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– Para mí que les ha entrado frío y van a seguir la fiesta dentro -dejó caer el farmacéutico, que tenía reuma y temía la humedad de la noche-. ¿Y si hacemos nosotros lo mismo, Linette? -añadió cogiendo del brazo a su joven mujer.

Pero la farmacéutica no tenía prisa.

– ¡Va, espera un poco más! A ver si vuelven a cantar. Era tan bonito…

Los franceses siguieron esperando, pero los cantos no se reanudaban. Soldados con antorchas corrían de la casa al parque, como si transmitieran noticias. De vez en cuando se oían breves órdenes. En el lago, las barcas flotaban vacías a la luz de la luna; todos los oficiales habían saltado a tierra. Se paseaban por la orilla hablando agitadamente. Sus palabras llegaban hasta la carretera, pero nadie las comprendía. Las luces de Bengala se apagaban una tras otra. Los espectadores empezaron a bostezar.

– Es tarde. Vámonos a casa. Esto se ha acabado.

Todo el mundo, las chicas, cogidas del brazo, los padres detrás de ellas, y los niños, muertos de sueño y arrastrando los pies, emprendió el regreso al pueblo en pequeños grupos.

Ante la primera casa, un viejo fumaba en pipa sentado en una silla de anea al borde del camino.

– ¿Qué? -preguntó-. ¿Ya ha acabado la fiesta?

– Pues sí. ¡Se han divertido de lo lindo!

– Pues que aprovechen mientras puedan -dijo el anciano sonriendo plácidamente-. En la radio acaban de anunciar que han entrado en guerra con Rusia. -El hombre golpeó varias veces la pipa contra una pata de la silla para hacer caer la ceniza, miró al cielo y murmuró-: Nos espera otro día seco… ¡Este tiempo va a acabar con los huertos!

22

– ¡Se van!

Hacía días que se esperaba la marcha de los alemanes. La habían anunciado ellos mismos: los mandaban a Rusia. Al conocer la noticia, los franceses los miraban con curiosidad («¿Están contentos? ¿Preocupados? ¿Van a perder o a ganar?»). Por su parte, los alemanes también trataban de adivinar lo que pensaban de ellos. ¿Se alegraban de perderlos de vista? ¿Secretamente les deseaban la muerte a todos? ¿Habría alguien que los compadeciera? ¿Los echarían de menos? No en tanto que alemanes, en tanto que invasores, claro (ninguno era tan ingenuo para planteárselo así); pero ¿echarían de menos a aquellos Paul, Siegfried, Oswald, que habían vivido tres meses bajo sus techos, que les habían enseñado fotos de sus mujeres o sus madres, que habían bebido con ellos más de una botella de vino…? Pero franceses y alemanes se mostraban igual de circunspectos; intercambiaban frases corteses y prudentes: «Así es la guerra… Qué le vamos a hacer… Ya no durará mucho… Esperémoslo así.» Se decían adiós como los pasajeros de un barco en la última escala. Se escribirían. En su día, volverían a verse. Siempre guardarían un buen recuerdo de las semanas que habían pasado juntos. En algún rincón oscuro, más de un soldado le susurraba a una chica pensativa: «Después de la guerra volveré.» Después de la guerra… ¡Qué lejos estaba!

Se iban ese día, 1 de julio de 1941. Lo que más preocupaba a los franceses era saber si el pueblo tendría que acoger a otros soldados; porque en tal caso, se decían con amargura, no merecía la pena cambiar. A éstos ya se habían acostumbrado. Más valía malo conocido…

Lucile fue a la habitación de su suegra para decirle que era definitivo, que habían recibido la orden, que los alemanes se marchaban esa misma noche. Antes de que llegaran otros, cabía esperar al menos unas horas de respiro, que había que aprovechar para facilitar la huida de Benoît. No podían esconderlo en casa hasta que acabara la guerra, ni tampoco mandarlo a la suya mientras el país siguiera ocupado. Sólo había una salida: que cruzara la línea de demarcación. Pero estaba estrechamente vigilada y aún lo estaría más mientras duraran los movimientos de tropas.

– Es muy peligroso, mucho -murmuró Lucile.

Estaba pálida y parecía agotada; hacía varias noches que apenas dormía. Miró a Benoît, de pie frente a ella. Labarie le inspiraba un sentimiento extraño, una mezcla de temor, perplejidad y envidia. Su expresión imperturbable, severa, casi dura, la intimidaba. Era un hombre alto y musculoso de rostro colorado; bajo sus pobladas cejas, los ojos claros tenían una mirada que a veces resultaba difícil sostener. Sus callosas y atezadas manos eran manos de labrador y de soldado que tan pronto removían la tierra como derramaban la sangre, pensó Lucile. Estaba segura de que ni el remordimiento ni la angustia le quitaban el sueño; para aquel hombre, todo era muy simple.

– Lo he pensado bien, señora Lucile -dijo Labarie en voz baja. Pese a aquellos muros de fortaleza y aquellas puertas cerradas, cuando estaban juntos, los tres se sentían espiados y decían lo que tuvieran que decir muy deprisa y casi en un murmullo-. En estos momentos, nadie me ayudará a pasar la línea. Es demasiado peligroso. Tengo que irme, sí, pero quiero ir a París.

– ¿A París?

– En mi regimiento conocí a unos chicos… -Benoît hizo una pausa-. Nos capturaron juntos. Nos evadimos juntos. Trabajan en París. Si consigo localizarlos, me ayudarán. Uno de ellos no estaría vivo ahora mismo si yo no… -Se miró las manos y guardó silencio-. Lo que necesito es llegar a París sin que me trinquen por el camino y encontrar a alguien que me esconda un par de días, hasta que dé con mis amigos.

