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– ¡Ah, sí, ya la veo! Perdone, teniente -respondía la buena mujer con su sonrisa más ácida-, pero cuando te desordenan todo de este modo, las cosas desaparecen fácilmente.

No obstante, Bruno acabó descubriendo un buen modo de ganárselas. Con un gran saludo, les decía:

– Naturalmente, no tenemos ningún derecho a pedírselo. Como comprenderá, es algo que no entra en las contribuciones de guerra… -Y llegaba a insinuar que si el general se enterara…-. Es tan suyo… Seguro que nos reñiría por actuar con un descaro tan imperdonable. Pero estamos muy aburridos. Nos gustaría que la fiesta saliera bien. Lo que le pedimos es un favor, mi querida señora. Es usted muy dueña de negárnoslo.

¡Mágicas palabras! Al oírlas, hasta el rostro más ceñudo se iluminaba con el atisbo de una sonrisa (un pálido y agrio sol de invierno sobre una de sus opulentas y decrépitas casas, pensaba Bruno).

– Faltaría más, teniente, no cuesta nada darles ese gusto. ¿Serán ustedes cuidadosos con esos manteles?, formaban parte de mi ajuar.

– Por Dios, señora… Le juro que se los devolveremos lavados, planchados e impecables…

– ¡No, no! ¡Gracias, pero devuélvamelos tal cual! ¡Lavar mis manteles! Nosotros no los llevamos a la lavandería, teniente. La criada hace toda la colada bajo mi supervisión. Usamos ceniza fina…

Llegados a este punto, no quedaba sino exclamar, con una sonrisa enternecida:

– ¡Vaya, como mi madre!

– ¿Ah, sí? ¿Su señora madre también…? ¡Qué curioso! ¿No necesitará también servilletas?

– No me atrevía a pedírselas, señora…

– Le pongo una, dos, tres, cuatro docenas. ¿Cubertería?

Salían con los brazos cargados de inmaculada y fragante ropa, los bolsillos llenos de cuchillos de postre y una ponchera antigua o una cafetera Napoleón con adornos de hojarasca en el asa, sostenida en la mano como si fuera el Santísimo Sacramento. Todo iba a parar a las cocinas de la vizcondesa, a la espera del día de la celebración. Las chicas interpelaban a los soldados entre risas:

– ¿Cómo se las arreglarán para bailar sin mujeres?

– Como podamos, señoritas. Es la guerra.

Los músicos se instalarían en el invernadero. A la entrada del parque se habían colocado pilares y mástiles cubiertos de guirnaldas en los que se desplegarían las banderas: la del regimiento, que había hecho las campañas de Polonia, Bélgica y Francia y entrado victorioso en tres capitales, y el estandarte con la cruz gamada, teñido -diría Lucile en voz baja- con toda la sangre de Europa. De toda Europa, sí, incluida Alemania; la sangre más noble, la más joven, la más ardiente, la primera que se derrama en los combates. Y luego, con la que queda, hay que vivificar el mundo. Por eso son tan difíciles las posguerras.

Todos los días, de Chalon-sur-Saône, Moulins, Nevers, París y Epernay llegaban camiones militares cargados con cajas de champán. Puede que no hubiera mujeres, pero habría bebida, música y fuegos artificiales en el lago.

– Eso no nos lo perdemos -habían dicho las chicas francesas-. Esa noche no pensamos hacer ni caso del toque de queda. ¿Lo han oído? Ya que ustedes se lo van a pasar en grande, nosotras tenemos derecho a divertirnos un poco. Iremos a la carretera que pasa junto al parque y los veremos bailar.

Entre risas, se probaban gorros de cotillón, sombreros cabriolé con encajes plateados, máscaras, flores de papel para el pelo… ¿Para qué fiesta se destinaban? Todo estaba un poco arrugado, un poco descolorido, era de segunda mano o formaba parte de la guardarropía de alguna sala de fiestas de Cannes o Deauville cuyo dueño, antes de septiembre de 1939, echaba cuentas con las futuras temporadas.

– Vais a estar muy graciosos con todo esto -decían las chicas.

Los soldados se pavoneaban y hacían muecas.

Champán, música, baile… un poco de diversión para olvidarse por unas horas de la guerra y el paso del tiempo. La única preocupación era la posibilidad de que estallara una tormenta. Pero las noches eran tan serenas… Y, de pronto, aquella tremenda desgracia, el camarada muerto, caído sin gloria, cobardemente asesinado por un campesino borracho. Se pensó en anular la fiesta. ¡Pero no! Allí debía reinar el espíritu guerrero: el que admite tácitamente que, apenas uno muera, sus camaradas se repartirán sus camisas y sus botas, y se pasarán la noche jugando a las cartas mientras él reposa en un rincón de la tienda (¡si es que han encontrado sus restos!), y que, en contrapartida, acepta la muerte del prójimo como una cosa natural, el destino probable de todo soldado, y se niega a renunciar por su causa ni al pasatiempo más insignificante. Además, los mandos debían pensar sobre todo en la tropa, a la que convenía apartar cuanto antes de desmoralizadoras meditaciones sobre la brevedad de la vida y los peligros que podía deparar el futuro. ¡No! Bonnet había muerto sin apenas sufrir. Había tenido un hermoso entierro. Y él tampoco habría querido que sus camaradas se vieran privados de una alegría por su culpa. La fiesta se celebraría en la fecha prevista.

