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– ¡Los niños están en la puerta de la catedral! Vaya a buscar al suyo. ¡Quienes hayan perdido a sus hijos, que vayan a buscarlos a la catedral!

Las mujeres corrían hacia el templo. Unas lloraban, otras se echaban a reír, otras lanzaban una especie de aullido visceral, ahogado, que no se parecía a ningún otro grito. Los niños estaban mucho más tranquilos. Sus lágrimas se secaban rápidamente. Las madres se los llevaban apretándolos contra su pecho. Ninguna se detuvo a darle las gracias. Jeanne volvió a la plaza, donde le dijeron que la ciudad no había sufrido grandes daños, pero que un convoy sanitario había sido alcanzado por las bombas cuando entraba en la estación; no obstante, la línea de Tours seguía intacta. El tren se estaba formando en esos momentos y saldría al cabo de un cuarto de hora. Olvidándose de los muertos y los heridos, la gente se precipitaba hacia la estación agarrada a sus maletas y sombrereras, como náufragos a los salvavidas, y se disputaba los asientos. Los Michaud vieron las primeras camillas con soldados heridos. El caos les impidió acercarse y distinguir sus rostros. Los subían a camiones, a coches militares y civiles requisados a toda prisa. Jeanne vio a un oficial acercarse a un camión lleno de niños acompañados por un sacerdote.

– Lo siento mucho, padre -oyó decir al militar-, pero necesito el camión. Tenemos que llevar a los heridos a Blois. -El sacerdote hizo un gesto a los chicos, que empezaron a bajar-. Lo siento mucho, de verdad -repitió el oficial-. Supongo que es un colegio…

– Un orfanato.

– Haré que le devuelvan el camión, si encuentro gasolina.

Los muchachos, adolescentes de entre catorce y dieciocho años, cada cual con su pequeña maleta, bajaban y se agrupaban alrededor del sacerdote.

– ¿Vamos? -preguntó Maurice volviéndose hacia ella.

– Sí. Espera.

– ¿Para qué?

Jeanne trataba de ver las camillas que pasaban entre la muchedumbre. Pero había demasiada gente: no veía nada. A su lado, otra mujer se alzaba de puntillas, como ella. Movía los labios, pero no emitía ninguna palabra inteligible: rezaba o repetía un nombre. Miró a Jeanne.

– Siempre cree una que va a ver al suyo, ¿verdad? -le dijo, y soltó un leve suspiro.

En efecto, no había ninguna razón para que fuera el suyo, y no el de cualquier otra, quien apareciera de pronto ante sus ojos; el suyo, su Jean-Marie, su amor. ¿Estaría en algún sitio tranquilo?

Hasta las batallas más terribles dejan zonas intactas, preservadas entre barreras de llamas.

– ¿Sabe de dónde venía ese tren? -le preguntó Jeanne a su vecina.

– No.

– ¿Hay muchas víctimas?

– Dicen que hay dos vagones llenos de muertos.

Jeanne dejó de resistirse a su marido, que le tiraba de la mano. No sin dificultad, se abrieron paso hasta la estación. Tenían que ir sorteando morrillos, bloques de piedra y montones de cristales rotos. Al fin, consiguieron llegar al tercer andén, que estaba intacto. El tren de Tours, un correo de provincias negro y parsimonioso, esperaba la salida escupiendo humo.

13

Jean-Marie, herido dos días antes, iba en el tren bombardeado. Esta vez no había sufrido daños, pero el vagón en que viajaba estaba ardiendo. El esfuerzo para levantarse y llegar a la puerta hizo que se le reabriera la herida. Cuando lo recogieron y lo subieron al camión, estaba semiinconsciente. Iba tumbado en una camilla, pero la cabeza se le había deslizado fuera y, a cada sacudida del vehículo, golpeaba contra una caja vacía. Tres camiones llenos de soldados avanzaban lentamente en fila india por un camino bombardeado y apenas practicable. Los aviones enemigos sobrevolaban el convoy una y otra vez. Jean-Marie emergió fugazmente de su turbio delirio y pensó: «Las gallinas deben de sentirse como nosotros cuando vuela el gavilán…»

Confusamente, volvió a ver la granja de su nodriza, donde pasaba las vacaciones de Semana Santa cuando era niño. El corral estaba inundado de soclass="underline" los pollos picoteaban el grano y correteaban por los montones de ceniza; luego, la gran mano huesuda de la nodriza atrapaba uno, le ataba las patas, se lo llevaba y cinco minutos después… aquel chorro de sangre que escapaba con un débil y grotesco borboteo. Era la muerte… «A mí también me han atrapado y me han llevado… -pensó Jean-Marie-. Atrapado y llevado… Y mañana, cuando me arrojen a la fosa, desnudo y flaco, no tendré mejor pinta que un pollo.»

De pronto, su frente golpeó la caja con tal brusquedad que Jean-Marie soltó un débil quejido; ya no tenía fuerzas para gritar, pero bastó para llamar la atención del compañero que iba tumbado junto a él, con una herida en la pierna pero menos grave.

– ¿Qué pasa, Michaud? Michaud, ¿estás bien?

«Dame de beber y ponme la cabeza un poco mejor. Y espántame esta mosca de los ojos», quiso decir Jean-Marie, pero sólo murmuró:

– No… -Y cerró los ojos.

