Se decían que la razón, que el mismo corazón, podía convertirlos en enemigos, pero que existía una conformidad de los sentidos que nada podría romper, la muda complicidad que une con un deseo común al hombre que ama y a la mujer que consiente. A la sombra de un cerezo cuajado de flores, cerca de la pequeña fuente, de la que ascendía la sedienta queja de los sapos, él quiso tomarla. La cogió entre sus brazos con una fuerza de la que ya no era dueño, le desgarró la ropa y empezó a tocarle los pechos…
– ¡Nunca! -gritó ella-. ¡No! ¡No! ¡Nunca!
Nunca le pertenecería. Le tenía miedo. Ya no deseaba sus caricias. No era lo bastante cínica (¡demasiado joven, quizá!) para que de ese mismo miedo naciera la voluptuosidad. Había acogido el amor tan complacientemente que se había negado a considerarlo culpable, pero ahora, de pronto, le parecía un delirio vergonzoso. Mentía; lo engañaba. ¿Podía llamarse amor a aquello? ¿Entonces? ¿Sólo una hora de placer? Pero ni siquiera era capaz de sentir placer. Lo que los convertía en enemigos no era ni la razón ni el corazón, sino aquellos oscuros movimientos de la sangre con que habían contado para que los unieran y sobre los que no ejercían ningún poder. El la tocaba con unas manos hermosas y finas, pero ella no sentía las manos cuyas caricias había deseado, mientras que el frío de aquella hebilla apretada contra su pecho le penetraba hasta el corazón. El le murmuraba palabras alemanas. ¡Extranjero! ¡Extranjero! Enemigo, pese a todo y para siempre enemigo, con su uniforme verde, sus hermosos cabellos, de un rubio que no era el de allí, y su confiada boca. De pronto, fue él quien la rechazó.
– No la tomaré por la fuerza. No soy un chusquero borracho… Váyase.
Pero el ceñidor de muselina de su vestido se había enredado en los botones metálicos del uniforme del oficial. Suavemente, con manos temblorosas, Bruno lo desenganchó. Ella, mientras tanto, miraba angustiada hacia la casa. Se habían encendido las primeras luces. ¿Se acordaría su suegra de correr la doble cortina para que la sombra del fugitivo no apareciera en la ventana? Esos hermosos crepúsculos de junio eran muy traicioneros, podían revelar los secretos de las habitaciones, abiertas e indefensas ante las miradas. La gente no desconfiaba de nada. De una casa vecina llegaba nítidamente el sonido de la radio inglesa; el carro que pasaba por la carretera iba cargado de contrabando; en todas las casas se ocultaba algún arma… Cabizbajo, Bruno sostenía el largo ceñidor. No se atrevía a moverse ni a hablar.
– Yo creía… -dijo al fin con tristeza, y tras una vacilación acabó la frase-:que sentía algo por mí…
– Yo también lo creía.
– ¿Y no es así?
– No. Es imposible.
Lucile se alejó unos pasos y se detuvo. Se miraron un instante. El sonido de una trompeta desgarró el aire: el toque de queda.
En la plaza, los soldados alemanes pasaban entre los grupos de gente.
– ¡Vamos, a la cama! -decían sin brusquedad.
Las mujeres protestaban y reían.
Volvió a sonar la trompeta.
La gente se fue a casa. Los alemanes quedaron como únicos dueños. Hasta el amanecer, su monótona ronda sería lo único que turbaría el sueño.
– El toque de queda -dijo Lucile con voz inexpresiva-. Tengo que volver a casa y cerrar todas las ventanas. Ayer me dijeron de la Kommandantur que las luces del salón no estaban bien disimuladas.
– Mientras yo esté aquí no haga caso de nada. La dejarán tranquila.
Lucile no respondió. Le tendió la mano, dejó que se la besara y se dirigió hacia la casa.
Bien pasada la medianoche, él todavía se paseaba por el jardín. Lucile oía las breves y monótonas llamadas de los centinelas en la calle y, bajo su ventana, aquellos pasos lentos y regulares de carcelero. A ratos pensaba: «Me ama. No sospecha nada.» Y a ratos: «Desconfía, acecha, espera.»
