– Vamos, ama. ¿Qué te pasa? Hay que marcharse. ¿Qué te pasa? -repitió, cogiéndole la mano.
– ¡Oh, déjame, mi pobre pequeño! -gimió la mujer, olvidando que ahora sólo lo llamaba «señorito Philippe» o «señor cura» y volviendo instintivamente al tuteo de antaño-. Déjame, anda. ¡Tú eres bueno, pero estamos perdidos!
– Pero, mujer, no te pongas así. Deja los pañuelos, vístete y baja enseguida, que mamá te está esperando.
– ¡No volveré a ver a mis chicos, Philippe!
– Que sí, que sí -le aseguró Philippe, y él mismo se puso a peinarla, le arregló los desordenados mechones y le encasquetó un sombrero de paja negra.
– ¿Querrás rezarle a la Santa Virgen por mis chicos?
Philippe la besó en la mejilla con suavidad.
– Sí, claro que sí, te lo prometo. Y ahora, ve.
En la escalera se cruzaron con el chofer y el portero, que iban a buscar al anciano señor Péricand. Lo habían mantenido apartado del trajín hasta el último momento. Auguste y el enfermero acabaron de vestirlo. Lo habían operado no hacía mucho. Llevaba un complicado vendaje y, en previsión del fresco nocturno, un ceñidor de franela tan largo y ancho que tenía el cuerpo fajado como una momia. Auguste le abotonó los anticuados botines, le puso un jersey ligero pero de abrigo cálido y, por último, la chaqueta. El anciano, que hasta ese momento se había dejado manipular sin rechistar, como una muñeca vieja y tiesa, pareció despertar de un sueño y exclamó:
– ¡El chaleco de lana!
– Tendrá usted demasiado calor -observó Auguste, queriendo pasar a otra cosa.
Pero el anciano le clavó sus desvaídos y vidriosos ojos y, con voz un poco más alta, repitió:
– ¡El chaleco de lana!
Se lo dieron. Le pusieron su largo gabán y un pañuelo que le daba dos vueltas alrededor del cuello y se unía por detrás con un imperdible. Lo colocaron en su sillón de ruedas y bajaron con él los cinco pisos, pues el sillón no entraba en el ascensor. El enfermero, un alsaciano pelirrojo y fornido, bajaba los peldaños de espaldas levantando su carga con los brazos extendidos, mientras Auguste la sujetaba respetuosamente por detrás. Al llegar a un rellano, hacían un alto para secarse el sudor de la frente, mientras el anciano contemplaba el techo meneando su frondosa barba blanca. Era imposible saber qué pensaba de tan precipitado viaje. Sin embargo, contra lo que pudiera creerse, no ignoraba nada sobre los recientes acontecimientos. Mientras lo vestían, había murmurado:
– Una noche muy clara… No me sorprendería que… -Luego pareció quedarse dormido, pero acabó la frase al cabo de unos instantes, en el umbral de la puerta-: ¡No me sorprendería que nos bombardearan por el camino!
– ¡Qué ocurrencia, señor Péricand! -había exclamado el enfermero con todo el optimismo inherente a su profesión.
Pero el anciano ya había vuelto a adoptar su actitud de grave indiferencia. Al fin, consiguieron sacar el sillón de ruedas del edificio. Instalaron al anciano en el rincón de la derecha, bien resguardado de las corrientes de aire. Con manos temblorosas de impaciencia, su nuera en persona lo arrebujó en un chal escocés, cuyos largos flecos el anciano solía entretenerse en trenzar.
– ¿Todo en orden? -preguntó Philippe-. ¡Entonces en marcha, vamos!
«Si cruzan las puertas de París antes de que amanezca, habrán tenido suerte», pensó el sacerdote.
– Mis guantes -pidió el anciano.
Se los dieron. Con tantas capas de lana, costaba abrochárselos en las muñecas, pero él no perdonó ni un corchete. Por fin, todo estaba listo. Emmanuel lloraba entre los brazos del ama. La señora Péricand besó a su marido y su hijo mayor. Los estrechó sin llorar, pero ellos sintieron palpitar aceleradamente su corazón. El chofer puso el coche en marcha. Hubert montó en la bicicleta. Entonces el anciano señor Péricand levantó la mano y dijo con voz débil pero clara:
– Un momento.
