– Lo acepto, mein Herr, sobre todo por esa línea clara en el horizonte -repuso Lucile en voz baja.
Bruno se inclinó y siguió con sus preparativos. En la mesa había una vela encendida. Acercaba a la llama una barrita de cera, dejaba caer unas gotas sobre el cordel de un paquete y sellaba la cera caliente con su anillo, que se había quitado del dedo. Viéndolo, Lucile se acordó de la tarde en que había tocado el piano para ella y ella había tenido en sus manos el anillo, todavía tibio.
– Sí -dijo él alzando bruscamente los ojos-. Se acabó la felicidad.
– ¿Cree usted que esta nueva campaña durará mucho? -le preguntó Lucile, y al instante se arrepintió de haberlo hecho. Era como preguntarle a alguien si pensaba vivir mucho tiempo. ¿Qué auguraba, qué anunciaba esa nueva campaña? ¿Una serie de victorias fulminantes, o la derrota y una larga lucha? ¿Quién podía saberlo? ¿Quién podía escrutar el futuro? Aunque todo el mundo lo intentara, siempre era en vano…
– En cualquier caso, mucho sufrimiento, mucha amargura y mucha sangre -comentó Bruno, como si le hubiera leído el pensamiento.
Como él, sus dos camaradas seguían empaquetando cosas. El oficial bajito, con enorme cuidado, una raqueta de tenis; el intérprete, unos preciosos y enormes libros encuadernados en cuero amarillo.
– Tratados de jardinería -le explicó a Lucile-. En la vida civil soy arquitecto de jardines que datan de esa época, el reinado de Luis XIV -añadió con tono ligeramente pomposo.
En ese momento, ¿cuántos alemanes estarían escribiendo a sus novias o mujeres y despidiéndose de sus posesiones terrenales en los cafés, en las casas que habían ocupado, en todo el pueblo? Lucile sintió una enorme piedad. Vio pasar por la calle unos caballos que volvían de la herrería y la guarnicionería, sin duda ya listos para partir. Costaba imaginar a aquellos animales arrancados de los campos de Francia y enviados al otro extremo del mundo. El intérprete, que había seguido la dirección de su mirada, dijo con voz grave:
– El sitio al que vamos es una tierra muy bonita para los caballos…
El oficial bajito hizo una mueca.
– Y un poco menos bonita para los hombres…
Lucile comprendió que la idea de esa nueva campaña les provocaba tristeza, pero se prohibió profundizar demasiado en sus sentimientos: no quería aprovecharse de sus emociones para sorprender algún atisbo de lo que habría podido llamarse «la moral del combatiente». Era casi una tarea de espía; se habría avergonzado de cometerla. Además, ahora los conocía lo suficiente para saber que lucharían bien de todos modos… «En el fondo -pensó-, hay un abismo entre el joven al que estoy viendo en estos momentos y el guerrero de mañana. Todos sabemos que el ser humano es complejo, múltiple, contradictorio, que está lleno de sorpresas, pero hace falta una época de guerra o de grandes transformaciones para verlo. Es el espectáculo más apasionante y el más terrible del mundo. El más terrible porque es el más auténtico. Nadie puede presumir de conocer el mar sin haberlo visto en la calma y en la tempestad. Sólo conoce a los hombres y las mujeres quien los ha visto en una época como ésta. Sólo ése se conoce a sí mismo.» Cómo habría podido ella creerse capaz de decirle a Bruno en un tono tan natural, tan inocente que parecía el de la sinceridad misma:
– Venía a pedirle un gran favor.
– Diga, señora Angellier, ¿en qué puedo serle útil?
– ¿Podría hablar con alguno de esos señores de la Kommandantur para que me proporcionen a la mayor brevedad un permiso de circulación y un vale de gasolina? Debo llevar a París a… -Mientras hablaba, pensó: «Si digo un aparcero enfermo se extrañará; hay buenas clínicas mucho más cerca, en Creusot, Paray, Autun…»-. Debo llevar a uno de nuestros granjeros a París. Su hija trabaja allí; está gravemente enferma y quisiera verlo. En tren, el pobre hombre tardaría demasiado. Ya sabe usted que es época de grandes labores. Si pudiera hacerme ese favor, podríamos ir y volver en un solo día.
