– ¿Ya? Te felicito, cariño mío. Ahora irá sola, estoy segura.
– ¡Dios te oiga! -exclamó Gabriel con aprensión-. Pero me preocupa Lucienne.
– ¿Lucienne?
Corte la fulminó con una mirada dura y fría. Cuando él recuperaba el buen humor, Florence le decía: «Has vuelto a mirarme como un basilisco.» El se reía, halagado, pero cuando estaba poseído por el fuego de la creación odiaba las bromas.
Ella no se acordaba en absoluto del personaje de Lucienne.
– ¡Ah, sí, claro! -mintió-. ¡No sé en qué estaría pensando!
– Yo también me lo pregunto -replicó él con tono herido. Pero la vio tan contrita y humilde que le dio pena y se ablandó-. Te lo digo siempre: no le prestas suficiente atención a los secundarios. Una novela tiene que parecerse a una calle llena de desconocidos por la que pasan no más de dos o tres personajes a los que se conoce a fondo. Mira a Proust y algunos otros que han sabido sacarle partido a los secundarios. Los utilizan para humillar, para empequeñecer a sus protagonistas. Nada más saludable en una novela que esa lección de humildad dada a los héroes. Recuerda Guerra y paz: las campesinas que cruzan la carretera riendo ante la carroza del príncipe André lo verán hablar primero para ellas, para sus oídos, y de pronto la visión del lector se eleva: ya no hay un solo rostro, una sola alma. Descubre la multiplicidad de los moldes. Espera, voy a leerte ese pasaje, es notable. Enciende la luz -pidió, porque se había hecho de noche.
– Los aviones -respondió Florence señalando el cielo.
– ¿Es que nunca van a dejarme en paz? -gruñó Gabriel. Odiaba la guerra, que amenazaba algo mucho más importante que su vida o su bienestar: a cada instante destruía el universo de la ficción, el único en que se sentía feliz, como el sonido de una terrible y discordante trompeta que derrumbaba las frágiles murallas alzadas con tanto esfuerzo entre él y el mundo exterior-. ¡Dios! -suspiró-. ¡Qué fastidio, qué pesadilla! -Pero volvió a la tierra-. ¿Tienes los periódicos?
Florence se los llevó sin decir palabra. Salieron de la terraza. Gabriel pasaba las páginas con rostro sombrío.
– Nada nuevo, en definitiva -murmuró. No quería ver nada. Rechazaba la realidad con el gesto asustado e irritado de alguien a quien despiertan en mitad de un sueño. Incluso se puso la mano delante de los ojos a modo de pantalla, como habría hecho para protegerse de una luz demasiado intensa. Florence se acercó al aparato de radio-. No, no la enciendas.
– Pero, Gabriel…
– Te he dicho que no quiero oír nada -repitió él, pálido de ira-. Mañana, mañana será el momento. Ahora las malas noticias (y no pueden ser más que malas, con esos imbéciles en el gobierno) sólo servirían para cortarme el impulso, arrebatarme la inspiración y tal vez provocarme una crisis de angustia esta noche. Mira, más vale que llames a la señorita Sudre. Creo que voy a dictar unas páginas.
Florence se apresuró a obedecer. Cuando volvía al salón tras avisar a la secretaria, sonó el teléfono.
– Es el señor Jules Blanc, que llama de la presidencia del Consejo y desea hablar con el señor -anunció el ayuda de cámara.
Florence cerró cuidadosamente todas las puertas para que ni un solo ruido penetrara en el salón, donde Gabriel y la secretaria estaban trabajando, y cogió el auricular. Entretanto, el ayuda de cámara preparaba, como de costumbre, la cena fría que esperaba el capricho del señor. Gabriel comía poco a mediodía, pero solía tener hambre por la noche. Había sobras de perdigón frío, melocotones, unos deliciosos pastelillos de queso que Florence en persona encargaba en una tienda de la orilla izquierda, y una botella de Pommery. Tras muchos años de reflexión y búsqueda, Gabriel había llegado a la conclusión de que lo único conveniente para su enfermedad de hígado era el champán. Florence escuchaba al teléfono la voz de Jules Blanc, una voz agotada, casi afónica, y al mismo tiempo oía los ruidos familiares de la casa, el débil tintineo de platos y vasos, y el timbre cansado, ronco y profundo de la voz de Gabriel, y se sentía como si estuviera viviendo un confuso sueño. Tras colgar el auricular llamó al ayuda de cámara. Llevaba mucho tiempo a su servicio y estaba hecho a lo que él llamaba «la mecánica de la casa». A Gabriel le encantaba aquel inconsciente pastiche del Grand Siècle.
– ¿Qué hacemos, Marcel? El señor Jules Blanc nos aconseja que nos marchemos.
– ¿Marcharse? ¿Para ir adónde, señora?
– A donde sea. A Bretaña. Al sur. Los alemanes han cruzado el Sena. ¿Qué hacemos? -repitió Florence.
– No sabría decirle, señora -respondió Marcel con tono glacial.
Era un poco tarde para pedirle su opinión. «Para hacer bien las cosas -se dijo Marcel-, habría que haberse ido ayer. ¡Qué pena, comprobar que la gente rica y famosa tiene menos conocimiento que los animales! ¡Por lo menos ellos barruntan el peligro!» A él, por su parte, no le daban miedo los alemanes. Los había visto en el catorce. Ahora ya no era movilizable y lo dejarían tranquilo. Pero estaba escandalizado de que no se hubieran tomado medidas respecto a la casa, los muebles y la plata a su debido tiempo. Se permitió un suspiro apenas perceptible. El lo habría embalado todo, escondido en cajas y puesto a buen recaudo hacía tiempo. Sentía hacia sus señores una especie de desprecio afectuoso, parecido al que sentía por los galgos blancos, hermosos pero sin carácter.
