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Cuando Denise Epstein confió el manuscrito de Suite francesa al conservador del IMEC, experimentó un gran dolor. No dudaba del valor de la última obra de su madre, pero no se la dio a leer a un editor, pues Élisabeth Gille, su hermana, ya gravemente enferma, estaba escribiendo El mirador, una magnífica biografía imaginaria de aquella a quien no había tenido tiempo de conocer, pues sólo tenía cinco años cuando los nazis la asesinaron.

MYRIAM ANISSIMOV

TEMPESTAD EN JUNIO

1 La guerra

Caliente, pensaban los parisinos. El aire de primavera. Era la noche en guerra, la alerta. Pero la noche pasaría, la guerra estaba lejos. Los que no dormían, los enfermos encogidos en sus camas, las madres con hijos en el frente, las enamoradas con ojos ajados por las lágrimas, oían el primer jadeo de la sirena. Aún no era más que una honda exhalación, similar al suspiro que sale de un pecho oprimido. En unos instantes, todo el cielo se llenaría de clamores. Llegaban de muy lejos, de los confines del horizonte, sin prisa, se diría. Los que dormían soñaban con el mar que empuja ante sí sus olas y guijarros, con la tormenta que sacude el bosque en marzo, con un rebaño de bueyes que corre pesadamente haciendo temblar la tierra, hasta que al fin el sueño cedía y, abriendo apenas los ojos, murmuraban: «¿Es la alarma?»

Más nerviosas, más vivaces, las mujeres ya estaban en pie. Algunas, tras cerrar ventanas y postigos, volvían a acostarse. El día anterior, lunes 3 de junio, por primera vez desde el comienzo de la guerra habían caído bombas sobre París. Sin embargo, la gente seguía tranquila. Las noticias eran malas, pero no se las creían. Tampoco se habrían creído el anuncio de una victoria. «No entendemos nada», decían. Las madres vestían a los niños a la luz de una linterna, alzando en vilo los pesados y tibios cuerpecillos: «Ven, no tengas miedo, no llores.» Es la alerta. Se apagaban todas las lámparas, pero bajo aquel dorado y transparente cielo de junio se distinguían todas las calles, todas las casas. En cuanto al Sena, parecía concentrar todos los resplandores dispersos y reflejarlos centuplicados, como un espejo de muchas facetas. Las ventanas mal camufladas, los tejados que brillaban en la ligera penumbra, los herrajes de las puertas cuyas aristas relucían débilmente, algunos semáforos que, no se sabía por qué, tardaban más en apagarse… El Sena los captaba y los hacía cabrillear en sus aguas. Desde lo alto debía de parecer un río de leche. Guiaba a los aviones enemigos, opinaban algunos. Otros aseguraban que eso era imposible. En realidad no se sabía nada. «Yo me quedo en la cama -murmuraban voces somnolientas-, no tengo miedo.» «De todas maneras, basta con que nos toque una vez», respondía la gente sensata.

A través de las vidrieras que protegían las escaleras de servicio de los edificios nuevos, se veían bajar una, dos, tres lucecitas: los vecinos del sexto huían de las alturas. Blandían linternas, encendidas pese a las normas. «No tengo ganas de romperme la crisma en las escaleras. ¿Vienes, Émile?» La gente bajaba la voz instintivamente, como si todo se hubiera poblado de ojos y oídos enemigos. Se oían puertas cerrándose una tras otra. En los barrios populares, el metro y los malolientes refugios estaban siempre llenos, mientras que los ricos preferían quedarse en las porterías, con el oído atento a los estallidos y las explosiones que anunciarían la caída de las bombas, con el alma en vilo, con el cuerpo en tensión, como animales inquietos en el bosque cuando se acerca la noche de la cacería. No es que los pobres fueran más miedosos que los ricos, ni que le tuvieran más apego a la vida; pero sí eran más gregarios, se necesitaban unos a otros, necesitaban apoyarse mutuamente, gemir o reír juntos. No tardaría en hacerse de día; una claridad malva y plata se deslizaba por los adoquines, por los pretiles del río, por las torres de Notre-Dame. Hileras de sacos de arena rodeaban los edificios más importantes hasta la mitad de su altura, tapaban a las bailarinas de Carpeaux de la fachada de la ópera, ahogaban el grito de La Marsellesa en el Arco de Triunfo…

Se oían cañonazos bastante lejanos, pero, a medida que se acercaban, todos los cristales temblaban en respuesta. En habitaciones cálidas con las ventanas cuidadosamente tapadas para que la luz no se filtrara fuera, nacían criaturas, y su llanto hacía olvidar a las mujeres el aullido de las sirenas y la guerra. En los oídos de los moribundos, los cañonazos parecían débiles y carentes de significado, un ruido más en el siniestro rumor que acoge al agonizante como una ola. Acurrucados contra el cálido costado de sus madres, los pequeños dormían apaciblemente, chasqueando la lengua con un ruido parecido al del cordero al mamar. Los carretones de las vendedoras ambulantes, abandonados durante la alerta, esperaban en la calle, cargados de flores frescas.