– No tendrá que ir a la Kommandantur, señora Angellier -se apresuró a decir el oficial bajito, que le lanzaba tímidas miradas de admiración-. Yo estoy autorizado para proporcionarle lo que necesita. ¿Cuándo quiere salir?
– Mañana.
– ¡Ah, bueno, mañana! -murmuró Bruno-. Entonces estará aquí cuando nos vayamos.
– ¿A qué hora se marchan?
– A las once. Viajamos de noche por los bombardeos. Parece una precaución inútil, porque con esta luna se ve como en pleno día. Pero la vida militar está llena de tradiciones.
– Ahora tengo que dejarlos -dijo Lucile tras coger los dos trozos de papel garrapateados por el oficiaclass="underline" la vida y la libertad de un hombre, sin duda. Los dobló y se los guardó bajo el cinturón, sin que la menor precipitación traicionara su nerviosismo-. Estaré allí para verlo partir. -Bruno la miró, y ella comprendió su muda súplica-. ¿Vendrá a despedirse de mí, Herr teniente? Voy a salir, pero estaré de vuelta a las seis.
Los tres oficiales se levantaron y dieron sendos taconazos. Antes, se dijo Lucile, aquel saludo anticuado y un poco afectado de los soldados del Reich le parecía cómico; ahora pensaba que echaría de menos el tintineo de las espuelas, los besamanos, esa especie de admiración que le mostraban casi a su pesar aquellos militares sin familia, sin mujer (salvo de la más baja estofa). En su respeto había un tinte de melancolía enternecida: era como si, gracias a ella, recuperaran un poco de la vida de antaño, en la que la amabilidad, la buena educación y la gentileza hacia las mujeres eran virtudes más valiosas que beber en exceso o tomar al asalto una posición enemiga. En su actitud hacia ella había agradecimiento y nostalgia; Lucile lo comprendía y se sentía conmovida.
Esperaba que se hicieran las ocho muerta de ansiedad. ¿Qué le diría Bruno? ¿Cómo se despedirían? Entre ellos había todo un mundo de matices turbios, inexpresados, algo tan frágil como un cristal precioso que una sola palabra podría romper. El también debía de saberlo, porque sólo permaneció junto a ella unos breves instantes. Se descubrió (su último gesto de civil, quizá, pensó Lucile con ternura y dolor) y le cogió las dos manos. Antes de besárselas, apoyó la mejilla en ellas con un movimiento suave e imperioso a un tiempo. ¿Una toma de posesión? ¿Un intento de estampar en ella, como un sello, la quemadura de un recuerdo?
– Adiós -le dijo-, adiós. Jamás la olvidaré. -Ella no respondía. Al mirarla, Bruno vio que tenía los ojos llenos de lágrimas y volvió la cabeza-. Escuche -dijo al cabo de un instante-. Voy a darle la dirección de uno de mis tíos, un Von Falk como yo, un hermano de mi padre. Ha hecho una carrera brillante y está en París con… -Bruno pronunció un nombre alemán muy largo-. Hasta que acabe la guerra, él es el comandante del gran París, una especie de virrey, vaya, y mi tío tiene su plena confianza. He hablado con él y le he pedido que, si alguna vez se encuentra usted en dificultades (estamos en guerra y sólo Dios sabe lo que todavía puede ocurrirnos), la ayude en la medida de sus posibilidades.
– Es usted muy bueno, Bruno -musitó Lucile. En ese momento ya no se avergonzaba de amarlo, porque su deseo había muerto y sólo sentía por él pena y una ternura inmensa, casi maternal. Se esforzó por sonreír-. Como la madre china que mandó a su hijo a la guerra aconsejándole prudencia «porque la guerra tiene sus peligros», le ruego que, en recuerdo mío, preserve su vida tanto como pueda.