«Es una lástima -se dijo de pronto Bruno en un repentino arranque de sinceridad-. Es una lástima, era una noche preciosa, hecha para el amor… no había que dejarla pasar. Lo demás no tiene importancia.» Pero ella no hizo ningún movimiento para levantarse de la cama, para acercarse a la ventana. Se sentía atada, cautiva, solidaria con aquel país prisionero que suspiraba de impaciencia calladamente y soñaba. Dejó que la noche pasara en vano.
21
Desde primera hora de la tarde, el pueblo había adquirido un aspecto alegre. Los soldados habían adornado con hojas y flores los mástiles de la plaza y, sobre el estandarte con la cruz gamada del balcón del alcalde, ondeaban banderolas rojas y negras de papel con inscripciones en letras góticas. Hacía un día espléndido. Una suave y fresca brisa agitaba cintas y banderas. Dos soldados jóvenes y rubicundos arrastraban una carreta rebosante de rosas.
– ¿Son para las mesas? -les preguntaron unas mujeres, curiosas.
– Sí -respondieron orgullosos, y uno de ellos eligió un capullo apenas abierto y, con una reverencia, se lo ofreció a una chica que casi se muere de vergüenza.
– Será una bonita fiesta.
– Wir hoffen so. Eso esperamos. Nuestro trabajo nos cuesta -respondieron los soldados.
Los cocineros trabajaban al aire libre preparando los platos para la cena. Se habían instalado bajo los grandes tilos que rodeaban la iglesia, a cubierto del polvo. El chef, de uniforme pero con un gorro alto y un delantal de un blanco inmaculado encima del dolmán, daba los últimos toques a una tarta adornándola con arabescos de nata y trozos de fruta confitada. El aroma a azúcar invadía el aire. Los niños daban gritos de alegría. El chef, que no cabía en sí de orgullo pero no quería demostrarlo, arrugaba el entrecejo y les decía muy serio:
– ¡Vamos, apartaos un poco! ¡Con vosotros no hay quien trabaje!
Al principio, las mujeres habían fingido que la tarta no les interesaba.
– ¡Bah, les saldrá un churro! No tienen la harina que hace falta.
Pero, poco a poco, se fueron acercando, primero tímidamente, después con toda naturalidad y, por fin, metieron baza con descaro, como suelen hacer las mujeres.
– ¡Eh, señor, por este lado no está bastante adornada!
– Lo que le falta es angélica confitada, señor.
Acabaron colaborando en la obra. Apartaron a los embelesados críos y se pusieron a trabajar entre los alemanes alrededor de la mesa. Una picaba almendras, otra machacaba el azúcar…
– ¿Es sólo para los oficiales, o también les darán a los soldados? -preguntaron.
– Para todos, para todos.
– ¡Menos para nosotras! -rezongaron ellas.
El chef levantó en brazos la bandeja de porcelana coronada por la enorme tarta y, con un pequeño saludo, la mostró a la multitud, que rió y aplaudió. La tarta fue depositada con extremo cuidado en una gran tabla que, transportada por dos soldados (uno en cabeza y el otro detrás), tomó el camino del parque. Mientras tanto, los oficiales de los regimientos acantonados en las cercanías llegaban de todas partes haciendo ondear a sus espaldas las largas capas verdes. Los comerciantes los esperaban en la puerta de sus tiendas con una sonrisa. Esa mañana habían subido todas las existencias que les quedaban en los sótanos. Los alemanes compraban todo lo que podían y pagaban sin rechistar. Un oficial arrambló con las últimas botellas de benedictino; otro se gastó doscientos francos en lencería femenina; los soldados se agolpaban ante los escaparates y, enternecidos, contemplaban baberos azules y rosa. Al fin, uno de ellos no pudo aguantar más y, en cuanto se marchó el oficial, llamó a la vendedora y le señaló la ropita de niño. Era un soldado muy joven y de ojos azules.
– ¿Chico o chica? -le preguntó la mujer.
– No sé -respondió él con ingenuidad-. Me ha escrito mi mujer. Fue en el último permiso, hace un mes.
A su alrededor, todo el mundo soltó la carcajada. Él estaba ruborizado, pero parecía muy contento. Le hicieron comprar un sonajero y un trajecito. Cruzó la calle con aire triunfal.