Bruno se dejaba devorar por esa impaciencia pueril, un poco absurda y a la vez casi desesperada, que se apodera del soldado en los momentos en que la guerra le concede una tregua y espera un alivio al aburrimiento cotidiano. No quería pensar en Bonnet, ni imaginar lo que se cuchicheaba tras los postigos cerrados de aquellas casas grises, frías y enemigas. Le habría gustado decir lo que el niño al que han prometido llevar al circo y luego quieren dejarlo en casa con la excusa de que una pariente anciana y cargante está enferma: «¿A mí qué me contáis? Eso es asunto vuestro. ¿Tengo yo algo que ver en eso?» ¿Tenía él, Bruno von Falk, algo que ver en aquello? El no era solamente un soldado del Reich. No lo movían únicamente los intereses del regimiento y la patria. Era tan humano como el que más. Bruno pensó que buscaba lo que todos los seres humanos, la felicidad, el libre desenvolvimiento de sus facultades, y que ese legítimo deseo se veía continuamente contrariado por una especie de razón de Estado llamada guerra, seguridad pública, necesidad de preservar el prestigio del ejército vencedor. Un poco como los príncipes, que sólo existen para cumplir los designios de los reyes, sus padres, Bruno sentía esa majestad, esa grandeza del poder alemán, reflejada en él mismo cuando caminaba por las calles de Bussy, cuando cruzaba un pueblo a caballo, cuando hacía sonar sus espuelas ante la puerta de una casa francesa. Pero lo que los franceses no habrían podido comprender era que él no era ni orgulloso ni arrogante, sino sinceramente humilde, y la grandeza de su tarea lo asustaba.

Pero ese día, precisamente, no le apetecía pensar en eso. Prefería jugar con la idea de aquel baile o bien soñar con cosas irrealizables, por ejemplo, con una Lucile plenamente cercana a él, una Lucile que pudiera acompañarlo a la fiesta… «Deliro -se dijo sonriendo-. Bueno, ¿y qué? En mi alma soy libre.» Con los ojos de la imaginación, diseñaba un vestido para Lucile, pero no un vestido moderno, sino del estilo de un grabado romántico; un vestido blanco con grandes volantes de muselina, abombado como una corola, para que cuando bailara con ella, cuando la tuviera entre sus brazos, sintiera de vez en cuando el embate de espuma de los encajes contra sus piernas. Bruno palideció y se mordió el labio. Era tan hermosa… Aquella mujer, a su lado, en una noche así, en el parque de Montmort, con la música y los fuegos artificiales a lo lejos… Una mujer, sobre todo, que comprendería, que compartiría ese estremecimiento casi religioso del alma, nacido de la soledad, de la tiniebla y de la conciencia de esa oscura y terrible multitud: el regimiento, los soldados a lo lejos, y todavía más lejos el ejército que sufría y luchaba y el ejército victorioso acampado en las ciudades.

«Con esa mujer tendría auténtico genio», se dijo. Había trabajado mucho. Vivía en una perpetua exaltación creadora, locamente enamorado de la música, decía riendo. Sí, con esa mujer, y con un poco de libertad y paz habría podido hacer grandes cosas. «Es una pena -pensó soltando un suspiro-, una gran pena… Cualquier día llegará la orden de partida, y otra vez la guerra, otra gente, otros países, tal cansancio físico que ni siquiera conseguiré llegar al final de mi vida de soldado. Y ella me pide que la reciba… Y en el umbral se amontonan frases musicales, acordes maravillosos, sutiles disonancias… criaturas aladas y recelosas que espantan el ruido de la guerra. Es una pena. ¿Le gustaría a Bonnet algo aparte de combatir? No lo sé. Nunca se acaba de conocer a nadie. Pero sí, es así, él, que ha muerto a los diecinueve años, se ha realizado más que yo, que todavía vivo.»

Bruno se detuvo ante la casa de las Angellier. Su casa. En tres meses se había acostumbrado a considerar suyos aquella puerta con refuerzos de hierro, aquella cerradura de prisión, aquel vestíbulo que olía a sótano y aquel jardín de la parte posterior, el jardín bañado por la luna, con el bosque al fondo. Era una noche de junio de una suavidad maravillosa; las rosas se abrían, pero su perfume era menos intenso que el aroma a heno y fresas que flotaba en la región desde el día anterior, porque era la época de las grandes labores campestres. Por el camino, el teniente se había encontrado carros llenos de heno recién cortado y tirados por bueyes, porque ahora los caballos escaseaban, y había admirado en silencio la lenta marcha de los majestuosos animales delante de sus olorosos cargamentos. A su paso, los campesinos desviaban la mirada; se había dado cuenta, pero… Volvía a sentirse contento y animado. Entró en la cocina y pidió de comer. La cocinera le sirvió con inusual celeridad, pero no respondió a sus bromas.

– ¿Dónde está la señora? -preguntó al fin.

– Estoy aquí -dijo Lucile.

Había entrado sin hacer ruido mientras él acababa de devorar una rebanada de pan con una gruesa loncha de jamón. Bruno alzó los ojos hacia ella.

– Qué pálida está usted… -dijo con voz tierna y preocupada.

– ¿Pálida? No. Es que hoy ha hecho mucho calor.

– ¿Dónde está nuestra reclusa? -preguntó Bruno sonriendo-. Demos un paseo. La espero en el jardín.

Minutos después, mientras caminaba lentamente por el sendero principal, entre los árboles frutales, la vio llegar. Avanzaba hacia él con la cabeza baja. Cuando estaba a unos pasos, dudó; luego, como de costumbre, en cuanto estuvieron al abrigo de las miradas tras el gran tilo, ella se le acercó y lo cogió del brazo. Dieron unos pasos en silencio.