Выбрать главу

– Durante la campaña -le había contado Bruno-, pasamos noches enteras apostados en el bosque de Moeuvre. La espera, en momentos así, es erótica…

Sus palabras la habían hecho reír. Ahora ya no le parecían tan graciosas. ¿Qué otra cosa estaba haciendo ella en ese momento? Esperaba. Lo esperaba. Merodeaba por aquellas habitaciones sin vida. Dos, tres horas todavía. Luego, la cena a solas. Luego, el ruido de la llave en la puerta de su suegra. Luego, Marthe, cruzando el jardín para ir a cerrar la verja. Luego, de nuevo la espera, febril, extraña… y, por fin, el relincho del caballo en la calle, el entrechocar de armas, las órdenes al asistente, que se alejaba con el animal… En el umbral, aquel ruido de espuelas… Luego, esta noche, esta noche de tormenta, con el rumor de los tilos agitados por el frío vendaval y el lejano redoble del trueno, le diría al fin -¡porque ella no era hipócrita y se lo diría alto y claro!- que la presa apetecida era suya.

– ¿Y mañana? ¿Mañana? -murmuró Lucile, y de pronto una sonrisa traviesa, atrevida, voluptuosa, la transformó súbitamente como el resplandor de una llama que ilumina y altera un rostro. A la luz de un incendio, las facciones más suaves adquieren un aspecto diabólico que atrae y da miedo. Lucile salió de la habitación sin hacer ruido.

18

Alguien llamaba tímidamente a la puerta de la cocina con débiles golpes que ahogaba el ruido de la lluvia. «Unos críos que querrán protegerse de la tormenta», se dijo Marthe. Pero cuando fue a abrir se encontró con Madeleine Labarie, con el paraguas chorreando en la mano. Por un instante, la cocinera se quedó mirándola boquiabierta. La gente de las granjas no bajaba al pueblo más que para asistir a misa mayor los domingos.

– Pero ¿qué te pasa? ¡Entra, deprisa! ¿Va todo bien en casa?

– ¡No! ¡Ha ocurrido una desgracia terrible! Me gustaría hablar con la señora enseguida -respondió Madeleine bajando la voz.

– ¡Ave María purísima! ¡Una desgracia! ¿Con quién quieres hablar, con la señora Angellier o con la señora Lucile?

Madeleine dudó.

– Con la señora Lucile. Pero ve con cuidado… No quiero que ese maldito alemán se entere de que he venido.

– ¿El teniente? Está en la requisa de caballos. Acércate al fuego, qué estás empapada. Yo voy a buscar a la señora.

Lucile estaba acabando su solitaria cena. Tenía un libro abierto sobre el mantel.

«Pobres muchachas… -se dijo Marthe con un súbito destello de lucidez-. Esto no es vida para ellas. La una sin marido desde hace dos años y la otra… ¿Qué desgracia ha podido ocurrir? ¡Otra marranada de los alemanes, seguro!»

Marthe comunicó a Lucile que preguntaban por ella.

– Madeleine Labarie, señora. Le ha ocurrido una terrible desgracia… No le gustaría que la vieran.

– Tráela aquí. Bru… ¿El teniente Von Falk todavía no ha vuelto?

– No, señora. Pero cuando llegue oiré el caballo. Avisaré a la señora.

– Sí, eso es. Ve.

Lucile esperaba con el corazón palpitando. Muy pálida y todavía jadeando, Madeleine Labarie entró en el comedor. El pudor y la cautela de la campesina pugnaban en su interior con la angustia que la embargaba. Le dio la mano a Lucile, murmuró, según la costumbre, «¿No la molestaré?» y «¿Todo bien por aquí?» y luego, en voz muy baja y haciendo terribles esfuerzos para contener las lágrimas, porque en público no se llora, salvo a la cabecera de un muerto (el resto del tiempo hay que saber comportarse y ocultar a los demás no sólo las penas, sino también las alegrías demasiado grandes):

– ¡Ay, señora Lucile! ¡No sé qué hacer! Vengo a pedirle consejo porque estamos perdidos, señora. Esta mañana los alemanes han venido a detener a Benoît.

– Pero ¿por qué? -exclamó Lucile.