– La señora haría bien en advertir al señor -concluyó.
Florence avanzó hacia el salón, pero, apenas entreabrió la puerta, oyó la voz de Gabrieclass="underline" era la de los peores días, la de los momentos de trance, una voz lenta, ronca, entrecortada por una tos nerviosa. Dio instrucciones a Marcel y la doncella y se ocupó de los objetos más valiosos, los que uno se lleva en la huida, en el peligro. Hizo colocar sobre su cama una maleta ligera y resistente. En primer lugar escondió las joyas que había tenido la precaución de sacar del cofre. Puso encima un poco de ropa interior, los artículos de aseo, dos blusas de repuesto, un sencillo vestido de noche, para tener algo que ponerse nada más llegar, porque había que contar con retrasos en la carretera, un albornoz y unas chinelas, su estuche de maquillaje (que ocupaba bastante sitio) y, naturalmente, el manuscrito de Gabriel. Intentó cerrar la maleta, en vano. Movió el cofrecillo de las joyas y volvió a intentarlo. No, estaba claro que había que sacar algo. Pero ¿qué? Todo era indispensable. Apoyó una rodilla en la maleta, presionó y tiró del cierre inútilmente… Estaba empezando a ponerse nerviosa. Acabó por llamar a la doncella.
– ¿Podrías cerrar esto, Julie?
– Está demasiado llena, señora. Es imposible.
Por un instante, Florence dudó entre el estuche de maquillaje y el manuscrito. Eligió el maquillaje y cerró la maleta.
«Meteremos el manuscrito en la sombrerera -pensó-. ¡Ah, no! Lo conozco: estallidos de ira, un ataque de angustia, la digitalina para el corazón… Mañana veremos. Lo mejor es prepararlo todo para el viaje esta noche y que no se entere de nada. Después ya veremos…»
4
Los Maltête-Lyonnais habían legado a los Péricand no sólo su fortuna, sino también la predisposición a la tuberculosis. La enfermedad se había llevado a dos hermanas de Adrien Péricand de corta edad. El padre Philippe la había padecido hacía tiempo, pero dos años en la montaña parecían haberlo sanado en el momento en que al fin acababa de ser ordenado sacerdote. No obstante, aún tenía los pulmones delicados y, tras el estallido de la guerra, fue declarado inútil. Sin embargo, su aspecto era el de un hombre sano. Tenía tez sonrosada, espesas cejas negras y apariencia robusta y saludable. Era párroco en un pueblo de Auvernia. Cuando su vocación se confirmó, la señora Péricand lo abandonó al Señor. A ella le hubiese gustado un poco de gloria mundana, que su primogénito estuviera llamado a altos destinos, en lugar de enseñar el catecismo a los hijos de los campesinos del Puy-de-Dôme. Y a falta de un cargo eclesiástico importante, habría preferido para su hijo el claustro antes que aquella mísera parroquia. «Es un desperdicio -le decía con convicción-. Malgastas los dones que te concedió el Todopoderoso.» Pero se consolaba pensando que la dureza del clima le hacía bien. El aire de las grandes altitudes, que había respirado en Suiza durante dos años, parecía habérsele hecho necesario. En París se reencontraba con las calles y las recorría a largas y ágiles zancadas que hacían sonreír a los viandantes, porque la sotana no casaba con aquellos andares.
Esa mañana, Philippe se detuvo ante un inmueble gris y entró en un patio que olía a coclass="underline" la Obra de los Pequeños Arrepentidos del decimosexto distrito ocupaba una casa construida detrás de un edificio alto de viviendas de alquiler. Como lo expresaba la señora Péricand en la carta anual dirigida a los amigos de la Obra (miembro fundador, 500 francos al año; benefactor, 100 francos, y afiliados, 20 francos), allí los niños vivían en las mejores condiciones materiales y morales, entregados al aprendizaje de diversos oficios y a una sana actividad física. A un lado de la casa se alzaba un pequeño hangar acristalado que albergaba un taller de ebanistería y un banco de zapatero. A través de los cristales, el padre Péricand vio las redondas cabezas de los pupilos, que se alzaron un instante al oír sus pasos. En un recuadro de jardín, entre la escalinata y el hangar, dos muchachos de unos quince años trabajaban a las órdenes de un celador. No llevaban uniforme. No se había querido perpetuar el recuerdo de los correccionales, que algunos conocían ya. Vestían ropa confeccionada por personas caritativas que aprovechaban restos de lana y telas en su beneficio. Un muchacho llevaba un jersey verde manzana que le dejaba al descubierto las delgadas y velludas muñecas. Removían la tierra, arrancaban malas hierbas y plantaban macetas con irreprochable disciplina. Saludaron al padre Péricand, que les sonrió. El sacerdote se veía sereno, pero su expresión era seria y un tanto triste. Sin embargo, su sonrisa irradiaba una gran dulzura, al tiempo que un poco de timidez y tierno reproche. «Yo os quiero. ¿Por qué no me queréis vosotros a mí?», parecía decir. Los niños lo miraban en silencio.