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Así pues, esa noche acababa de llegar y estaba de pie en el salón, frente al aparato de radio. Iba vestida de negro y tocada con un sombrerito a la moda, una auténtica monería adornada con tres flores y una borla de seda encaramada sobre la frente. Debajo, el rostro estaba pálido y angustiado; acusaba el cansancio y la edad más de lo habitual. La señora Péricand tenía cuarenta y siete años y cinco hijos. Era una mujer visiblemente destinada por Dios a ser pelirroja. Tenía la piel en extremo delicada y ajada por los años, y la nariz, recia y majestuosa, salpicada de pecas. Sus ojos verdes lanzaban miradas tan penetrantes como las de un gato. Pero en el último momento la Providencia debía de haber dudado o considerado que una melena explosiva no armonizaría ni con la irreprochable moralidad de la señora Péricand ni con su posición, y le había dado un cabello castaño mate que perdía a puñados desde el nacimiento de su hijo menor. El señor Péricand era un hombre estricto: sus escrúpulos religiosos le vedaban un sinfín de deseos y el temor por su reputación lo mantenía alejado de lugares inconvenientes. Así que el menor de los Péricand no tenía más que dos años, y entre el sacerdote, Philippe, y el benjamín se escalonaban otros tres chicos, todos vivos, y lo que la señora Péricand llamaba púdicamente tres accidentes, en los que la criatura había llegado casi al término del embarazo pero no había vivido, y que habían llevado a la madre al borde de la tumba en otras tantas ocasiones.

El salón, donde en esos momentos sonaba la radio, era una amplia habitación de equilibradas proporciones cuyas cuatro ventanas daban al bulevar Delessert. Estaba amueblado a la antigua, con grandes sillones y canapés tapizados con tela dorada. Junto al balcón, en su sillón de ruedas, se encontraba el anciano señor Péricand, que estaba impedido y, debido a lo avanzado de su edad, sufría frecuentes regresiones a la infancia. Sólo recobraba totalmente la lucidez cuando se trataba de su considerable fortuna (era un Péricand-Maltête, heredero de los Maltête lioneses). Pero la guerra y sus vicisitudes ya no lo afectaban. Escuchaba con indiferencia, meneando rítmicamente su hermosa barba plateada. Detrás de la señora de la casa, formando un semicírculo, se encontraban sus retoños, incluido el pequeño, que estaba en brazos de la niñera. Ésta, que tenía tres hijos en el frente, había llevado al niño a dar las buenas noches a la familia y aprovechaba su momentánea admisión en el salón para escuchar con ansioso interés las palabras del locutor.

Tras la puerta entreabierta, la señora Péricand adivinaba la presencia de los otros criados; la doncella, Madeleine, llevada por la preocupación, llegó incluso a acercarse al umbral, infracción a las normas que la señora Péricand interpretó como un mal augurio. Del mismo modo, cuando se produce un naufragio todas las clases sociales se juntan en cubierta. Pero el pueblo no sabía mantener la calma. «Cómo se dejan llevar…», pensó la señora Péricand con desaprobación. Era una de esas burguesas que confían en el pueblo. «No son malos, si sabes manejarlos», solía decir en el tono indulgente y un tanto apenado con que se habría referido a un animal enjaulado. Presumía de conservar a sus criados mucho tiempo. Si caían enfermos, ella misma se encargaba de cuidarlos. Cuando Madeleine había tenido anginas, la señora Péricand le había preparado los gargarismos personalmente. Como el resto del día no tenía tiempo, lo hacía por la noche, a la vuelta del teatro. Madeleine se despertaba sobresaltada y no mostraba su agradecimiento hasta pasado un rato, y además de forma bastante fría, pensaba la señora Péricand. Así era el pueblo; nunca estaba satisfecho y, cuanto más se desvivía una por él, más voluble e ingrato se mostraba. Pero la señora Péricand no esperaba más recompensa que la del Cielo.

Se volvió hacia la penumbra del vestíbulo y, con infinita bondad, anunció:

– Si queréis, podéis oír las noticias.

– Gracias, señora -murmuraron unas voces respetuosas, y los criados penetraron de puntillas en el salón: Madeleine, Marie y Auguste, el ayuda de cámara; Maria, la cocinera, avergonzada de que sus manos oliesen a pescado, entró la última.

