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– Nunca, mientras siga usted entre nosotros -respondió calurosamente el director, que en los últimos tiempos había pronunciado esa misma frase bastantes veces. Corte era, en lo tocante a celebridades, la decimocuarta llegada de París después de los trágicos acontecimientos, y el quinto escritor que buscaba refugio en el hotel.

Gabriel sonrió débilmente y pidió que el café estuviera muy caliente.

– Hirviendo -respondió el director, y se marchó tras dar las órdenes oportunas por teléfono.

Florence se había retirado a sus habitaciones y, tras la puerta cerrada a cal y canto, se miraba en el espejo, consternada. El sudor había cubierto su rostro, siempre tan suave, tan bien maquillado, tan descansado, con una película pringosa y reluciente que ya no absorbía los polvos ni la crema, sino que los rechazaba convertidos en grumos tan compactos como los de una mayonesa cortada. Las aletas de la nariz se veían surcadas de arrugas; los ojos, hundidos; los labios, secos y flácidos. Apartó la cara del espejo, horrorizada.

– Tengo cincuenta años -le dijo a su doncella.

Era la pura verdad, pero Florence pronunció la frase con tal tono de incredulidad y terror que Julie la interpretó como convenía, es decir, como una imagen, una metáfora para designar la vejez extrema.

– Después de lo que hemos pasado, es comprensible… La señora debería echar un sueñecito.

– Imposible… En cuanto cierro los ojos, vuelvo a oír las bombas, a ver esos puentes, esos muertos…

– La señora lo olvidará.

– ¡Ah, no, eso nunca! ¿Podrías olvidarlo tú?

– Mi caso es distinto.

– ¿Por qué?

– ¡La señora tiene tantas cosas en que pensar! -dijo Julie-. ¿Le saco el vestido verde, señora?

– ¿El vestido verde? ¿Con esta cara?

Florence se había dejado caer contra el respaldo del sillón y había cerrado los ojos; pero, de pronto, reunió todas sus energías dispersas, como el jefe de un ejército que, pese a su necesidad de descanso y en vista de la ineptitud de sus oficiales, retoma el mando y, arrastrando los cansados pies, dirige personalmente a sus tropas en el campo de batalla.

– Escucha, esto es lo que vas a hacer. Primero me preparas, al mismo tiempo que el baño, una mascarilla para la cara, la número tres, esa del instituto norteamericano; luego llamas a la peluquería y que te digan si Luigi sigue allí. Que venga con la manicura dentro de tres cuartos de hora. Y después me preparas el traje de chaqueta gris, con la blusa rosa de batista.

– ¿Esa que tiene el cuello así? -preguntó Julie trazando en el aire la forma de un amplio escote con el dedo índice.

Florence dudó.

– Sí… no… sí… ésa, y el sombrerito nuevo, el de los acianos. ¡Ay, Julie, pensaba que ya nunca podría ponérmelo, con lo bonito que es! En fin… Tienes razón, no hay que darle más vueltas a todo eso, o me volveré loca. Me pregunto si todavía tendrán polvo ocre, del último…

– Ya miraremos… La señora haría bien en pedir varias cajas. Venía de Inglaterra.

– ¡Sí, ya lo sé! ¿Lo ves, Julie? Realmente, no nos damos del todo cuenta de lo que pasa. Son acontecimientos de un alcance incalculable, créeme, incalculable… La vida de la gente cambiará durante generaciones. Este invierno pasaremos hambre. Me sacarás el bolso de ante gris con el cierre de oro, que es sencillito… Me pregunto qué aspecto tendrá París -dijo Florence entrando en el cuarto de baño, pero el ruido de los grifos, que Julie acababa de abrir, ahogó sus palabras.

