– ¡Bueno, pues no los mires! -exclamó Florence, exasperada. Gabriel golpeó violenta y repetidamente el pequeño bolso con adornos de oro y marfil en que iba acodado.
– ¡Si acontecimientos tan dolorosos como una derrota y un éxodo no están revestidos de cierta nobleza, de cierta grandeza, no tienen razón de ser! No admito que esos tenderos, esas porteras y esos zarrapastrosos envilezcan un ambiente de tragedia con sus lloriqueos, su cháchara y su grosería. ¡Míralos! ¡Míralos! ¡No los soporto, te lo juro! ¡Vamos, Henri, acelere de una vez! -ordenó al chofer-. ¿Es que no puede dejar atrás a esa chusma?
Henri ni siquiera respondió. El coche, que medía tres metros, se detenía constantemente, atrapado en el indescriptible caos de vehículos, bicicletas y peatones. De nuevo poniéndose a la par del otro, Gabriel observó a la mujer de la cabeza vendada. Tenía cejas negras y gruesas, dientes largos y blancos, y el labio superior cubierto de vello. El vendaje se veía manchado de sangre y con mechones negros pegados al algodón y la tela. Gabriel se estremeció de asco y volvió la cabeza, pero la mujer le sonreía e intentaba entablar conversación.
– No avanzamos mucho, ¿eh? -le preguntó amistosamente, asomándose a la ventanilla-. Por lo menos hemos acertado yendo por aquí. ¡Menudo bombardeo les ha caído encima a los de la otra parte! Todos los castillos del Loira están destruidos, caballero…
La mujer advirtió al fin la gélida mirada de Gabriel y se calló.
– ¿Ves como no puedo librarme de ellos?
– ¡Pues deja de mirarlos!
– ¡Como si fuera tan sencillo! ¡Qué pesadilla! ¡Ah, qué fealdad, qué vulgaridad, qué espantosa ordinariez la de esta gentuza!
Se acercaban a Tours. Gabriel llevaba rato bostezando: tenía hambre. Desde que habían salido de Orleáns, apenas había probado bocado. A semejanza de Byron, decía, era de costumbres frugales; se contentaba con verdura, fruta y agua con gas, pero una o dos veces por semana necesitaba una comida abundante y sustanciosa. Ahora sentía esa necesidad. Iba inmóvil, silencioso, con los ojos cerrados y el hermoso y pálido rostro contraído en una expresión de sufrimiento, como en los momentos en que formaba las primeras frases escuetas y puras de sus libros (le gustaba que fueran tan ligeras y zumbantes como cigarras; luego venía el sonido sordo y apasionado, lo que él llamaba «mis violones». «Hagamos sonar los violones», decía). Pero esa noche su mente estaba ocupada en otras ideas. Volvía a ver, con una intensidad extraordinaria, los sándwiches que Florence le había ofrecido en Orleáns; en su momento le habían parecido poco apetitosos, un tanto reblandecidos por el calor. Eran pequeños bollos untados de foie-gras o rebanadas de pan negro con una rodaja de pepino y una hoja de lechuga; su sabor debía de ser agradable, fresco, ácido. Bostezó de nuevo, abrió el bolso y encontró una servilleta manchada y un tarro de encurtidos.
– ¿Qué buscas? -le preguntó Florence.
– Un sándwich.
– No quedan.
– ¿Cómo? Hace un momento había tres.
– Se había salido la mayonesa. No se podían comer, así que los he tirado. En Tours podremos cenar, espero.
Las afueras de Tours habían aparecido en el horizonte, pero los vehículos no avanzaban. Se había instalado una barrera en un cruce y había que esperar turno. Transcurrió una hora. Gabriel palidecía por momentos. Ya no soñaba con sándwiches, sino con deliciosas sopas calientes, con los pastelillos fritos en mantequilla que había comido en Tours una vez que volvía de Biarritz (estaba con una mujer, pero ya no se acordaba del nombre ni de la cara; curiosamente, lo único que había permanecido en su memoria eran aquellos pastelillos a la mantequilla con sendos trocitos de trufa en el suave y cremoso relleno). Luego pensó en un grueso filete rojo y sangrante de rosbif, con una nuez de mantequilla fundiéndose lentamente sobre la tierna carne… ¡Qué delicia! Sí, eso era lo que necesitaba, un rosbif, un bistec, un chateaubriand… O al menos un escalope o una chuleta de cordero. Soltó un profundo suspiro.
Era un atardecer suave y dorado, sin viento, sin demasiado calor, el final de un día espléndido. Una dulce sombra se extendía sobre los campos y caminos, como un ala… Del cercano bosque llegaba un débil aroma a fresas. Se percibía intermitentemente en el aire enrarecido por los gases del petróleo y el humo. Los coches avanzaron unos metros y se detuvieron bajo un puente. Unas mujeres lavaban ropa en el río, tranquilamente. El horror y el absurdo de los acontecimientos resultaban aún más patentes en contraste con aquellas imágenes de paz. Un molino hacía girar su rueda muy lejos de allí.
– Aquí habrá buena pesca -comentó Gabriel con aire soñador.
Dos años antes, en Austria, cerca de un pequeño río rápido y claro como aquél había comido truchas al roquefort. La carne, bajo la piel nacarada y azul, era sonrosada como la de un recién nacido. Y aquellas patatas al vapor… tan sencillas, tan clásicas, con una pizca de mantequilla fresca y perejil picado… Miró esperanzado los muros de la ciudad. Al fin, al fin entraban. Pero, en cuanto sacaron la cabeza por la ventanilla, vieron la cola de refugiados que esperaban de pie en la calle. Un comedor de beneficencia distribuía alimentos entre los hambrientos, se comentaba, pero no quedaba comida en ningún otro sitio.
