Pasaron varios días bastante tranquilos. Como no llegaban cartas, sabían que no recibirían noticias, ni buenas ni malas. Sólo podían esperar.
A principios de julio, el señor de Furières volvió a París. El conde había hecho una guerra muy aparente, como se decía tras el armisticio de 1919: durante unos meses había arriesgado la vida heroicamente, y luego se había casado con una joven muy rica. Desde entonces se le habían quitado las ganas de jugarse el pellejo, cosa bastante natural. Su mujer tenía amigos influyentes, pero Furières no recurrió a ellos. No siguió exponiéndose al peligro, pero tampoco lo rehuyó. Terminó la guerra sin un rasguño y satisfecho de sí mismo, de su irreprochable conducta ante el enemigo, de su seguridad y buena estrella. En 1939 disfrutaba de una posición social de primer orden: su mujer era una Salomon-Worms y su hermana se había casado con el marqués de Maigle; era miembro del Jockey y sus fiestas y cacerías eran célebres; tenía dos hijas encantadoras, la mayor de las cuales acababa de prometerse. Era bastante menos rico que en 1920, pero había aprendido a prescindir del dinero o procurárselo cuando la ocasión lo requería. Había aceptado el cargo de director del Banco Corbin.
Corbin no era más que un personaje grosero que había iniciado su carrera de un modo bajo, casi indigno. Se contaba que había sido botones en una entidad de crédito de la rue Trudaine. Pero Corbin tenía grandes dotes de banquero y, en el fondo, el conde y él se entendían bastante bien. Ambos eran hombres inteligentes y comprendían que se eran útiles mutuamente, lo que había acabado creando entre ellos una especie de amistad basada en un desprecio cordial, como ocurre con ciertos licores amargos, que una vez mezclados tienen un sabor agradable. «Es un degenerado, como todos los nobles», decía Corbin. «El pobre hombre come con los dedos», comentaba Furières. Con el señuelo de la admisión en el Jockey, el conde obtenía de Corbin todo lo que quería.
En definitiva, Furières se había organizado la vida de un modo muy conveniente. Cuando estalló la segunda gran guerra del siglo, tuvo más o menos la misma sensación que el colegial que ha hincado los codos, que tiene la conciencia tranquila y que, cuando está jugando tan feliz, se encuentra con que lo llaman de nuevo a clase. El conde estuvo a punto de contestar: «¡Una vez, pase, pero dos es demasiado! ¡Que vayan otros!» ¡Pero bueno! ¡Él ya había cumplido! Le habían arrebatado cinco años de su juventud y ahora iban a robarle aquellos años de madurez, tan hermosos, tan valiosos, unos años en los que el hombre comprende al fin lo que va a perder y le urge disfrutarlo.
– No, es demasiado injusto -le dijo a Corbin abrumado al despedirse de él el día de la movilización general-. Estaba escrito allí arriba que no escaparía.
Era oficial en la reserva, así que tenía que ir. Por supuesto, habría podido arreglárselas, pero se lo impidió el deseo de seguir respetándose a sí mismo, un deseo que era muy fuerte en él y que le permitía adoptar una actitud irónica y severa hacia el resto del mundo. De modo que fue. Su chofer, que era de su misma quinta, decía:
– Si hay que ir, se va. Pero, si ellos creen que va a ser como en el catorce, están listos. -En su mente, aquel «ellos» iba dirigido a una especie de mítico senado constituido por la gente cuyo cometido y cuya pasión era mandar a la muerte a los demás-. Si creen que vamos a hacer ni tanto así -y juntaba la uña del pulgar con la del índice-, ni tanto así más de lo estrictamente necesario, se van a llevar un chasco, se lo digo yo.
Ciertamente, el conde de Furières no habría expresado de ese modo sus ideas, que sin embargo eran bastante parecidas a las de su chofer, y éstas, a su vez, no hacían más que reflejar el estado de ánimo de muchos antiguos combatientes, que partieron con sordo rencor o indignada desesperación frente a un destino que por segunda vez en la vida les jugaba una pasada atroz.
