Los franceses, entretanto, se decían: «Entonces, ese Willy que me pidió permiso para besar a mi cría, diciendo que tenía una de la misma edad en Baviera; ese Fritz que me ayudó a cuidar a mi marido enfermo; ese Erwald que encuentra Francia tan bonita, y ese otro que se descubrió delante de la foto de papá, caído en 1915… si mañana se lo ordenan, ¿me detendrá, me matará con sus propias manos sin vacilar? La guerra… sí, ya se sabe lo que es la guerra. Pero, en cierto modo, la ocupación aún es peor, porque uno se acostumbra a la gente; uno se dice: "Después de todo, son como nosotros", y no, no es verdad. Somos dos razas diferentes, enemigas para siempre», pensaban los franceses.
La señora Angellier conocía tan bien a aquellos campesinos que tenía la sensación de leerles el pensamiento en la cara. Rió por lo bajo. ¡No, ella no se había dejado engañar, no se había dejado comprar! Porque todos estaban en venta, tanto en el pequeño pueblo de Bussy como en el resto de Francia. Los alemanes ofrecían dinero a los unos (aquellos taberneros que cobraban la botella de chablís a cien francos a los miembros de la Wehrmacht, aquellos granjeros que vendían los huevos a cinco francos la pieza…) y diversión a los otros, los jóvenes, las mujeres… Desde que habían llegado los alemanes nadie se aburría. Por fin había con quien hablar. ¡Señor, si hasta su propia nuera…! Entornó los párpados y extendió una mano pálida y transparente delante de sus ojos, como si se negara a ver un cuerpo desnudo. ¡Sí! Los alemanes creían que podían comprar la tolerancia y el olvido de ese modo. Y lo conseguían. La señora Angellier pasó revista a los notables del pueblo; todos se habían doblegado, todos se habían dejado seducir. Los Montmort recibían a los alemanes; se decía que los oficiales organizarían una fiesta en el parque, en torno al lago. La señora de Montmort decía a todo el que quisiera escucharla que estaba indignada, que cerraría las ventanas para no oír la música ni ver los fuegos artificiales entre los árboles. Pero, cuando los tenientes Von Falk y Bonnet habían ido a hacerle una visita para pedirle sillas, copas y manteles, no los había soltado en dos horas. La señora Angellier lo sabía por la cocinera, que lo sabía por el administrador. De todas maneras, pensándolo bien, esos nobles eran medio extranjeros. ¿No correría por sus venas sangre bávara, renana o prusiana (¡abominación!)? Las familias de la nobleza se unían entre sí sin importarles las fronteras; aunque, bien mirado, los grandes burgueses no eran mucho mejores. La gente susurraba los nombres de los que hacían negocios con los alemanes (y la radio inglesa los gritaba todas las noches): los Maltête de Lyon; los Péricand, en París; la Banca Corbin y tantos otros… La señora Angellier empezaba a sentirse única en su especie, irreducible, inexpugnable como una fortaleza, la única fortaleza que seguía en pie en toda Francia, ¡ay!, pero una fortaleza que nada conseguiría abatir o conquistar, porque sus bastiones no eran de piedra, ni de carne y sangre, sino de lo más inmaterial y, al mismo tiempo, de lo más invencible que había en el mundo: el amor y el odio.
La anciana caminaba rápida y silenciosamente por la habitación. «De nada sirve cerrar los ojos -murmuraba-. Lucile está a punto de arrojarse a los brazos de ese alemán.» ¿Y qué podía hacer ella? Los hombres tenían armas, sabían luchar. Ella sólo podía espiar, mirar, escuchar, acechar en el silencio de la noche un ruido de pasos, un suspiro, para que al menos eso no fuera ni perdonado ni olvidado, para que Gastón a su regreso… Una alegría feroz la estremeció de pies a cabeza. ¡Dios, cómo detestaba a Lucile! Cuando por fin todo dormía en la casa, hacía lo que ella llamaba «su ronda». En esas ocasiones no se le escapaba nada. Contaba las colillas manchadas de carmín de los ceniceros; recogía silenciosamente un pañuelo arrugado y perfumado, una flor caída, un libro abierto… A menudo, oía las notas del piano y la voz, muy baja y muy suave, del alemán, que canturreaba o acompañaba una frase musical. Ese piano… ¿Cómo puede gustarles la música? Cada nota le martilleaba los nervios y le arrancaba un gemido. Antes que eso, prefería sus largas conversaciones, cuyo débil eco conseguía captar asomándose a la ventana, justo encima de la del despacho, que dejaban abierta durante esas hermosas noche de verano. Prefería incluso los silencios que se hacían entre ellos o la risa de Lucile (¡reír, teniendo al marido prisionero! ¡Desvergonzada, mujerzuela, alma vil!). Cualquier cosa era preferible a la música, porque sólo la música es capaz de abolir las diferencias de idioma o costumbres de dos seres humanos y tocar algo indestructible en su interior. En un par de ocasiones, la señora Angellier se había acercado a la puerta del alemán, se había quedado escuchando su respiración y su tosecilla de fumador unos instantes, y luego había cruzado el vestíbulo y deslizado una ramita de brezo, que según la gente atraía la mala suerte, en un bolsillo de la gran capa del oficial, colgada de la cornamenta de ciervo. No es que ella creyera en esas cosas, pero por probar no pasaba nada…