– ¿Qué ocurre, padre? -El anciano indicó con señas que no podía decírselo a su nuera-. ¿Ha olvidado alguna cosa?
Él asintió con la cabeza. El coche se detuvo. Pálida de exasperación, la señora Péricand sacó la cabeza por la ventanilla.
– ¡Creo que papá se ha dejado algo! -gritó en dirección al pequeño grupo que se había quedado en la acera, formado por su marido, Philippe y el enfermero.
Cuando el coche retrocedió hasta la puerta, el anciano llamó al enfermero con un gesto discreto y le susurró algo al oído.
– Pero ¿qué le sucede? ¡Es increíble! A este paso, aún estaremos aquí mañana -exclamó la señora Péricand-. ¿Qué quiere usted, padre? ¿Qué ha dicho? -le preguntó al enfermero.
El hombre bajó los ojos.
– El señor quiere que volvamos a subirlo… para hacer pis.
7
Arrodillado en el parquet del salón, Charles Langelet empaquetaba personalmente sus porcelanas. Estaba gordo y padecía del corazón; el suspiro que salía de su pecho oprimido parecía un estertor. Se encontraba solo en el piso vacío. El matrimonio que trabajaba para él desde hacía siete años se había dejado llevar por el pánico esa misma mañana, cuando los parisinos habían despertado bajo una niebla artificial que caía como una lluvia de cenizas. La pareja había salido temprano a comprar provisiones y no había vuelto. Langelet pensaba con amargura en los generosos sueldos y gratificaciones que les había pagado desde que estaban con él y que sin duda les habían permitido comprarse una pequeña granja en su región natal.
Langelet debería haberse marchado hacía tiempo, pero le tenía demasiado apego a sus viejas costumbres. Retraído y desdeñoso, lo único que le gustaba en este mundo era su casa y los objetos esparcidos a su alrededor, en el suelo desnudo (las alfombras, enrolladas con naftalina, estaban escondidas en el sótano). Todas las ventanas estaban adornadas con largas tiras de papel engomado rosa y azul claro. El las había colocado con sus propias manos regordetas y pálidas, dándoles forma de estrellas, de barcos, de unicornios… Eran la admiración de sus amigos, pero es que él no podía vivir en un ambiente insulso o vulgar. A su alrededor, en su casa, todo lo que componía su forma de vida estaba hecho de detalles hermosos, humildes en unos casos y caros en otros, que acababan por crear un clima particular, grato, luminoso, el único, en definitiva, digno de un hombre civilizado, pensaba el señor Langelet. A los veinte años, llevaba un anillo con esta inscripción grabada en su interior: This thing of Beauty is a guilt for ever. Era una niñería, y había acabado deshaciéndose del anillo (al señor Langelet le gustaba hablar consigo mismo en inglés, lengua que por su poesía y su fuerza era ideal para algunos de sus estados de ánimos), pero no se había olvidado del lema, al que permanecía fiel.
Se incorporó sobre una rodilla y lanzó en derredor una mirada de desolación que lo abarcaba todo: el Sena bajo sus ventanas; el gracioso eje que separaba los dos salones; la chimenea, con sus morillos antiguos, y los altos techos, bañados por una luz límpida que tenía el tono verdoso y la transparencia del agua, porque llegaba tamizada por los estores de tela esmeralda del balcón.
De vez en cuando sonaba el teléfono. En París todavía quedaban algunos indecisos, locos que temían marcharse y esperaban no se sabía qué milagro. Lentamente, suspirando, el señor Langelet se llevaba el auricular al oído. Hablaba con voz nasal y pausada, con ese desapego, con esa ironía que sus amigos -un grupito muy cerrado, muy parisino- llamaban «un tono inimitable». Sí, había decidido marcharse. No, no le daba miedo. París no sería defendido. En el resto del país las cosas no serían muy diferentes. El peligro estaba en todas partes, pero él no huía del peligro. «He visto dos guerras», decía. Efectivamente, había vivido la del catorce, en su propiedad de Normandía, porque tenía el corazón delicado y lo habían eximido de cualquier servicio militar.
