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– ¡Hubert! ¡Es Hubert!

El ama se volvió maquinalmente hacia el lugar que indicaba la criatura, palideció como el papel y ahogó un grito:

– ¡Jesús de mi corazón! ¡Virgen santísima!

Una especie de sordo aullido salió de la garganta de la madre, que se echó atrás el negro velo, dio dos pasos en dirección a Hubert y, de repente, resbaló en la acera y cayó en brazos del cochero, que se abalanzó hacia ella a tiempo de sujetarla.

Efectivamente, era Hubert, con un mechón de pelo sobre los ojos y la piel sonrosada y dorada como un melocotón, sin equipaje, sin bicicleta, sin heridas, que avanzaba sonriendo.

– ¡Hola, mamá! ¡Hola, abuela! ¿Todos bien?

– ¿Eres tú? Pero ¿eres tú? ¡Estás vivo! -exclamó la señora Craquant riendo y sollozando a la vez-. ¡Ay, mi pequeño Hubert, ya sabía yo que no podías estar muerto! ¡Eres demasiado granuja para eso, Dios mío!

La señora Péricand había vuelto en sí.

– ¿Hubert? Pero ¿cómo? -balbuceó con un hilo de voz.

Hubert se sintió contento y a la vez incómodo ante semejante recibimiento. Se acercó a su madre, le presentó las dos mejillas, que ella besó sin saber muy bien lo que hacía, y luego se quedó plantado, balanceándose ante ella, como cuando llevaba un cero en traducción latina del instituto.

– Hubert… -gimió ella y, colgándose de su cuello, lo cubrió de besos y lágrimas.

Alrededor se había formado una pequeña y conmovida multitud. Hubert, que no sabía qué cara poner, daba golpecitos en la espalda a su madre, como si se hubiera tragado una espina.

– ¿Es que no me esperabais? -Ella negó con la cabeza-. ¿Ibais a salir?

– ¡Demonio de crío! ¡Íbamos a la catedral, a celebrar una misa por el descanso de tu alma!

– ¡Venga ya! -soltó Hubert.

– Pero bueno, ¿dónde estabas? ¿Qué has hecho estos dos meses? Nos dijeron que habías caído en Moulins…

– Bueno, pues ya veis que no es verdad, puesto que estoy aquí.

– Pero ¿fuiste a luchar? ¡Hubert, no me mientas! ¿Qué necesidad tenías de meterte en ese berenjenal, idiota, más que idiota? ¿Y tu bicicleta? ¿Dónde está tu bicicleta?

– Perdida.

– ¡Naturalmente! ¡Este chico acabará conmigo! Bueno, a ver, cuenta, habla, ¿dónde te habías metido?

– Estaba intentando reunirme con vosotros.

– ¡Si no te hubieras ido! -replicó la señora Péricand con severidad-. ¡Bueno se pondrá tu padre cuando se entere! -dijo al fin con voz entrecortada.

Luego, de repente, se echó a llorar como una Magdalena y empezó a besarlo de nuevo. No obstante, el tiempo corría; la señora Péricand se secó los ojos, pero las lágrimas no querían parar.

– Anda, sube, ve a lavarte. ¿Tienes hambre?

– No; he desayunado muy bien, gracias.

– Cámbiate de pañuelo, de corbata, lávate las manos… ¡Adecéntate un poco, por amor de Dios! Y date prisa en reunirte con nosotros en la catedral.

– ¿Cómo? ¿Todavía vais a ir? Ya que estoy vivo, ¿no preferiríais celebrarlo con una comilona? ¿En un buen restaurante? ¿No?

– ¡Hubert!

– Pero ¿qué pasa? ¿Es porque he dicho «comilona»?

– No, pero… -«Es terrible decírselo así, en plena calle», pensó la señora Péricand, y, cogiéndolo de la mano, lo hizo subir al cupé-. Han ocurrido dos desgracias terribles, hijo mío. Primero, el abuelito… El pobre abuelito ha muerto. Y Philippe…

Hubert encajó el golpe de un modo extraño. Dos meses antes se habría echado a llorar, y sus mejillas se habrían llenado de gruesas, saladas y transparentes lágrimas. Ahora, su rostro, muy pálido, adquirió una expresión viril, casi dura, que su madre no le conocía.

– El abuelo me da igual -murmuró tras un largo silencio-. Pero Philippe…

– Hubert, ¿te has vuelto loco?

– Sí, me da igual, y a ti también. Era muy viejo y estaba enfermo. ¿Qué iba a hacer en medio de este follón?

– ¡Habrase visto! -protestó la señora Craquant, herida.

Pero Hubert siguió hablando sin hacerle caso:

– Pero Philippe… ¿Estáis seguros? ¿No pasará como conmigo?

