Выбрать главу

– Qué buen tiempo… -dijo Philippe.

– Sí, señor cura -respondieron los chicos con mecánica frialdad.

Philippe murmuró otra frase y entró en el vestíbulo. La casa era gris y pulcra, y la habitación en que se encontraba estaba casi desnuda. El mobiliario se reducía a dos sillas de rejilla. Era el locutorio donde los pupilos recibían a las visitas, toleradas pero no alentadas. Por otra parte, casi todos eran huérfanos. Muy de tarde en tarde, alguna vecina que había conocido a sus difuntos padres o una hermana mayor que servía en provincias se acordaba de ellos y obtenía permiso para verlos. Pero el padre Péricand nunca se había encontrado con nadie en aquel locutorio, contiguo al despacho del director.

El director, un hombre menudo y pálido de párpados sonrosados, tenía una nariz puntiaguda y trémula como un hocico que olfatea la comida. Sus pupilos lo llamaban «la rata» y «el tapir». Al ver entrar a Philippe le tendió los brazos; tenía las manos frías y húmedas.

– No sé cómo agradecerle su bondad, señor cura. ¿Realmente se encargará de nuestros pupilos? -Los niños debían ser evacuados al día siguiente, y a él acababan de llamarlo urgentemente al sur, junto a su esposa enferma-. El celador teme verse desbordado, no poder con nuestros treinta muchachos él solo.

– Parecen muy dóciles -observó Philippe.

– Sí, son buenos chicos. Nosotros los suavizamos, domamos a los más rebeldes… Pero, modestia aparte, todo esto lo hago funcionar yo solo. Los celadores son un poco timoratos. Además, la guerra nos ha privado de uno, y el otro… -Hizo una mueca-. Excelente si no lo sacas de la rutina, pero incapaz de la menor iniciativa. Uno de esos hombres que se ahogan en un vaso de agua. En fin, no sabía a qué santo encomendarme para llevar a buen término la evacuación, cuando su señor padre me dijo que estaba usted de paso, que mañana regresaría a sus montañas y que no se negaría a acudir en nuestra ayuda.

– Lo haré con sumo gusto. ¿Cómo viajarán los chicos?

– Hemos conseguido dos camiones. Tenemos suficiente gasolina. Como sabe, el lugar de acogida se encuentra a unos cincuenta kilómetros de su parroquia. Apenas tendrá que alargar el viaje.

– Tengo libre hasta el jueves -dijo Philippe-. Me sustituye un compañero.

– ¡No, el viaje no durará tanto! Su padre me ha dicho que conoce usted la casa que una dama benefactora ha puesto a nuestra disposición. Es un amplio edificio en medio del bosque. La propietaria lo heredó el año pasado y el mobiliario, que era muy elegante, se vendió poco antes de la guerra. Los chicos podrán acampar en el parque. Y en esta hermosa estación, ¡qué alegría para ellos! Al comienzo de la guerra ya pasaron tres meses en Corrèze, en otra casa de campo amablemente ofrecida a la Obra por una de esas damas. Allí no teníamos ningún medio de calefacción. Por la mañana había que romper el hielo de las jofainas. Los niños se portaron mejor que nunca. Ha pasado el tiempo de las pequeñas comodidades, de la regalada vida en paz. -El sacerdote miró el reloj-. ¿Querría almorzar conmigo, padre? -añadió el director.

Philippe rehusó la invitación. Había llegado a París esa misma mañana, tras viajar toda la noche. Temía que Hubert cometiera no sabía qué locura y había venido a buscarlo, pero la familia salía ese mismo día hacia Nièvre. Philippe quería estar presente cuando se marcharan; no les vendría mal que les echara una mano, pensó sonriendo.

– Voy a anunciar a nuestros pupilos que va usted a reemplazarme -dijo el director-. Tal vez desee dirigirles unas palabras, a modo de primera aproximación. Pensaba hablarles yo, despertar sus mentes a la conciencia de las guerras padecidas por la Patria; pero salgo a las cuatro y…

– Les hablaré yo -respondió el padre Péricand.

Luego, bajó los ojos y se llevó la yema de los dedos a los labios. Una expresión de severidad y tristeza, dirigidas ambas hacia sí mismo, hacia su propio corazón, le cubrió el rostro. No quería a aquellos pobres chicos. Se acercaba a ellos con dulzura, con toda la buena voluntad de que era capaz, pero en su presencia no sentía más que frialdad y repugnancia, ningún arranque de amor, ni el menor asomo de la divina palpitación que despertaban los pecadores más miserables cuando imploraban perdón. En las fanfarronadas de muchos viejos ateos, de muchos blasfemos impenitentes, había más humildad que en las palabras o las miradas de aquellos niños. Su aparente docilidad era espantosa. Pese al bautismo, pese a los sacramentos de la comunión y la penitencia, ningún rayo salvador llegaba hasta ellos. Hijos de las tinieblas, ni siquiera tenían suficiente fuerza espiritual para elevarse hasta el deseo de la luz; no la presentían, no la anhelaban, no la echaban en falta. El padre Péricand pensó enternecido en sus niños de la catequesis. No, tampoco se hacía ilusiones respecto a ellos. Ya sabía que el mal había echado raíces firmes y duraderas en sus jóvenes almas; pero, a veces, qué estallidos de ternura, qué gracia inocente, qué estremecimientos de piedad y horror cuando les hablaba de los suplicios de Cristo… No veía el momento de regresar junto a ellos. Pensó en la ceremonia de la comunión, fijada para el domingo siguiente.