Durante la debacle de junio, el regimiento de Furières cayó casi al completo en manos del enemigo. El tuvo la oportunidad de salvarse y la aprovechó. En 1914 habría preferido morir que sobrevivir al desastre. En 1940 optó por vivir. Volvió a su casa señorial de Furières, junto a su mujer, que ya lo lloraba, y sus encantadoras hijas, la mayor de las cuales acababa de hacer una boda muy ventajosa con un joven inspector de Finanzas. El chofer tuvo menos suerte: fue internado en el campo VII A, con el número 55.481.
Apenas regresó, Furières se puso en contacto con Corbin, que se encontraba en la zona libre, y entre los dos empezaron a reorganizar los departamentos del banco, dispersos por el país. La contabilidad estaba en Cahors; los valores, en Bayona, y el secretariado, enviado a Toulouse, en algún lugar entre Niza y Perpiñán. En cuanto a la cartera, nadie sabía qué había sido de ella.
– Es un caos, un desbarajuste, un follón monumental -le dijo Corbin a Furières la mañana de su reencuentro.
Había cruzado la línea de demarcación durante la noche y recibido a Furières en su casa, en su piso parisino, del que los criados habían huido durante el éxodo. El banquero sospechaba que se habían llevado unas maletas completamente nuevas y su frac, lo que no hacía más que aumentar su patriótico furor:
– Usted me conoce. No soy un sensiblero. Pues bien, amigo mío, cuando vi al primer alemán en la frontera, casi me echo a llorar como un niño. Eso sí, un alemán muy correcto, no con esa desfachatez tan francesa, ya sabe, ese aire que parece decir: «¡Con la de veces que hemos comido en el mismo plato!» No, realmente muy correcto: su saludito, una actitud firme pero sin rigidez, muy correcto… Pero ¿qué le parece todo esto, eh? ¿Qué le parece? ¡Menudos oficiales tenemos!
– Permítame -replicó Furières con sequedad-, pero no veo qué se les puede reprochar a los oficiales. ¿Qué quería que hiciéramos sin armas y con hombres flojos y comodones que lo único que querían es que los dejaran en paz de una puñetera vez? Para empezar, que nos hubieran dado hombres.
– Vaya, pues lo que ellos dicen es: «¡No teníamos quien nos mandara!» -repuso Corbin, encantado de humillar a Furières-. Y, entre nosotros, amigo mío, se han visto escenas lamentables…
– Sin los civiles, sin los caguetas, sin esa turba de refugiados que obstruía las carreteras, puede que hubiéramos tenido alguna posibilidad.
– ¡Sí, en eso le doy toda la razón! El pánico ha sido vergonzoso. La gente es increíble. Se les repite durante años: «La guerra total, la guerra total…» Deberían haber estado preparados… ¡Pues no! Enseguida, el pánico, el desorden, la huida… ¿Y por qué? Dígamelo usted. ¡Qué insensatez! Yo me marché porque los bancos recibimos la orden de partir, que si no, como usted comprenderá…
– Lo de Tours debió de ser terrible…
– ¡Terrible, terrible! Pero por la misma razón: la ola de refugiados. No encontré una habitación libre en los alrededores, así que tuve que alojarme en la ciudad, y naturalmente nos bombardearon y le prendieron fuego a todo -explicó Corbin pensando con indignación en la casita de campo en que se habían negado a alojarlo porque ya tenían a unos refugiados belgas que no habían sufrido ningún daño, mientras que él había estado a punto de quedar sepultado bajo los escombros-. Y en ese desorden -prosiguió el banquero- nadie pensaba más que en sí mismo. Qué egoísmo… ¡Eso no da una idea muy optimista del hombre, no señor! En cuanto a sus empleados, se han comportado de un modo lamentable. Ni uno solo fue capaz de reunirse conmigo en Tours. Perdieron el contacto los unos con los otros. Había recomendado a todos los departamentos que no se separaran. ¡Como quien oye llover! Los unos están en el sur y los otros en el norte. No se puede contar con nadie. En situaciones como ésta es cuando cada cual demuestra su valía, su empuje, su iniciativa, sus agallas. ¡Un hatajo de ineptos, se lo digo yo! ¡Un hatajo de ineptos que no piensan más que en salvar el pellejo, que no se preocupan ni de la empresa ni de mí! Así que más de uno va a ir de patitas a la calle, se lo garantizo. Además, no preveo mucho negocio.