– Por desgracia, estamos seguros…

– Philippe… -La voz de Hubert tembló y se quebró-. No era de este mundo. Los demás hablan constantemente del cielo, pero no piensan más que en la tierra… El venía de Dios y ahora debe de ser muy feliz. -Se tapó la cara con las manos y permaneció inmóvil.

En ese momento sonaron las campanas de la catedral. La señora Péricand posó la mano en el brazo de su hijo.

– ¿Vamos?

Hubert asintió. La familia montó en el cupé y en el coche que lo seguía. Llegaron a la catedral. Hubert iba entre su madre y su abuela, que siguieron flanqueándolo cuando se arrodilló en un reclinatorio. La gente lo había reconocido; Hubert oía cuchicheos y exclamaciones ahogadas. La señora Craquant no se había equivocado; estaba todo Nimes. Todo el mundo pudo ver al resucitado que venía a dar gracias a Dios por haberlo salvado, el mismo día en que se celebraba una misa por los difuntos de su familia. En general, la gente se alegró: que un buen chico como Hubert hubiera escapado de las balas alemanas halagaba su sentido de la justicia y su sed de milagros. Cada madre privada de noticias desde mayo (y eran muchas) sintió renacer la esperanza en su corazón. Y era imposible pensar con acritud, como habrían podido sentirse tentadas a hacer: «¡Hay quien tiene demasiada suerte!» Porque, desgraciadamente, el pobre Philippe (un sacerdote excelente, según decían) había hallado una muerte trágica.

Así que, pese a la solemnidad de la ocasión, eran muchas las mujeres que sonreían a Hubert. Él no las miraba; todavía no había salido del estupor en que lo habían sumido las palabras de su madre. La muerte de Philippe le desgarraba el corazón. Volvía a encontrarse en el mismo estado de ánimo que en el momento de la debacle, durante la desesperada y vana defensa de Moulins. «Si fuéramos todos iguales -se dijo contemplando a los presentes-, canallas y mujerzuelas todos mezclados, aún se podría entender; pero a santos como Philippe, ¿con qué fin los mandan aquí? Si es por nosotros, para redimirnos de nuestros pecados, es como arrojar margaritas a los cerdos.»

Todos los que lo rodeaban, la gente, su familia, sus amigos, le inspiraban sentimientos de vergüenza y furia. Los había visto en las carreteras, a ellos y a otros por el estilo, se acordaba de los coches llenos de oficiales que huían con sus preciosas maletas amarillas y sus pintarrajeadas mujeres; de los funcionarios que abandonaban sus puestos; de los políticos que, presas del pánico, dejaban un rastro de carpetas y documentos secretos a su paso; de las chicas que, después de haber llorado como convenía el día del Armisticio, ahora se consolaban con los alemanes. «Y pensar que nadie lo sabrá, que alrededor de todo esto se urdirá tal maraña de mentiras que aún acabarán convirtiéndolo en una página gloriosa de la historia de Francia. Removerán cielo y tierra para sacar a la luz actos de sacrificio, de heroísmo… ¡Con lo que yo he visto, Dios mío! Puertas cerradas a las que se llamaba en vano para pedir un vaso de agua, refugiados saqueando casas… Y en todas partes, en lo más alto y lo más bajo, el caos, la cobardía, la vanidad, la ignorancia… ¡Ah, qué grandes somos!»

Mientras tanto, seguía el oficio moviendo los labios y con el corazón tan oprimido y endurecido que le dolía físicamente. De vez en cuando soltaba un ronco suspiro que inquietaba a su madre. En una de las ocasiones, la señora Péricand se volvió hacia él; sus ojos llenos de lágrimas brillaban a través del crespón.

– ¿Te encuentras mal? -le susurró.

– No, mamá -respondió él, mirándola con una frialdad que se reprochaba pero no conseguía vencer.

Juzgaba a los suyos con una amargura y una severidad dolorosas; no formulaba sus quejas de un modo preciso; acudían a él todas a la vez en forma de breves y violentas imágenes: su padre refiriéndose a la República como «ese régimen podrido», y esa misma noche, en casa, la cena de veinticuatro cubiertos, con los mejores manteles, el paté más exquisito, los vinos más caros, en honor de un antiguo ministro que podía volver a serlo y cuyos favores perseguía el señor Péricand. (¡Oh, su madre poniendo morritos para canturrear: «Mi querido presidente»!) Los coches rebosantes de ropa blanca, vajilla, cubertería y objetos de plata atrapados en medio de la muchedumbre que huía a pie, y su madre señalando a las mujeres y los niños, con sus hatillos de ropa, y diciendo: «Mirad si es bueno el Niño Jesús… ¡Pensad que podríamos habernos visto en la situación de esos desdichados!» ¡Hipócritas! ¡Sepulcros blancos! Y él mismo, ¿qué hacía allí? Fingir que rezaba por Philippe, cuando tenía el corazón rebosante de rabia e indignación. Pero Philippe era…