– No conozco a nadie en París -murmuró Lucile-. De todas maneras, necesitaría documentos de identidad.

– Los tendré en cuanto encuentre a mis amigos, señora Lucile.

– ¿Cómo? ¿A qué se dedican sus amigos?

– A la política -respondió lacónicamente Benoît.

– Ah, comunistas… -murmuró Lucile recordando los rumores sobre las ideas y la forma de actuar de Benoît que circulaban por la comarca-. Ahora los comunistas estarán muy perseguidos. Se va a jugar la vida.

– No será ni la primera ni la última vez, señora Lucile -respondió él-. Uno acaba acostumbrándose.

– ¿Y cómo piensa ir a París? En tren, imposible; han dado su descripción en todas partes.

– A pie, en bicicleta… Cuando me evadí, volví andando. No me asusta andar.

– Pero los gendarmes…

– En los sitios en que dormí hace dos años me reconocerán y no irán a delatarme a los gendarmes. Corro más peligro aquí, donde hay un montón de gente que me odia. Lo peor es la tierra de uno. En los demás sitios, ni me odian ni me quieren.

– Un viaje tan largo, a pie, solo…

La anciana Angellier, que hasta entonces no había abierto la boca y que, de pie ante la ventana, seguía con los pálidos ojos las idas y venidas de los alemanes por la plaza, alzó la mano en un gesto de advertencia.

– Está subiendo.

Los tres guardaron silencio. Lucile se avergonzó de los latidos de su corazón, tan violentos y acelerados que temió que su suegra y el campesino los oyeran. Pero permanecían impasibles. Oyeron la voz de Bruno en el piso inferior; la estaba buscando. Abrió varias puertas y luego le preguntó a la cocinera:

– ¿Sabe dónde está la señora Lucile?

– Ha salido -respondió Marthe.

Lucile respiró hondo.

– Es mejor que baje. Me estará buscando para despedirse.

– Aprovecha -dijo su suegra de pronto- para pedirle un vale de gasolina y un permiso de circulación. Coge el coche viejo; ése no lo han requisado. Le dices al alemán que tienes que llevar a la ciudad a un aparcero que se ha puesto enfermo. Con un permiso de la Kommandantur no os pararán por el camino y podréis llegar a París sin contratiempos.

– Pero… -murmuró Lucile con repugnancia-. Mentir así…

– ¿Qué otra cosa has hecho estos dos últimos días?

– Y, una vez en París, ¿dónde esconderlo hasta que dé con sus amigos? ¿Dónde encontrar gente lo bastante valiente, lo bastante generosa…? A menos que… -Un recuerdo cruzó la mente de Lucile-. Sí -dijo-. Es posible… En cualquier caso, se podría intentar. ¿Se acuerda usted de aquellos refugiados parisinos que se alojaron en casa en junio del cuarenta? Un matrimonio de empleados de banca, ya mayores, pero llenos de entereza y coraje… Me escribieron hace poco; tengo su dirección. Se apellidan Michaud. Sí, eso es, Jeanne y Maurice Michaud. Tal vez acepten… Seguro que aceptan… Pero habría que escribirles y esperar su respuesta. Lo contrario sería jugarse el todo por el todo… No sé…

– De todas formas, pide el permiso -le aconsejó la señora Angellier y, con una tenue e irónica sonrisa, añadió-: Es lo más fácil.

Lucile temía el momento de encontrarse a solas con Bruno. No obstante, se apresuró a bajar. Cuanto antes acabara, mejor. ¿Y si sospechaba algo? Mala suerte. Estaban en guerra, ¿no? Pues se sometería a la ley de la guerra. No le tenía miedo a nada. Su vacía y cansada alma deseaba oscuramente verse en algún gran peligro.

Llamó a la puerta del alemán. Al entrar, la sorprendió no encontrarlo solo. Lo acompañaban el nuevo intérprete de la Kommandantur, un joven delgado y pelirrojo de rostro huesudo y duro y pestañas muy rubias, y un oficial todavía más joven, rechoncho y colorado, con mirada y sonrisa de niño. Los tres estaban escribiendo cartas y haciendo paquetes: enviaban a sus casas esas bagatelas que el soldado compra siempre que pasa algún tiempo en el mismo sitio, como para hacerse la ilusión de un hogar, pero que le estorban en cuanto entra en campaña: ceniceros, relojes de sobremesa, grabados y, sobre todo, libros. Lucile hizo ademán de marcharse, pero le rogaron que se quedara. Se sentó en el sillón que le acercó Bruno y observó a los tres alemanes, que, tras pedirle excusas, siguieron con su tarea. «Porque nos gustaría mandar todo esto con el correo de las cinco», le dijeron.

Vio un violín, una pequeña lámpara, un diccionario francés-alemán, libros franceses, alemanes e ingleses y un hermoso grabado romántico que representaba un velero en el mar.

– Lo encontré en un baratillo de Autun -dijo Bruno-. Aunque… -murmuró, dudando-. No, no lo mando… No tengo el embalaje adecuado. Se estropearía. ¿Querría hacerme el grandísimo favor de aceptarlo, señora? Les vendrá bien a las paredes de esta habitación tan oscura. El tema es adecuado. Juzgue usted misma. Un tiempo amenazador, negro, un barco que se aleja… y a lo lejos, una línea de claridad en el horizonte… una vaga, muy vaga esperanza… Acéptelo en recuerdo de un soldado que se va y que no volverá a verla.