– Se supone que porque tenía una escopeta escondida. Como todo el mundo, figúrese usted… Pero no han ido a casa de nadie, sólo a la nuestra. Benoît les dijo: «Busquen.» Y ellos han buscado y han encontrado. Estaba escondida entre el heno, en el viejo comedero de las vacas. Nuestro alemán, el que vive en nuestra casa, el intérprete, estaba en la sala cuando los hombres de la Kommandantur volvieron con la escopeta y le dijeron a mi marido que los siguiera. «Un momento», respondió Benoît. «Esa escopeta no es mía. Es de algún vecino que la ha escondido ahí para después denunciarme. Déjenmela y se lo demostraré.» Hablaba con tanta naturalidad que los soldados no desconfiaron. Mi Benoît cogió la escopeta, hizo como que la examinaba y de pronto… ¡ay, señora Lucile, los dos tiros salieron casi a la vez! El primero mató a Bonnet y el segundo a Bubi, un perro pastor enorme que acompañaba a Bonnet…

– Sí, ya sé -murmuró Lucile.

– A continuación, mi Benoît saltó por la ventana de la sala y desapareció, y los alemanes tras él. Pero él conoce la zona mucho mejor que ellos, figúrese usted… Así que no lo han encontrado. Gracias a Dios, llovía tanto que no se veía a dos pasos delante. Y Bonnet, en mi cama, en la que lo habían acostado… Si encuentran a Benoît lo fusilarán. Sólo por la escopeta ya lo habrían fusilado. Pero aún habría habido alguna esperanza, mientras que ahora ya sabemos lo que lo aguarda, ¿verdad?

– ¿Por qué ha matado a Bonnet?

– Seguramente lo denunció él, señora Lucile. Vivía en casa. Debió de descubrir la escopeta. ¡Estos alemanes son todos unos traidores! Y ése… me hacía la corte, ¿comprende? ¡Y mi marido lo sabía! Puede que haya querido vengarse, puede que se haya dicho: «Ya puestos, por lo menos sabré que éste no estará rondando a mi mujer mientras yo no esté.» Puede… Y, además, señora, los odia. No soñaba más que con cargarse a alguno.

– Se habrán pasado todo el día buscándolo, imagino. ¿Estás segura de que todavía no lo han encontrado?

– Sí, segura -respondió Madeleine tras un instante de silencio.

– ¿Lo has visto?

– Sí. Es su vida o su muerte, señora Lucile. Usted… usted no dirá nada, ¿verdad?

– ¡Por Dios, Madeleine!

– Muy bien. Está escondido en casa de nuestra vecina, la Louise, la que tiene el marido prisionero.

– Peinarán toda la comarca, lo registrarán todo…

– Afortunadamente, hoy era la requisa de caballos. Todos los oficiales están fuera. Los soldados esperan órdenes. Mañana removerán cielo y tierra. Pero en las granjas lo que sobra son escondrijos, señora Lucile. Ya les hemos pasado prisioneros evadidos por delante de las narices más de una vez. La Louise lo esconderá bien; pero están los niños… Los críos no les tienen miedo a los alemanes, juegan con ellos, charlan… y son demasiado pequeños para entender las cosas. La Louise me ha dicho: «Ya sé a lo que me arriesgo. Lo hago de todo corazón por tu marido, como tú lo habrías hecho por el mío; pero es mejor buscarle una casa en la que puedan tenerlo hasta que se le presente la oportunidad de huir de la región.» Ahora todos los caminos estarán vigilados, figúrese usted. Pero los alemanes no estarán aquí eternamente. Lo que haría falta es una casa grande en la que no hubiera niños.

– ¿Aquí? -dijo Lucile mirándola de hito en hito.

– Sí, había pensado que aquí…

– ¿Sabes que tenemos alojado a un oficial alemán?

– Están en todas partes. Seguro que ese oficial no sale mucho de su habitación… Y me han dicho… Perdón, señora Lucile, pero se dice que está enamorado de usted y que usted hace con él lo que quiere. Discúlpeme si la he ofendido… Son hombres como los demás, por supuesto, y se aburren. A lo mejor, diciéndole: «No quiero que tus soldados lo pongan todo patas arriba. Es ridículo. Sabes que no escondo a nadie. Para empezar, me daría miedo…» Cosas como las que puede decir una mujer… Y además en esta casa tan grande y tan vacía tiene que ser fácil encontrar un rincón, un escondite. En fin, es una tabla de salvación. ¡La única! Me dirá usted que si la descubren se arriesga a la cárcel, puede que incluso a la muerte. Con estos salvajes, todo es posible. Pero si entre franceses no nos ayudamos, entonces ¿quién nos ayudará? La Louise es madre de cuatro hijos y no tiene miedo. Usted está sola.