de la guerra.
Su madre, con una servilleta blanca como la nieve desplegada sobre el opulento pecho, estaba acabándose la tercera tostada, pero sospechaba que la digeriría mal; los fijos y fríos ojos de su hija la incomodaban. De vez en cuando dejaba de comer y miraba a la señora Péricand con humildad.
– No sé para qué como, Charlotte -le dijo-. No me entra.
– Haga un esfuerzo, madre -respondía la señora Péricand en un tono gélidamente irónico, empujando la chocolatera hacia la taza de la anciana.
– Bueno, Charlotte, pues ponme media tacita más. Pero sólo media tacita, ¿eh?
– ¿Se da cuenta de que es la tercera?
Pero la señora Craquant parecía repentinamente aquejada de sordera.
– Sí, sí -decía distraídamente asintiendo con la cabeza-. Tienes razón, Charlotte, hay que reponer fuerzas antes de tan triste ceremonia.
Y se echaba al coleto el espeso chocolate en un santiamén.
En ese momento llamaron a la puerta, y un criado llevó un paquete para la señora Péricand. Contenía los retratos de Philippe y Hubert. Había mandado encuadrar dos fotos de sus hijos. Se quedó mirándolas largo rato y luego se levantó, las colocó en la consola y retrocedió unos pasos para apreciar el efecto. A continuación, fue a su habitación y volvió con dos lacitos de crespón y dos cintas tricolores, con las que adornó los marcos. De pronto oyó sollozar al ama, que estaba de pie en el umbral con Emmanuel en los brazos. Jacqueline y Bernard la imitaron. La señora Péricand los cogió de la mano y, con suavidad, los hizo levantarse y los llevó ante la consola.
– ¡Mirad bien a vuestros hermanos mayores, hijos míos! -les dijo-. Pedid a Dios Todopoderoso que os conceda pareceros a ellos. Tratad de ser unos niños buenos, obedientes y estudiosos, como lo fueron ellos. Eran tan buenos hijos -añadió con la voz ahogada por el dolor- que no me extraña que Dios los haya premiado dándoles la palma del martirio. No hay que llorar. Están con Dios Nuestro Señor; nos ven, nos protegen y un día nos recibirán allá arriba, pero mientras tanto aquí abajo podemos estar orgullosos de ellos, como cristianos y como franceses.
Ahora todo el mundo lloraba; la señora Craquant incluso se había olvidado del chocolate y buscaba su pañuelo con mano temblorosa. La foto de Philippe se le parecía extraordinariamente. Aquélla era su mirada, profunda y pura. El joven sacerdote parecía contemplar a los suyos con aquella sonrisa dulce, indulgente y tierna, que esbozaba a veces…
– … Y en vuestras oraciones no olvidéis a esos desgraciados niños que desaparecieron con él -concluyó la señora Péricand.
– Quizá no hayan muerto todos…
– Es posible -dijo distraídamente la señora Péricand-, muy posible. Pobres pequeños… Por otra parte, esa obra es una pesada carga -añadió, y su mente volvió al testamento de su suegro.
La señora Craquant se enjugó las lágrimas.
– El pequeño Hubert… Era tan cariñoso, tan enredador… Recuerdo que, una vez que vinisteis, me quedé traspuesta en el salón después de desayunar, y llegó el perillán de vuestro hermano, despegó de la lámpara el papel para las moscas y lo dejó caer muy despacito sobre mi cabeza. Me desperté sobresaltada y pegué un grito. Ese día le diste un buen correctivo, Charlotte.
– No lo recuerdo -respondió la señora Péricand con sequedad-. Pero acábese el chocolate y démonos prisa, mamá. El coche está abajo. Van a dar las diez.
Bajaron a la calle con la abuela, pesada, jadeante y apoyándose en su bastón, en cabeza, seguida por la señora Péricand, envuelta en crespones, los dos niños mayores vestidos de negro, Emmanuel de blanco, y por último varios criados de riguroso luto. El cupé esperaba; de pronto, cuando el cochero estaba bajando de su asiento para abrir la portezuela, Emmanuel extendió un dedito y señaló a la gente.