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Charlotte tenía mucho tacto. No exclamaba, como habría hecho cualquier otra: «Tiene mucha razón, padre», sino que con voz suave se limitaba a decir: «¡Dios mío, si le queda mucho tiempo para pensarlo!»

La fortuna de los Péricand era considerable, de modo que habría sido injusto acusarlos de codiciar la herencia del anciano. En cierto modo, más que tenerle apego al dinero, era el dinero el que les tenía apego a ellos. Había un cúmulo de cosas que les pertenecían por derecho, entre otras, los «millones de los Maltête-Lyonnais», que nunca gastarían, que guardarían para los hijos de sus hijos. En cuanto a la Obra de los Pequeños Arrepentidos, era tal el interés que les despertaba que dos veces al año la señora Péricand organizaba conciertos de música clásica para aquellos desventurados; ella tocaba el arpa y afirmaba que en determinados pasajes un coro de sollozos le respondía desde las sombras de la sala.

Los ojos de Péricand padre seguían atentamente las manos de su nuera. Estaba tan distraída y turbada que se olvidó de la salsa. La blanca barba del anciano empezó a agitarse de un modo alarmante. La señora Péricand volvió a la realidad y se apresuró a verter la mantequilla fresca, fundida y espolvoreada con perejil, sobre la marfileña carne del pescado; pero el anciano no recobró la serenidad hasta que ella dejó una rodaja de limón en el borde del plato.

Hubert se inclinó hacia su hermano y le susurró:

– ¿Va mal?

«Sí», respondió el otro con el gesto y la mirada.

Hubert dejó caer las temblorosas manos sobre las rodillas. Su arrebatada imaginación le pintaba vívidas escenas de batalla y de victoria. Era boy scout. Sus compañeros y él formarían un grupo de voluntarios, de francotiradores que defenderían el país hasta el final. En un segundo, recorrió mentalmente el tiempo y el espacio. Sus camaradas y él, un pequeño ejército unido bajo la bandera del honor y la fidelidad, lucharían incluso de noche; salvarían el París bombardeado, incendiado… ¡Qué experiencia tan emocionante, tan maravillosa! El corazón le brincaba en el pecho. Sin embargo, la guerra era algo espantoso y atroz… Embriagado por aquellas visiones, hizo tanta fuerza con el cuchillo que el trozo de rosbif que estaba cortando voló por los aires y aterrizó en el suelo.

– ¡Manazas! -le susurró Bernard, su vecino de mesa, haciéndole la burla por debajo del mantel.

Bernard y Jacqueline, de ocho y nueve años respectivamente, eran dos rubiales delgaduchos y engreídos. En cuanto acabaron el postre, los mandaron a la cama, y el viejo señor Péricand se adormiló en su sitio habitual, junto a la ventana abierta. El suave día de junio se demoraba, se negaba a morir. Cada latido de luz era más débil y más exquisito que el anterior, como si cada uno fuera un adiós lleno de pesar y de amor a la tierra. Sentado en el alféizar de la ventana, el gato contemplaba melancólicamente el horizonte. El señor Péricand iba de aquí para allá por el salón.

– Pasado mañana, mañana quizá, los alemanes estarán a las puertas de París. Se dice que el alto mando está decidido a luchar ante París, en París, detrás de París… Por suerte, la gente todavía no lo sabe, pero de aquí a mañana todo el mundo correrá a las estaciones, se echará a la carretera… Tenéis que salir mañana a primera hora e ir a casa de tu madre, a Borgoña, Charlotte. En cuanto a mí -añadió el señor Péricand, no sin cierto énfasis-, compartiré la suerte de los tesoros que me han confiado.

– Creía que habían evacuado el museo en septiembre… -dijo Hubert.

– Sí, pero el refugio provisional que eligieron en Bretaña no era adecuado, porque, como se ha demostrado, es húmedo como una bodega. No lo entiendo. Se había organizado un comité para la salvaguarda de los tesoros nacionales, dividido en tres grupos y siete subgrupos, cada uno de los cuales designaría una comisión de expertos encargada del repliegue de las obras artísticas durante la guerra, y hete aquí que el mes pasado un vigilante del museo provisional nos advierte que están apareciendo manchas sospechosas en las telas. Sí, un retrato admirable de Mignard tenía las manos roídas por una especie de lepra verde. Nos apresuramos a hacer regresar a París las valiosas cajas, y ahora estoy pendiente de una orden, que no puede tardar, para enviarlas más lejos.

– Pero entonces, nosotros ¿cómo viajaremos? ¿Solos?

– Los niños y tú os marcharéis tranquilamente mañana por la mañana, con los dos coches y, naturalmente, con todos los muebles y el equipaje que podáis llevaros, porque no hay que engañarse: puede que de aquí al fin de semana París haya sido destruido, incendiado y, por si fuera poco, saqueado.

– ¡Eres increíble! -exclamó Charlotte-. Lo dices con una calma…

El señor Péricand volvió hacia su mujer un rostro que iba recuperando poco a poco el tono sonrosado, pero aun así carente de brillo, como el de un cerdo recién sacrificado.

– Es que no puedo creerlo -explicó bajando la voz-. Te hablo, te escucho, decidimos abandonar nuestra casa, echarnos a la carretera, y no puedo creer que esto sea real, ¿comprendes? Ve a prepararte, Charlotte. Que esté todo listo por la mañana. Podréis llegar a casa de tu madre a la hora de la cena. Yo me reuniré con vosotros en cuanto pueda.