Entretanto, la mente de Corte se ocupaba de ideas menos frívolas. También él estaba tumbado en la bañera. Los primeros instantes habían sido de tanta dicha, de una paz tan bucólica y profunda, que le habían recordado las alegrías de la infancia: la felicidad de comerse un merengue helado rebosante de crema, de mojarse los pies en el agua fresca de una fuente, de apretar contra el pecho un juguete nuevo… Ya no sentía deseos, remordimientos ni angustias. Su cabeza estaba vacía y ligera. Se sentía flotar en el líquido y tibio elemento, que lo acariciaba, le hacía cosquillas en la piel, le quitaba el polvo y el sudor, se le metía entre los dedos de los pies, se deslizaba bajo sus riñones, como una madre que levanta a su hijo dormido. El cuarto de baño olía a jabón de brea, a loción para el cabello, a agua de colonia, a agua de lavanda… Gabriel sonreía, estiraba los brazos, hacía crujir las articulaciones de sus largos y pálidos dedos, saboreando el divino y sencillo placer de estar a cubierto de las bombas y de tomar un baño fresco un día de calor sofocante. No habría sabido decir en qué momento la amargura penetró en él como un cuchillo en el corazón de una fruta. Tal vez fue cuando sus ojos se posaron en la maleta de los manuscritos, colocada encima de una silla, o cuando el jabón se le cayó al agua y para pescarlo tuvo que hacer un esfuerzo que empañó su euforia; pero, en determinado momento, sus cejas se fruncieron y su rostro, que parecía más sereno, más terso de lo habitual, rejuvenecido, volvió a adoptar una expresión sombría y preocupada.

¿Qué sería de él, de Gabriel Corte? ¿Adónde se dirigía el mundo? ¿Cuál sería el espíritu del mañana? ¿O es que la gente sólo pensaría en comer y ya no habría sitio para el arte, o acaso, como tras cada crisis, un nuevo ideal se ganaría el favor del público? ¿Un nuevo ideal? Cínico y hastiado, pensó: «¡Una nueva moda!» Pero él, Corte, era demasiado viejo para adaptarse a nuevos gustos. Ya había renovado su estilo en 1920. Hacerlo por tercera vez le resultaría imposible. Seguir aquel mundo que iba a nacer lo dejaría sin aliento. ¡Ah, quién podía prever la forma que tomaría al salir de la dura matriz de la guerra de 1940, como de un molde de bronce! Ese universo, cuyas primeras convulsiones ya se dejaban sentir, saldría gigante o contrahecho (o ambas cosas). Era terrible inclinarse hacia él, mirarlo… y no comprender nada. Porque no comprendía nada. Pensó en su novela, en aquel manuscrito salvado del fuego y las bombas y que ahora descansaba sobre una silla. De pronto sintió un inmenso desánimo. Las pasiones que pintaba, sus propios estados de ánimo, sus escrúpulos, aquella historia de una generación, la suya… era todo viejo, inútil, anticuado.

– ¡Anticuado! -exclamó con desesperación, y por segunda vez el jabón, que se escurría como un pez, desapareció en el agua. Gabriel soltó un juramento, se levantó e hizo sonar el timbre con furia-. Friccióname -ordenó a su criado en cuanto éste acudió.

Una vez le masajearon las piernas con el guante de crin y el agua de colonia, se sintió mejor. Totalmente desnudo, empezó a afeitarse mientras el criado le preparaba la ropa: camisa de lino, un traje fino de tweed y corbata azul.

– ¿Hay gente conocida? -preguntó Corte.

– No lo sé, señor. Todavía no he visto a nadie importante, pero me han dicho que anoche vinieron muchos coches y volvieron a marcharse casi enseguida hacia España. Entre otros, el señor Jules Blanc. Se iba a Portugal.

– ¿Jules Blanc?

Gabriel se quedó inmóvil con la navaja de afeitar, llena de jabón, en el aire. ¡Jules Blanc huyendo a Portugal! Aquella noticia era un duro golpe. Como todos los que se las arreglan para obtener el máximo de comodidades y placeres de la vida, Gabriel Corte tenía un político a su disposición. A cambio de buenas cenas, de brillantes recepciones, de pequeños favores concedidos por Florence, a cambio de algunos artículos oportunos, obtenía de Jules Blanc (titular de una cartera en casi todas las combinaciones ministeriales, dos veces presidente del Consejo y cuatro ministro de la Guerra) mil privilegios que le facilitaban la existencia. Gracias a Jules Blanc, le habían encargado aquella serie de los Grandes Amantes, sobre los que había disertado en la radio pública el invierno anterior. También en la radio, Jules Blanc le había encargado alocuciones patrióticas, exhortaciones imperiales o morales, según las circunstancias. Jules Blanc había intervenido ante el director de un gran periódico para que le pagaran ciento treinta mil francos por una novela, en lugar de los ochenta mil inicialmente acordados. Por último, le había prometido la insignia de comendador. Jules Blanc era un humilde pero necesario engranaje en el mecanismo de su carrera, porque el genio no puede planear en las alturas del cielo; debe maniobrar a ras de tierra.