– ¿Porque es valiosa para usted? -preguntó él con ansiedad.
– Sí. Porque es valiosa para mí.
Lentamente, se estrecharon la mano. Lucile lo acompañó hasta la puerta de la calle. Allí lo esperaba un ordenanza, sujetando la brida de su caballo. Era tarde, pero nadie pensaba en dormir. Todos querían asistir a la marcha de los alemanes. En las últimas horas, una especie de melancolía, de calor humano, unía a los unos con los otros, a los vencidos con los vencedores. El grueso Erwald, que tenía unos muslos enormes, aguantaba bien la bebida y era tan divertido y tan fuerte; el pequeño Willy, ágil y alegre, que había aprendido canciones francesas (decían que era payaso en la vida civil); el pobre Johann, que había perdido a toda su familia durante un bombardeo, «a toda, menos a mi suegra, porque nunca he tenido buena suerte», decía tristemente… Todos iban a exponerse al fuego, a las balas, a la muerte. ¿Cuántos acabarían enterrados en las llanuras rusas? Por pronto, por felizmente que terminara la guerra, ¿cuánta pobre gente no vería ese bendito final, ese día de resurrección? Era una noche espléndida, pura, iluminada por la luna, sin un soplo de viento. Era la época en que se cortan las ramas de los tilos; en que los hombres y los chicos se encaraman a las copas de esos hermosos árboles de denso follaje y los desnudan; en que las mujeres y las niñas, con las olorosas brazadas de ramas a los pies, van recogiendo las flores, que se secan durante todo el verano en los graneros de provincias y en invierno se toman en infusión. En el aire flotaba un aroma delicioso, embriagador. ¡Qué bonito, qué tranquilo estaba todo! Los niños jugaban y corrían unos tras otros; de vez en cuando subían los escalones del viejo crucero y miraban hacia la carretera.
– ¿Se ven? -les preguntaban las madres.
– Todavía no.
El regimiento formaría delante del parque de los Montmort y desfilaría en orden de marcha a través del pueblo. Aquí y allá, en la oscuridad de una puerta, se oía un murmullo, un sonido de besos… unos adioses más tiernos que otros. Los soldados llevaban el uniforme de campaña, los pesados cascos, las máscaras de gas colgadas del cuello. Por fin, se oyó un breve redoble de tambor. Los hombres aparecieron avanzando en fila de ocho en fondo, y, a medida que pasaban, los rezagados, tras un último adiós o un beso dado al aire con la punta de los labios, se apresuraban a ocupar sus puestos, señalados previamente, los puestos en que los encontraría el destino. Todavía se oyeron algunas risas, algunas bromas intercambiadas por los soldados y la gente, pero pronto todo enmudeció. Había llegado el general. Pasó a caballo ante las tropas. Las saludó levemente, saludó también a los franceses y luego se marchó. Detrás venían los oficiales. Luego, los motociclistas, que escoltaban el coche gris en que viajaba la Kommandantur. A continuación pasó la artillería: los cañones antiaéreos apuntando al cielo sobre sus plataformas giratorias, en cada una de las cuales iba el ametrallador tumbado con la cara a la altura de las cureñas, todos aquellos rápidos y mortíferos ingenios que la gente había visto pasar durante las maniobras, que se había acostumbrado a observar sin temor, con indiferencia, y que ahora no podía mirar sin sentir un escalofrío. Después, el camión lleno a rebosar de grueso pan negro recién amasado, los vehículos de la Cruz Roja, todavía vacíos, y finalmente la cocina de campaña, traqueteando al final de la comitiva como una cacerola atada a la cola de un perro… Los hombres empezaron a entonar un cántico grave y lento que se perdía en la noche. Poco después, en la carretera, en lugar del ejército alemán sólo había un poco de polvo.