El sol, muy rojo todavía, ascendía hacia un cielo sin nubes. De pronto, un cañonazo sonó tan cerca de París que los pájaros abandonaron lo alto de todos los monumentos. Grandes pájaros negros, invisibles el resto del tiempo, planeaban en las alturas, extendiendo al sol sus alas escarchadas de rosa; luego llegaban los hermosos palomos, gordos y arrulladores, y las golondrinas, y los gorriones, que brincaban tranquilamente por las calles desiertas. A orillas del Sena, cada álamo tenía su racimo de pajarillos pardos que cantaban con todas sus fuerzas. En el fondo de los subterráneos se oyó al fin una llamada muy lejana, amortiguada por la distancia, una especie de diana de tres tonos. La alerta había acabado.

2

Esa noche, en casa de los Péricand las noticias de la radio se habían escuchado en consternado silencio, sin hacer comentarios. Los Péricand eran gente de orden; sus tradiciones, su manera de pensar, su raigambre burguesa y católica, sus vínculos con la Iglesia (el hijo mayor, Philippe, era sacerdote), todo, en fin, les hacía mirar con desconfianza al gobierno de la República. Por otro lado, la posición del señor Péricand, conservador de un museo nacional, los ligaba a un régimen que derramaba honores y beneficios sobre sus servidores.

Un gato sostenía con circunspección entre sus puntiagudos dientes un trozo de pescado erizado de espinas: comérselo le daba miedo, pero escupirlo sería una lástima.

Charlotte Péricand opinaba que sólo la mente masculina podía juzgar con serenidad unos acontecimientos tan extraños y graves. Pero ni su marido ni su hijo mayor estaban en casa; el uno cenaba con unos amigos y el otro se encontraba fuera de París. La señora Péricand, que llevaba con mano de hierro todo lo relacionado con la vida diaria -ya fuera el cuidado de la casa, la educación de los hijos o la carrera de su marido-, no aceptaba la opinión de nadie; pero aquello era harina de otro costal. Para empezar, necesitaba que una voz autorizada le dijera lo que convenía pensar. Una vez puesta en la buena dirección, echaba a correr y no había quien la parara. Si le demostraban, con pruebas en la mano, que estaba equivocada, respondía con una sonrisa fría y altiva: «Me lo ha dicho mi padre», o «Mi marido está bien informado». Y su mano enguantada cortaba el aire con un gesto seco.

La posición de su marido la halagaba (en realidad, habría preferido una vida más casera, pero, como Nuestro Señor, en este mundo cada cual tiene que llevar su cruz). Acababa de volver a casa, en un intervalo entre dos de sus visitas, para supervisar los estudios de los chicos, los biberones del benjamín y el trabajo de los criados, pero no le daba tiempo a cambiarse de ropa. En el recuerdo de los jóvenes Péricand, la madre debía permanecer siempre lista para salir, con el sombrero puesto y las manos enguantadas de blanco. (Como era ahorrativa, sus usados guantes despedían un tenue olor a producto químico, recuerdo de su paso por la tintorería.)

Así pues, esa noche acababa de llegar y estaba de pie en el salón, frente al aparato de radio. Iba vestida de negro y tocada con un sombrerito a la moda, una auténtica monería adornada con tres flores y una borla de seda encaramada sobre la frente. Debajo, el rostro estaba pálido y angustiado; acusaba el cansancio y la edad más de lo habitual. La señora Péricand tenía cuarenta y siete años y cinco hijos. Era una mujer visiblemente destinada por Dios a ser pelirroja. Tenía la piel en extremo delicada y ajada por los años, y la nariz, recia y majestuosa, salpicada de pecas. Sus ojos verdes lanzaban miradas tan penetrantes como las de un gato. Pero en el último momento la Providencia debía de haber dudado o considerado que una melena explosiva no armonizaría ni con la irreprochable moralidad de la señora Péricand ni con su posición, y le había dado un cabello castaño mate que perdía a puñados desde el nacimiento de su hijo menor. El señor Péricand era un hombre estricto: sus escrúpulos religiosos le vedaban un sinfín de deseos y el temor por su reputación lo mantenía alejado de lugares inconvenientes. Así que el menor de los Péricand no tenía más que dos años, y entre el sacerdote, Philippe, y el benjamín se escalonaban otros tres chicos, todos vivos, y lo que la señora Péricand llamaba púdicamente tres accidentes, en los que la criatura había llegado casi al término del embarazo pero no había vivido, y que habían llevado a la madre al borde de la tumba en otras tantas ocasiones.