– Eso tuyo se arregla -gruñó el camarada.

En ese momento empezaron a caer bombas alrededor del convoy. Destruyeron un pequeño puente, cortando la carretera a Blois. Había que volver atrás y abrirse paso entre la riada de refugiados, o ir por Vendôme. No llegarían antes del anochecer.

«Pobres muchachos», pensó el médico militar mirando a Michaud, el herido más grave. Le puso una inyección. El convoy reanudó la marcha. Los dos camiones cargados de heridos leves subieron hacia Vendôme; el que llevaba a Jean-Marie tomó un camino que debía acortar el viaje varios kilómetros, pero no tardó en pararse. Se había quedado sin gasolina. El médico se puso a buscar una casa donde alojar a sus hombres. Allí estaban apartados de la desbandada; el río de vehículos discurría más abajo. Desde la colina a la que subió el oficial, en aquel suave y apacible crepúsculo de junio, de un violeta azulado, se veía una masa negra de la que escapaban los indistintos y discordantes sonidos de las bocinas, los gritos, las llamadas, un rumor sordo y siniestro que encogía el corazón.

El médico vio varias granjas muy cercanas entre sí, una especie de aldea. Estaban habitadas, pero sólo quedaban mujeres y niños. Los hombres estaban en el frente. Jean-Marie fue trasladado a una de ellas. Las casas vecinas acogieron a los demás soldados; en cuanto al oficial, encontró una bicicleta de mujer y decidió ir a la ciudad más cercana en busca de ayuda, de gasolina, de camiones, de lo que encontrara…

«Si tiene que morir -pensó echando un último vistazo a Michaud, que seguía tendido en su camilla en la amplia cocina de la granja, mientras las mujeres preparaban y calentaban la cama-, si ha llegado su hora, más vale que sea entre sábanas limpias que en la carretera…»

Empezó a pedalear hacia Vendôme. Cuando estaba llegando a la ciudad, tras viajar toda la noche, cayó en manos de los alemanes, que lo hicieron prisionero. Entretanto, al ver que no volvía, las mujeres habían ido al pueblo a avisar al médico y las monjas del hospital. El hospital estaba lleno, porque habían llevado allí a las víctimas del último bombardeo. Los soldados se quedaron en la aldea. Las mujeres se quejaban: en ausencia de los hombres, bastante tenían con las faenas del campo y el cuidado de los animales como para encima ocuparse de los heridos que les habían endosado. Levantando con dificultad los párpados, que le ardían de fiebre, Jean-Marie veía delante de su cama a una anciana de nariz larga y cetrina que hacía punto y suspiraba mirándolo:

– Si al menos supiera que mi pobre muchacho, allá donde lo tengan, está tan bien cuidado como éste, al que no conozco de nada…

En las pausas entre sus confusos sueños, Jean-Marie oía el tintineo de las agujas; la madeja de lana rebotaba en su cubrepiés; en su delirio, le parecía que la mujer tenía las orejas puntiagudas y una cola, y extendía la mano para acariciársela. De vez en cuando, la nuera de la granjera se acercaba a la cama; era joven, tenía un rostro fresco, rubicundo, de rasgos un poco toscos, y ojos negros, vivaces y límpidos. Un día le trajo un puñado de cerezas y se las dejó en la almohada. Le prohibieron comérselas, pero se las llevaba a las mejillas, que le ardían como el fuego, y se sentía aliviado y casi feliz.

14

Los Corte habían dejado Orleáns y seguían viajando hacia Burdeos. Lo que complicaba las cosas era que no sabían exactamente adónde iban. En un primer momento habían pensado marcharse a Bretaña, pero luego decidieron dirigirse al sur. Ahora Gabriel decía que se iría de Francia.

– No saldremos vivos de aquí -murmuró Florence.

Lo que sentía no era tanto cansancio y miedo como cólera, una rabia ciega, frenética, que iba creciendo en su interior y la ahogaba. A su modo de ver, Gabriel había incumplido el contrato tácito que los unía. Después de todo, entre un hombre y una mujer de su situación, de su edad, el amor es un trueque. Ella se había entregado porque a cambio esperaba recibir de él una protección no sólo material, sino también espiritual, y hasta entonces la había recibido en forma de dinero y prestigio; Gabriel le había pagado como debía. Pero, de pronto, le parecía un hombre débil y despreciable.

– ¿Quieres decirme qué vamos a hacer nosotros en el extranjero? ¿Cómo viviremos? Todo tu dinero está aquí, puesto que cometiste la estupidez de traértelo de Londres, nunca he sabido por qué, ¡caramba!

– Porque pensaba que Inglaterra corría más peligro que Francia. He confiado en mi país, en el ejército de mi país. Supongo que no irás a reprocharme también eso, ¿no? Además, ¿por qué te preocupas tanto? Afortunadamente soy famoso en todas partes, creo yo.

Gabriel se interrumpió bruscamente, sacó la cabeza por la ventanilla y volvió a meterla con un gesto de irritación.

– ¿Y ahora qué pasa? -exclamó Florence alzando los ojos al cielo.

– Esa gente…

Corte señaló el coche abollado que acababa de adelantarlos. Florence miró a sus ocupantes; habían pasado la noche en Orleáns junto a ellos, en la plaza. El hombre de la gorra, la mujer con el bebé y la otra con la cabeza vendada eran fácilmente reconocibles.