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– ¿Una cenita de enamorados? -dice la señora Angellier con voz baja y mordaz como la correa de un látigo.

– ¡Calle, se lo ruego! Si usted supiera…

– ¡Con un alemán! ¡Bajo mi techo! En casa de tu marido, desgraciada…

– ¡Que se calle, le digo! El alemán no ha vuelto, ¿verdad? Llegará de un momento a otro. Déjeme pasar y guardar esto en su sitio. Y usted, mientras tanto, suba, abra la puerta del antiguo cuarto de los juguetes y mire quién hay allí… Luego, cuando lo haya visto, venga a la sala. Me dirá lo que quiere que hagamos. He hecho mal, muy mal, actuando a sus espaldas, porque no tenía derecho a poner en peligro su vida…

– ¿Has escondido en mi casa a ese campesino… acusado de asesinato?

En ese instante se oyó el ruido del regimiento, que pasaba ante la casa, las roncas voces alemanas gritando órdenes, y, casi de inmediato, las pisadas del oficial en los escalones de la entrada, imposibles de confundir con las de un francés, por el crujido de las botas y el tintineo de las espuelas, pero sobre todo porque aquellos pasos sólo podían ser los de un vencedor, que, orgulloso de sí mismo, estampa el pie en suelo enemigo y pisotea con júbilo la tierra conquistada.

La señora Angellier abrió la puerta de su habitación, hizo entrar a Lucile y echó el pestillo. Cogió el plato y el vaso de manos de su nuera, los lavó con esmero en el cuarto de baño, los secó y escondió la botella, después de mirar la etiqueta. ¿Vino corriente? ¡Sí, gracias a Dios! «No le importa que la fusilen por haber ocultado en su casa al asesino de un alemán -pensó Lucile-; pero no abriría una botella de borgoña añejo por él. Ha sido una suerte que la bodega estuviera a oscuras y haya cogido un tinto de tres francos el litro.» Guardaba silencio, esperando con expectación las primeras palabras de su suegra. De todos modos, no habría podido seguir ocultándole la presencia de un extraño por más tiempo; aquella mujer parecía atravesar las paredes con la mirada.

– ¿Creías que vendería a ese hombre a la Kommandantur? -preguntó al fin la anciana. Le brillaban los ojos y le temblaban las aletas de la nariz. Parecía feliz, exultante, un poco ida, como una vieja actriz que vuelve a interpretar el papel que la hizo famosa y cuyos gestos y entonaciones se le han hecho tan familiares como una segunda naturaleza-. ¿Hace mucho que está en casa?

– Tres días.

– ¿Por qué no me lo dijiste? -Lucile no respondió-. Esconderlo en la habitación azul ha sido una locura. Es aquí donde debe quedarse. Como me suben las comidas, ya no correrás el riesgo de que te sorprendan: es la excusa perfecta. Dormirá en el sofá, en el cuarto de baño.

– ¡Piénselo bien, madre! Si lo descubren aquí las consecuencias serán terribles. En cambio, yo puedo hacerme responsable, decir que actuaba a sus espaldas, lo que en definitiva es cierto; mientras que en su habitación…

La señora Angellier se encogió de hombros.

– Cuéntame -urgió. Lucile no la había visto tan animada desde hacía mucho tiempo-. Cuéntame lo que ha ocurrido exactamente. Lo único que sé es lo que ha pregonado el guarda. ¿A quién ha matado? ¿A un solo alemán? ¿No ha herido a algún otro? ¿Era un mando, un oficial superior, al menos?

«Qué contenta está -pensó Lucile-, qué pronto responde a todas esas llamadas al asesinato, a la sangre… Las madres y las enamoradas, hembras feroces… Yo, que no soy ni lo uno ni lo otro (¿Bruno? No, ahora no debo pensar en Bruno, no debo…), no puedo tomarme este asunto de la misma manera. Sigo creyendo que soy más desapasionada, más fría, más tranquila, más civilizada… Y además, no puedo creer que los tres nos estemos jugando la vida realmente. Parece excesivo, melodramático… Sin embargo, Bonnet está muerto, asesinado por ese campesino, al que unos llamarán criminal y los otros héroe. ¿Y yo? Debo tomar partido. Ya lo he tomado, a mi pesar. Y pensar que me creía libre…»

– Podrá preguntárselo a Labarie usted misma, madre -respondió-. Voy a buscarlo y acompañarlo aquí. No le deje fumar; el alemán podría percibir el olor de un tabaco que no es el que él fuma. Es el único peligro, creo; no registrarán la casa. Ni siquiera creen que alguien se haya atrevido a esconderlo en el pueblo. Se limitarán a registrar las granjas. Pero podrían denunciarnos.

– Los franceses no nos vendemos unos a otros -replicó la anciana con orgullo-. Desde que conoces a los alemanes, pareces haberlo olvidado, querida.

Lucile recordó una confidencia del teniente: «En la Kommandantur -le había contado Bruno-, el mismo día de nuestra llegada, nos esperaba un paquete de cartas anónimas. La gente se acusaba mutuamente de hacer propaganda inglesa y gaullista, de acaparar productos de consumo, de espionaje… ¡Si les hubiéramos hecho caso, ahora toda la comarca estaría en prisión! Ordené que las arrojaran todas al fuego. Los seres humanos nos vendemos con mucha facilidad, y la derrota despierta lo peor que hay en nosotros. En Alemania ocurrió lo mismo.» Pero Lucile no dijo nada y dejó a su suegra, alegre, entusiasmada, veinte años más joven, preparando el sofá del cuarto de baño. Con su propio colchón, su almohada y las mejores sábanas, hacía con amor la cama de Benoît Labarie.

20

Hacía tiempo que los alemanes habían dispuesto todos los preparativos para celebrar una fiesta en el parque de los Montmort la noche del 21 al 22 de junio. Era el aniversario de la entrada del regimiento en París, pero ningún francés debía conocer el motivo que justificaba la elección de esa fecha. Era la consigna de los mandos: no herir el orgullo nacional de los franceses. Los pueblos conocen sus propios defectos mejor que nadie, incluido el observador extranjero peor intencionado. Recientemente, Bruno von Falk había mantenido una conversación amistosa con un joven francés, que le había dicho:

– Nosotros lo olvidamos todo muy rápidamente. Es nuestra debilidad y, al mismo tiempo, nuestra fuerza. Después de 1918 olvidamos que éramos los vencedores, y eso nos perdió; después de 1940 olvidaremos que nos derrotaron, lo que quizá nos salve.

– Para nosotros, los alemanes, lo que es a la vez nuestro peor defecto y nuestra mejor virtud es la falta de tacto o, dicho de otro modo, la falta de imaginación. Somos incapaces de ponernos en el lugar del otro, lo ofendemos gratuitamente y nos hacemos odiar; pero eso nos permite actuar de un modo inflexible y sin desfallecer.

Como los alemanes desconfiaban de su propia falta de tacto, medían cuidadosamente todas sus palabras cuando hablaban con los lugareños, lo que hacía que éstos los tacharan de hipócritas. Hasta a Lucile, que le preguntó: «¿Qué se celebra con ese convite?», le respondió Bruno evasivamente, diciendo que en su país había costumbre de reunirse hacia el 24 de junio, la noche más corta del año, pero que, como para el 24 se habían programado unas grandes maniobras, no había habido más remedio que adelantar la celebración.