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A nadie, ni siquiera a Florence, que lo esperaba en el vestíbulo, habría confesado por qué había rechazado aquella habitación. Al acercarse a la ventana había visto, en la suave noche de junio, un depósito de gasolina muy cerca del hotel y, un poco más allá, lo que le habían parecido autoametralladoras y tanques estacionados en la plaza.

«¡Nos van a bombardear! -se dijo, y empezó a temblar tan espasmódicamente que pensó-: Estoy enfermo, tengo fiebre.» ¿Miedo? ¿Gabriel Corte? ¡No, él no podía tener miedo! ¡Por favor! Sonrió con desdén y piedad, como si respondiera a un interlocutor invisible. Por supuesto que no tenía miedo; pero, al asomarse por segunda vez, había visto aquel cielo negro, del que, en cualquier momento, podían caer el fuego y la muerte, y había vuelto a invadirlo aquella espantosa sensación: primero el temblor en los huesos, y luego la debilidad, las náuseas, la crispación de las entrañas que precedía al desvanecimiento. Miedo o no, qué importaba. Ahora huía seguido de Florence y la doncella.

– Dormiremos en el coche -decidió-. Una noche pasa enseguida.

Luego pensó que podían buscar otro hotel, pero mientras dudaba se hizo demasiado tarde: por la carretera de París discurría un lento e incesante río de coches, camiones, carros y bicicletas, al que se sumaban las caballerías de los campesinos, que abandonaban sus granjas y partían hacia el sur arrastrando tras sí a sus hijos y sus animales. A medianoche, en Orleáns no quedaba una habitación, ni siquiera una cama libre. La gente dormía en el suelo de los cafés, en las calles, con la cabeza apoyada en la maleta. El atasco era tan caótico que resultaba imposible salir de la ciudad. Se decía que habían cerrado la carretera para reservarla a las tropas.

En silencio y con los faros apagados, los vehículos llegaban uno tras otro llenos a reventar, cargados hasta los topes de maletas y muebles, de cochecitos de niño y jaulas de pájaro, de cajas y cestos de ropa, cada uno con su colchón atado al techo; formaban frágiles andamiajes y parecían avanzar sin ayuda del motor, llevados por su propia inercia a lo largo de las calles en pendiente hasta la plaza. Ahora ya bloqueaban todas las salidas, arrimados unos a otros como peces atrapados en una red; incluso parecía posible cogerlos todos a la vez y arrojarlos a una espantosa orilla. No se oían lloros ni gritos: hasta los niños permanecían callados. Todo estaba tranquilo. De vez en cuando, un rostro se asomaba por una ventanilla y escrutaba el cielo con atención. Un rumor débil y sordo, hecho de respiraciones trabajosas, de suspiros, de palabras intercambiadas a media voz, como si se temiera que llegaran a oídos de un enemigo al acecho, se elevaba de aquella multitud. Algunos intentaban dormir utilizando la maleta como incómoda almohada, movían las doloridas piernas en el estrecho asiento o aplastaban la mejilla contra el frío cristal de una ventanilla. Algunos jóvenes y algunas mujeres se llamaban de un coche a otro, y a veces incluso reían con desenfado. Pero, de pronto, una mancha oscura se deslizaba por el cielo cuajado de estrellas y las risas cesaban; todo el mundo permanecía atento. No era inquietud propiamente dicha, sino una extraña tristeza que tenía poco de humano, porque no comportaba ni valentía ni esperanza. Así es como los animales esperan la muerte. Así es como el pez atrapado en la red ve pasar una y otra vez la sombra del pescador.

El avión surgió súbitamente sobre sus cabezas; oían su zumbido estridente, que se alejaba, se apagaba y luego volvía a dominar todos los sonidos de la ciudad y suspender todas las angustiadas respiraciones. El río, el puente metálico, las vías del tren, la estación, las chimeneas de la fábrica, brillaban tenuemente, como otros tantos puntos estratégicos, otros tantos blancos a alcanzar por el enemigo. Otros tantos peligros para aquella muchedumbre silenciosa. «Me parece que es francés», decían los optimistas. Francés, enemigo… Nadie lo sabía. Pero ahora sí había desaparecido. A veces se oía una explosión lejana. «No vienen por nosotros -pensaba la gente con un suspiro de alivio-. No vienen por nosotros, van por otros. ¡Ha habido suerte!»

– ¡Qué noche de perros! -gimió Florence-. ¡Qué noche!

Con un siseo apenas audible, Gabriel le soltó con desdén:

– ¿Verdad que yo no duermo? Pues haz tú lo mismo.

– Es que ya que teníamos una habitación… ¡Ya que tuvimos la increíble suerte de disponer de una habitación…!

– ¿A eso llamas una suerte increíble? Una buhardilla infame que apestaba a sumidero… ¿No viste que estaba encima de las cocinas? ¿Yo, allí dentro? ¿Tú me ves allí dentro?

– Pero, Gabriel, lo conviertes en una cuestión de amor propio…

– ¡Bah! Déjame en paz, ¿quieres? Siempre lo he sabido: hay matices, hay… -farfulló buscando la palabra adecuada- hay pudores que tú no sientes.

– ¡Lo que siento es que tengo el culo molido! -exclamó Florence, olvidándose de repente de los últimos cinco años de su vida, y con gesto vulgar se palmeó el muslo con su mano cubierta de sortijas-. ¡Dios! ¡Estoy harta!

Gabriel se volvió hacia ella, lívido de rabia.

– ¡Entonces lárgate! ¡Vamos, lárgate! ¡Fuera, he dicho!

En ese preciso instante, un súbito e intenso resplandor iluminó la plaza. Era una bengala lanzada por un avión. Las palabras se helaron en los labios de Gabriel. La bengala se apagó, pero el cielo pareció llenarse de aviones. Pasaban y volvían a pasar por encima de la plaza, se diría que sin prisa.