Una mujer bien vestida que tenía a un niño cogido de la mano se volvió hacia Gabriel y Florence.
– Llevamos aquí cuatro horas -les dijo-. El niño llora… Es espantoso…
– Es espantoso -repitió Florence.
Detrás de ellos, apareció la mujer de la cabeza vendada.
– No merece la pena esperar -dijo-. Van a cerrar. No queda nada. -Hizo un gesto tajante con la mano-. Nada de nada. Ni un mendrugo de pan. Mi cuñada, que viaja conmigo y dio a luz hace tres semanas, no ha comido nada desde ayer y tiene que amamantar a su hijo. Y aún te dicen: ¡tened hijos! ¡Qué poca vergüenza! ¡Hijos, sí! ¡Qué risa me dan!
Un lúgubre murmullo recorrió la cola.
– Nada, nada, no les queda nada. Te dicen: «Vuelva mañana.» Dicen que los alemanes se acercan, que el regimiento se marcha esta noche.
– ¿Han ido a mirar si hay algo en la ciudad?
– ¿Y para qué? Todo el mundo se va, parece una ciudad abandonada. Después de esto, ya hay quien empieza a acaparar, se lo digo yo.
– Es espantoso -volvió a gemir Florence.
En su angustia, se dirigía a los ocupantes del coche abollado. La mujer del bebé estaba pálida como una muerta. La otra meneaba la cabeza con expresión sombría.
– ¿Esto? Esto no es nada. Todo esto es cosa de los ricos, pero el que más sufre es el obrero.
– ¿Qué vamos a hacer? -dijo Florence, volviéndose hacia Gabriel con gesto de desesperación.
Él le indicó que lo siguiera y echó a andar con brío. Acababa de salir la luna y su resplandor permitía moverse sin dificultad por aquella ciudad de postigos cerrados y puertas atrancadas, en la que no brillaba una luz y nadie se asomaba a las ventanas.
– Mira, todo eso no son más que sandeces -dijo Gabriel bajando la voz-. Es imposible que pagando no se encuentre comida. Créeme, una cosa es el rebaño de los idiotas y otra los espabilados que han guardado las provisiones en sitio seguro. Basta con encontrar a un espabilado -aseguró, y se detuvo-. Esto es Paray-le-Monial, ¿verdad? Ahora verás lo que buscaba. Hace dos años cené en este restaurante. El dueño se acordará de mí, espera. -Empezó a aporrear la puerta, cerrada con candado, y gritó con voz imperiosa-: ¡Abra, abra, buen hombre! ¡Soy un amigo!
¡Y se hizo el milagro! Se oyeron pasos; una llave giró en la cerradura. Una nariz inquieta se asomó a la puerta.
– Dígame, me reconoce, ¿verdad? Soy Corte, Gabriel Corte. Estoy muerto de hambre, amigo mío. Sí, sí, ya sé, no le queda nada… Pero, tratándose de mí, si busca bien… ¿no encontrará algo? ¡Ajá! ¿Se acuerda ahora de mí?
– Lo siento, caballero, pero no puedo dejarle entrar en casa -susurró el hombre-. ¡Me asediarían! Vaya a la esquina y espéreme allí. Iré enseguida. Será un placer atenderlo, señor Corte, pero estamos tan mal provistos, tan mal… En fin, veré si buscando bien…
– Sí, eso es, buscando bien…
– Pero sobre todo no se lo cuente a nadie, ¿eh? No puede imaginarse lo que ha ocurrido hoy. Escenas de locura… Mi mujer está muerta de miedo. ¡Lo devoran todo y se marchan sin pagar!
– Confío en usted, amigo mío -dijo Gabriel entregándole unos billetes.
Cinco minutos después, Florence y él volvían al coche llevando una misteriosa cesta tapada con una servilleta.
– No tengo ni idea de su contenido -murmuró Gabriel con el tono distante y soñador que adoptaba para hablar con las mujeres, con las mujeres deseadas y todavía no poseídas-. Ni idea… Pero creo que me llega un olorcillo a foie-gras…
En ese instante, una sombra se abalanzó, les arrebató la cesta y apartó a Gabriel de un puñetazo. Fuera de sí, Florence se llevó las manos al cuello y chilló:
– ¡Mi collar! ¡Mi collar!
Pero el collar seguía allí, lo mismo que el joyero que habían llevado consigo. Los ladrones sólo les habían quitado la cena. Florence se encontraba ilesa al lado de Gabriel, que se palpaba la mandíbula y la dolorida nariz repitiendo:
– Esto es una jungla, estamos atrapados en una jungla…
15
– No has debido hacerlo -suspiró la mujer que sostenía al bebé.
Sus mejillas habían recobrado un poco de color. El viejo Citroën destartalado había maniobrado con suficiente habilidad para salir del atasco, y ahora sus ocupantes descansaban sentados en el musgo de un bosquecillo. Una luna redonda y pura brillaba en el firmamento, pero, a falta de luna, el enorme incendio que ardía en el horizonte habría bastado para iluminar la escena: grupos de gente tumbada bajo los pinos, coches inmóviles y, junto a la joven y el hombre de la gorra, la cesta de provisiones, abierta y medio vacía, y el gollete dorado de una botella de champán descorchada.
– No, no has debido hacerlo… No me parece bien. ¡Qué desgracia, verse obligados a esto, Jules!
El hombre, bajo y esmirriado, con una cara que era todo frente y ojos, la boca débil y una barbilla minúscula que le daba aspecto ratonil, protestó:
– Entonces, ¿qué? ¿Hay que morirse?