Desde hacía unos días, dos exactamente, la atmósfera de la casa parecía aún más amenazadora. El piano había enmudecido. La señora Angellier había oído a Lucile hablando largo rato y en voz baja con Marthe («¡Esta también me ha traicionado, seguro!»). Las campanas empezaron a doblar («¡Ah, el entierro del oficial asesinado!»). Los soldados armados, el ataúd, las coronas de flores rojas… Los alemanes habían requisado la iglesia. Los civiles tenían prohibido el acceso. Se oía un coro de admirables voces que entonaba un cántico religioso; venía de la capilla de la Virgen. Ese invierno, los niños que asistían a catecismo habían roto un cristal, que seguía sin reponer. El cántico escapaba por aquella pequeña y antigua ventana situada detrás del altar de Nuestra Señora y oscurecida por el gran tilo de la plaza. ¡Con qué alegría cantaban los pájaros! Había momentos en que sus agudos trinos casi ahogaban el himno de los alemanes. La señora Angellier ignoraba el nombre y la edad del muerto. La Kommandantur sólo había dicho: «Un oficial de la Wehrmacht.» Bastaba con eso. Sería joven. Todos lo eran. «Bueno, para ti se acabó. ¿Qué querías? Es la guerra.»
– Ahora su madre también lo comprenderá -murmuró la anciana jugueteando con su collar de luto, el collar de azabache y ébano que no se había quitado desde la muerte de su marido.
Permaneció inmóvil, como clavada al suelo, hasta el anochecer, siguiendo con la mirada a todos los que pasaban por la calle. La noche… ni un solo ruido. «No se ha oído crujir el tercer peldaño de la escalera, el que revela que Lucile ha salido de su habitación y baja al jardín, porque las cómplices puertas no chirrían, pero ese viejo peldaño fiel me avisa -pensó la anciana-. No, no se oye nada. ¿Están juntos ya? ¿Se reunirán más tarde?»
La noche transcurre. Una irresistible curiosidad se apodera de la señora Angellier, que se desliza fuera de su habitación, va hasta la puerta de la sala y pega el oído a la hoja. Nada. De la habitación del alemán no llega el menor ruido. La anciana podría pensar que todavía no ha vuelto, si unas horas antes no hubiera oído unos pasos de hombre por la casa. No lograrán engañarla. Una presencia masculina que no es la de su hijo la ofende; huele el aroma del tabaco extranjero y palidece, se lleva las manos a la frente como quien siente que se va a marear. ¿Dónde está ese alemán? Más cerca de ella que de costumbre, puesto que el humo penetra por la ventana. ¿Está recorriendo la casa? La anciana se dice que se irá pronto, que lo sabe y que está eligiendo muebles: su parte del botín. ¿No robaban los prusianos los relojes de péndulo en 1870? ¡Sus nietos no pueden ser muy diferentes! Se imagina unas manos sacrílegas registrando el granero, la despensa y… ¡la bodega! En el fondo, es la bodega lo que de verdad hace temblar a la señora Angellier. No prueba el alcohol; recuerda haber tomado un sorbito de champán el día que Gastón hizo la primera comunión y otro, el de su boda. Pero, en cierta manera, el vino forma parte de la herencia y, por lo tanto, es sagrado, como todo lo que está destinado a perdurar tras nuestra muerte. Ese Château d'Yquem, ese… Los recibió de su marido para transmitírselos a su hijo. Las mejores botellas están enterradas, pero ese alemán… quién sabe, quizá guiado por Lucile… Vayamos a ver… Aquí está la bodega, con su puerta chapada de hierro como la de una fortaleza. Y aquí el escondite que sólo ella reconoce, gracias a la cruz marcada en la pared. No, aquí también parece que está todo en orden. Sin embargo, el corazón de la señora Angellier late con violencia. Lucile debe de haber bajado a la bodega hace apenas unos instantes, porque su perfume todavía flota en el aire. Siguiendo la pista de ese perfume, la anciana vuelve a subir, cruza la cocina y la sala y, al fin, al llegar al pie de la escalera, ve bajar a Lucile, con un plato y un vaso sucios y una botella vacía en las manos. Por eso había ido a la bodega y la despensa, donde la anciana había creído oír pasos.