– Y los nuestros, ¿dónde están? -refunfuñaba la gente.

A la izquierda de Gabriel había un pequeño coche desvencijado; en el techo, además del colchón, llevaba un velador redondo con pesados y vulgares adornos de cobre. Lo ocupaban un hombre tocado con una gorra y dos mujeres, una con un bebé en el regazo y la otra con una jaula de pájaros. Al parecer habían sufrido un accidente. La carrocería y el parachoques estaban abollados, y la mujer que abrazaba la jaula tenía la cabeza vendada con tiras blancas.

A su derecha, Gabriel vio una camioneta cargada de jaulones de los que utilizan los campesinos para transportar gallinas los días de mercado, pero llenos de perros, y en la ventanilla más cercana descubrió el rostro de una prostituta vieja. Pelirroja y desaliñada, de frente estrecha y ojos maquillados, miraba fijamente a Gabriel mientras mascaba un mendrugo de pan. Él se estremeció.

– ¡Qué horror! -exclamó-. ¡Qué caras tan repugnantes! Agobiado, escondió la cabeza en el rincón del coche y cerró los ojos.

– Tengo hambre -dijo Florence-. ¿Y tú?

Gabriel negó con la cabeza.

Ella abrió la maleta y sacó unos sándwiches.

– Esta noche no has cenado. Vamos, sé razonable.

– No puedo comer. Creo que no podría tragar ni un bocado. ¿Has visto a esa vieja grotesca de ojos pintarrajeados y pelo color zanahoria mascando pan?

Florence cogió un sándwich y entregó otros dos a la doncella y el chofer. Gabriel se llevó las manos a los oídos para no oír crujir el pan entre los dientes de los criados.

10

Los Péricand llevaban cerca de una semana en la carretera. Habían tenido mala suerte. Una avería los había retenido dos días en Gien. Poco después, en aquel caos y apresuramiento indescriptibles, habían chocado con la camioneta en la que iban los criados y el equipaje. Eso había ocurrido en los alrededores de Nevers. Por fortuna para los Péricand, no había rincón de provincias donde les fuera imposible encontrar algún amigo o pariente con una gran casa, un hermoso jardín y la despensa llena. Así pues, un primo de la rama Maltête-Lyonnais los había acogido, pero el pánico iba en aumento, se extendía de ciudad en ciudad como un incendio. Los Péricand repararon el coche como pudieron y al cabo de cuarenta y ocho horas reemprendieron la marcha. El sábado a mediodía quedó claro que el vehículo no llegaría muy lejos sin que lo examinaran y repararan de nuevo. Se detuvieron en una pequeña ciudad un poco apartada de la carretera principal, con la esperanza de encontrar alojamiento. Pero las calles estaban atestadas de vehículos de todas clases; los chirridos de los maltratados frenos hendían el aire; la plaza, situada junto al río, parecía un campamento de gitanos; los hombres, exhaustos, dormían en el suelo o se lavaban en la orilla. Una joven había colgado un espejito en el tronco de un árbol y se estaba maquillando y peinando de pie ante él. Otra lavaba pañales en la fuente. En las puertas de sus casas, los vecinos contemplaban aquel espectáculo con expresiones de estupor.

– ¡Pobre gente! Señor, lo que hay que ver… -decían con piedad y un íntimo sentimiento de satisfacción: aquellos refugiados venían de París, del norte, del este, de provincias asoladas por la invasión y la guerra. Pero ellos vivían bien tranquilos; los días pasarían y los soldados lucharían mientras el ferretero de la calle mayor y la señorita Dubois, la mercera, seguían vendiendo sus ollas y sus cintas, tomando sopa caliente en sus cocinas y cerrando la pequeña cerca de madera que separaba su jardín del resto del mundo al llegar la noche.

Por la mañana, a primera hora, los coches se abastecían de gasolina, que empezaba a escasear. La gente pedía noticias a los refugiados. No sabían nada. Alguien aseguró que «esperaban a los alemanes en las montañas de Morvan». Sus palabras fueron acogidas con escepticismo.

– Hombre, en el catorce no llegaron tan lejos… -dijo el grueso farmacéutico meneando la cabeza, y todo el mundo asintió como si la sangre vertida en la Gran Guerra hubiera formado una mística barrera capaz de detener al enemigo por los siglos de los siglos.

Seguían llegando coches y más coches.

– ¡Qué cansados parecen! ¡Qué calor deben de estar pasando! -decía la gente, pero a nadie se le ocurría invitar a su casa a alguno de aquellos desventurados, dejarlo entrar en uno de aquellos pequeños paraísos de sombra que se adivinaban vagamente detrás de las casas, con su banco de madera bajo un cenador, sus groselleros y sus rosas.

Había demasiados refugiados. Había demasiados rostros cansados, demacrados, sudorosos; demasiados niños llorando, demasiados labios temblorosos que preguntaban: «¿No sabrá usted dónde podríamos encontrar una habitación o una cama?» «¿Podría usted indicarnos un restaurante, señora?» Era como para desalentar la caridad. Aquella multitud miserable ya no presentaba rasgos humanos; parecía una manada en estampida. Una extraña uniformidad se extendía sobre ellos. La ropa arrugada, los rostros exhaustos, las voces roncas, todo los asemejaba. Todos hacían los mismos gestos, todos decían las mismas frases. Al salir del coche, se tambaleaban como si hubieran bebido y se llevaban la mano a la frente, a las sienes doloridas. «¡Qué viaje, Dios mío!», suspiraban. «Estamos guapos, ¿eh?», ironizaban. «De todas maneras, parece que allí la cosa va mejor», decían señalando un punto invisible en la lejanía.