En realidad, las noticias ya habían acabado. Ahora venía el comentario de la situación, «seria, desde luego, pero no alarmante», aseguraba el locutor. Hablaba con una voz tan clara, tan tranquila, tan campechana, con notas vibrantes cada vez que pronunciaba las palabras «Francia, Patria y Ejército», que sembraba el optimismo en el corazón de sus oyentes. Tenía una forma muy suya de recordar el comunicado según el cual «el enemigo sigue atacando encarnizadamente nuestras posiciones, en las que ha topado con la enérgica resistencia de nuestras tropas». Leía la primera mitad de la frase con un tono ligero, irónico y desdeñoso, como si quisiera decir: «O eso es lo que intentan hacernos creer.» En cambio, enfatizaba cada sílaba de la segunda, subrayando el adjetivo «enérgica» y las palabras «nuestras tropas» con tanta firmeza que la gente no podía dejar de pensar: «Está claro que no hay que preocuparse demasiado.»

La señora Péricand vio las miradas de duda y esperanza que se clavaban en ella y declaró con firmeza:

– ¡No me parece malo en absoluto! -No es que estuviera convencida, pero consideraba que su deber era levantar la moral de quienes la rodeaban.

Maria y Madeleine suspiraron.

– ¿Usted cree, señora?

Hubert, el segundo hijo del matrimonio Péricand, un muchacho de dieciocho años, mofletudo y sonrosado, parecía el único presa de la desesperación y el estupor. Se enjugaba nerviosamente el cuello con el pañuelo hecho un rebujo y, con voz aguda y por momentos ronca, exclamó:

– ¡No es posible! ¡No es posible que hayamos llegado a esto! Pero bueno, ¿a qué esperan para movilizar a todos los hombres? ¡A todos, de los dieciséis a los sesenta, y enseguida! Es lo que deberían hacer, ¿no le parece, madre? -Y salió corriendo hacia la sala de estudio, de donde regresó con un enorme mapa que desplegó sobre la mesa-. ¡Le digo que estamos perdidos! -aseguró midiendo febrilmente las distancias-. Perdidos a menos que… -Al parecer, aún quedaba una esperanza-. Ahora entiendo lo que vamos a hacer -anunció de pronto, con una ancha sonrisa que dejó al descubierto sus blancos dientes-. Lo entiendo perfectamente. Dejaremos que avancen y avancen, y luego los esperaremos aquí y aquí, fíjese, madre… O puede que…

– Sí, sí -respondió ella-. Anda, ve a lavarte las manos y quítate ese mechón de los ojos. ¡Mira qué aspecto tienes!

Enrabietado, Hubert plegó el mapa. Philippe era el único que lo tomaba en serio, el único que le hablaba como a un igual. «¡Familias, os odio!», declamó para sus adentros, y al salir del salón, para vengarse, dispersó de un puntapié los juguetes de su hermano Bernard, que empezó a berrear. «Así aprenderá lo que es la vida», se dijo Hubert. La niñera se apresuró a hacer salir a Bernard y Jacqueline; el pequeño Emmanuel ya se había quedado dormido sobre su hombro. La mujer avanzaba con paso vivo, llevando de la mano a Bernard y llorando a sus tres hijos, a los que veía con los ojos de la imaginación, los tres muertos.

– ¡Miseria y desgracias! ¡Miseria y desgracias! -repetía en voz baja y meneando la entrecana cabeza.

Luego abrió los grifos de la bañera y puso a caldear los albornoces de los niños, sin dejar de murmurar la misma frase, en la que veía resumida no sólo la situación política, sino también su propia existencia: las labores del campo en su juventud, la viudez, el mal carácter de sus nueras y la vida en casas ajenas desde los dieciséis años. Auguste, el ayuda de cámara, regresó a la cocina sin hacer ruido. Su solemne y estúpido rostro mostraba una expresión de desprecio hacia infinidad de cosas. La señora Péricand tomó posesión de la casa. Prodigiosamente activa, aprovechaba el cuarto de hora libre entre el baño de los niños y la cena para hacer recitar las lecciones a Jacqueline y Bernard.