La señora Péricand había adoptado la misma expresión resignada y agria que utilizaba junto con su bata de enfermera cuando los niños estaban enfermos; solían arreglárselas para enfermar todos a la vez, aunque de dolencias distintas. En esas ocasiones, ella salía de las habitaciones de sus hijos sosteniendo el termómetro como si blandiese la palma del martirio, y todo en su aspecto era un grito: «¡El último día, Tú reconocerás a los tuyos, dulce Jesús mío!»

– ¿Y Philippe? -se limitó a preguntar.

– Philippe no puede abandonar París.

Ella asintió y salió con la cabeza bien alta. No se hundiría bajo aquella carga. Se las arreglaría para que al día siguiente la familia estuviera lista para partir: un anciano impedido, cuatro niños, los criados, el gato, la plata, las piezas más valiosas del servicio, las pieles, las cosas de los niños, provisiones, el botiquín… Se estremeció.

En el salón, Hubert le imploraba a su padre:

– Deje que me quede. Estaré con Philippe y… No se ría de mí, pero ¿no cree que, si fuera a buscar a mis camaradas, jóvenes, fuertes, dispuestos a todo, podríamos formar una compañía de voluntarios…? Podríamos…

El señor Péricand lo miró y se limitó a decir:

– Mi pobre pequeño.

– ¿Se ha acabado? ¿Hemos perdido la guerra? -balbuceó Hubert-. ¿No es…? ¿No es verdad?

Y de pronto, para su horror, rompió en sollozos. Lloraba como un niño, como habría podido hacerlo Bernard, con la boca muy abierta y las lágrimas resbalándole por las mejillas. La noche llegaba, suave y tranquila. En el aire ya oscuro, una golondrina pasó muy cerca del balcón. El gato soltó un breve maullido de voracidad.

3

El escritor Gabriel Corte trabajaba en su terraza, entre el oscuro y ondulante bosque y el ocaso de oro verde que se apagaba sobre el Sena. ¡Qué tranquilidad lo rodeaba! A su lado tenía a unos íntimos muy bien educados, sus grandes perros blancos, que permanecían inmóviles con el hocico sobre las frescas losas y los ojos entornados. A sus pies, su amante recogía silenciosamente las hojas que Gabriel iba dejando caer. Sus criados y su secretaria, invisibles tras las vidrieras espejadas, estaban en algún lugar del fondo de la casa, entre los bastidores de una vida que Corte quería que fuera brillante, fastuosa y disciplinada como un ballet. Tenía cincuenta años y sus propios juegos. Era, según el día, el Señor de los Cielos o un pobre autor aplastado por una tarea dura e inútil. Sobre su escritorio había hecho grabar: «Para levantar un peso tan enorme, Sísifo, se necesitaría tu coraje.» Sus colegas lo envidiaban porque era rico. El mismo contaba con amargura que, en su primera candidatura a la Academia Francesa, uno de los electores a los que solicitaron que votara por él respondió con sequedad: «¡Tiene tres líneas de teléfono!»

Era un hombre apuesto, con maneras lánguidas y crueles de gato, manos suaves y expresivas, y un rostro de César un poco grueso. Florence, su amante oficial, a la que admitía en su cama hasta la mañana siguiente (las demás nunca pasaban toda una noche con él), habría sido la única capaz de decir a cuántas máscaras podía parecerse Gabriel, vieja coqueta con dos bolsas lívidas bajo los párpados y cejas de mujer, delgadas, demasiado finas.

Esa tarde trabajaba, como de costumbre, medio desnudo. Su casa de Saint-Cloud estaba construida de tal modo que hasta la terraza, enorme, admirable, adornada con cinerarias azules, escapaba a las miradas indiscretas. El azul era el color favorito de Gabriel Corte. No podía escribir sin tener al lado una pequeña copa de lapislázuli azul intenso. A veces la contemplaba y la acariciaba como a una amante. Por otro lado, lo que más le gustaba de Florence, como le decía a menudo, eran sus ojos, de un azul franco, que le producían la misma sensación de frescura que su copa. «Tus ojos me quitan la sed», murmuraba. Florence tenía una barbilla suave y un tanto adiposa, voz de contralto todavía hermosa, y algo de bovino en la mirada, les decía Gabriel en confianza a sus amigos. «Eso me encanta. Una mujer debe parecerse a una ternera dulce, confiada y generosa, con un cuerpo blanco como la leche, ya sabéis, con esa piel de las viejas actrices, suavizada por los masajes, impregnada por los cosméticos y los polvos.» Corte alzó los finos dedos en el aire y los hizo chasquear como si fueran castañuelas. Florence le tendió un limón cortado y él mordió la pulpa; luego se comió una naranja y unas fresas heladas. Consumía fruta en cantidades asombrosas. La mujer lo miró, casi arrodillada ante él en un puf de terciopelo, en la postura de adoración que a él le gustaba (no habría podido imaginar una mejor). Estaba cansado, pero con el grato cansancio que sigue a un trabajo satisfactorio, todavía mejor que el del amor, como él mismo solía decir. Gabriel contempló a su amante con benevolencia.

– Bueno, no ha ido del todo mal, creo. ¿Y sabes qué? -añadió dibujando un triángulo en el aire y señalando el vértice superior-, el centro ya ha quedado atrás.

Florence sabía a qué se refería. La inspiración solía flaquearle hacia la mitad de la novela. Llegado a ese punto, Corte sufría como un caballo que no consigue sacar su coche de un atolladero. Florence juntó las manos en un gracioso gesto de admiración y sorpresa.