– Tengo sesenta años, mi querida amiga. No le temo a la muerte.
– Entonces, ¿por qué se va?
– No soporto este desorden, estos estallidos de odio, el repugnante espectáculo de la guerra. Me iré a algún rincón tranquilo en el campo. Viviré con los cuatro cuartos que me quedan hasta que el mundo recobre la cordura.
Le respondió una leve risita: tenía fama de tacaño y previsor. Se decía de éclass="underline" «¿Charlie? Se cose monedas de oro en todos los trajes viejos.» Esbozó una sonrisa agria y gélida. Sabía que su vida cómoda, demasiado desahogada, despertaba envidias.
– ¡Oh, usted no tendrá problemas! -aseguró su amiga-. Pero, desgraciadamente, no todo el mundo cuenta con su fortuna… -Charlie arrugó la frente: aquella mujer no tenía tacto-. ¿Adónde irá? -preguntó ella.
– A una casita que tengo en Ciboure.
– ¿Cerca de la frontera? -exclamó la amiga, que decididamente había perdido el comedimiento.
Se despidieron con frialdad. Charlie volvió a arrodillarse ante la caja, que ya estaba medio llena, y a través de la paja y el papel de seda acarició sus porcelanas, sus tazas de Nankín, su centro de mesa Wedgwood, sus jarrones de Sèvres, de los que no se separaría por nada del mundo… Pero tenía el corazón roto: no podría llevarse el lavabo de porcelana de Sajonia que tenía en el dormitorio, una pieza de museo, con su tremol decorado con rosas. ¡Eso se iría al infierno! Por unos instantes se quedó inmóvil, hincado sobre el parquet, con el monóculo colgando de su cordón negro. Era alto y fuerte; sobre su delicado cuero cabelludo, los ralos cabellos estaban distribuidos con sumo cuidado. Habitualmente, su rostro tenía una expresión impávida y desconfiada, como la de un viejo gato que ronronea junto al fuego. El esfuerzo del último día lo había dejado agotado, y ahora la mandíbula le colgaba floja, como a los muertos. ¿Qué había dicho aquella sabihonda por teléfono? ¡Había insinuado que él quería huir de Francia! ¡Menuda idiota! ¡Se creía que iba a avergonzarlo, que iba a sacarle los colores! Por supuesto que se iría. Si conseguía llegar a Hendaya, se las arreglaría para cruzar la frontera. Pasaría unos días en Lisboa y luego se marcharía de aquella Europa espantosa y sanguinolenta. La imaginaba convertida en un cadáver medio descompuesto, atravesado por mil heridas. Se estremeció. Él no estaba hecho para eso. No estaba hecho para el mundo que nacería de aquella carroña, como un gusano que sale de una tumba. Un mundo brutal, feroz, en el que habría que defenderse de las dentelladas. Miró sus hermosas manos, que nunca habían trabajado, que sólo habían acariciado estatuas, piezas de orfebrería antigua, encuadernaciones de lujo y algún que otro mueble isabelino. ¿Qué iba a hacer él, Charles Langelet, con sus refinamientos, con los escrúpulos que constituían la base de su carácter, en medio de aquella muchedumbre enloquecida? Le robarían, lo despojarían, lo asesinarían como a un pobre perro abandonado a los lobos. Sonrió débil y amargamente, imaginándose con el aspecto de un pequinés de dorada pelambre perdido en una jungla. No se parecía al común de los mortales. Sus ambiciones, sus miedos, sus cobardías y sus griteríos le eran ajenos. Vivía en un universo de paz y de luz. Estaba condenado a ser odiado y engañado por todos. Llegado a ese punto, se acordó de sus criados y rió por lo bajo. Era la aurora de los nuevos tiempos, ¡una advertencia y un presagio! Con dificultad, porque tenía las rodillas doloridas, se levantó, se llevó las manos a los riñones y fue a la antecocina en busca del martillo y los clavos para cerrar la caja. Después la bajó él mismo al coche: los porteros no necesitaban saber lo que se llevaba.