Entretanto, habían llegado a la sala en que acababan de reunir a los pupilos. Las contraventanas estaban cerradas. En la penumbra, Philippe tropezó en el escalón del umbral y tuvo que agarrarse al brazo del director. Miró a los niños temiendo, esperando un estallido de risas ahogadas. A veces basta un incidente tan nimio como aquél para romper el hielo entre profesores y alumnos. Pero no; ninguno rechistó. Pálidos, con los labios apretados y los ojos bajos, esperaban en pie, formando un semicírculo delante de la pared, con los más pequeños en primera línea. Estos tenían entre once y quince años. Casi todos eran bajos y enclenques para su edad. Detrás estaban los adolescentes, de entre quince y diecisiete años. Algunos tenían la frente estrecha y pesadas manos de asesino. Una vez más, en cuanto los tuvo delante, el padre Péricand fue presa de un extraño sentimiento de aversión y casi de miedo. Tenía que vencerlo a toda costa. Avanzó hacia ellos, que retrocedieron imperceptiblemente, como buscando refugio en la pared.

– Hijos míos, a partir de mañana y hasta el final de vuestro viaje, sustituiré al señor director -anunció-. Ya sabéis que vais a abandonar París. Sólo Dios conoce la suerte que correrán nuestros soldados y nuestra amada Patria. Sólo Él, en su infinita sabiduría, conoce la suerte que correremos cada uno de nosotros en los días venideros. Lamentablemente, es muy probable que todos suframos en nuestro corazón, porque las desgracias públicas están hechas de una multitud de desgracias privadas. No obstante, son el único caso en que tomamos conciencia, ciegos e ingratos como somos, de la solidaridad que nos une como a miembros de un mismo cuerpo. Lo que me gustaría pediros es un acto de confianza en Dios. Con la boca pequeña solemos repetir: «Hágase tu voluntad», pero en nuestro fuero interno exclamamos: «¡Hágase mi voluntad, Señor!» Sin embargo, ¿por qué buscamos a Dios? Porque anhelamos la felicidad; la aspiración a la felicidad es un rasgo innato del hombre, y esa felicidad puede dárnosla Dios en esta vida, sin necesidad de esperar la muerte y la Resurrección, si aceptamos su voluntad, si hacemos nuestra esa voluntad. Hijos míos, que cada uno de vosotros se confíe a Dios. Que se dirija a Él como a un padre, que ponga su vida en sus amorosas manos, y la paz divina descenderá sobre él de inmediato. -Philippe esperó un instante, observándolos-. Ahora diremos juntos una breve oración.

Treinta voces agudas e indiferentes recitaron el padrenuestro. Treinta chupados rostros rodeaban al sacerdote; las frentes se inclinaron con un movimiento brusco, mecánico, cuando el padre Péricand hizo la señal de la cruz ante ellas. Un niño de boca grande y amarga fue el único que volvió los ojos hacia la ventana, y el rayo de luz que se colaba entre los postigos iluminó una delicada mejilla cubierta de pecas y una nariz fina y contraída.

Ninguno de ellos se movió ni respondió. A un toque de silbato del celador, se pusieron en fila y abandonaron la sala.

5

Las calles estaban desiertas. Los comerciantes echaban los cierres de las tiendas. En el silencio, sólo se oía su ruido metálico, ese sonido que con tanta fuerza resuena en los oídos las mañanas de sublevación o guerra en las ciudades amenazadas. Más lejos, en su recorrido habitual, los Michaud vieron camiones cargados esperando a las puertas de los ministerios. Menearon la cabeza. Como de costumbre, se cogieron del brazo para cruzar la avenida de la Opera frente al banco, aunque esa mañana la calzada estaba vacía. Ambos eran empleados de banca y trabajaban para la misma entidad, aunque él ocupaba un puesto de contable desde hacía quince años mientras que ella sólo llevaba unos meses contratada «de forma provisional, hasta que acabe la guerra». Era profesora de canto, pero en septiembre del año anterior había perdido a todos sus alumnos, enviados a provincias por sus familias para protegerlos de los bombardeos. El sueldo del marido nunca había bastado para mantenerlos, y su único hijo estaba en el frente. Gracias a aquel puesto de secretaria habían podido salir adelante; como ella decía: «¡No hay que pedir lo imposible a mi pobre marido!» Su vida nunca había sido fácil desde el día en que escaparon de sus casas para casarse contra la voluntad de sus padres. De eso hacía mucho tiempo. La señora Michaud tenía el pelo gris, pero su delgado rostro todavía conservaba parte de su belleza. Él era de estatura baja y tenía aspecto cansado y descuidado, pero a veces, cuando se volvía hacia ella, la miraba y le sonreía, una llama burlona y tierna iluminaba los ojos de su mujer, la misma, pensaba él, sí, realmente casi la misma de antaño. La ayudó a subir a la acera y recogió el guante que se le había caído. Ella se lo agradeció con un ligero apretón en la mano que él le tendía. Otros empleados convergían hacia la puerta del banco. Al pasar junto a los Michaud, uno de ellos les preguntó:

– ¿Nos vamos, por fin?

Ellos no sabían nada. Era 10 de junio, un lunes. Dos días antes, al salir del trabajo todo parecía tranquilo. Evacuaban los valores a provincias, pero todavía no se había decidido nada sobre los empleados. Su destino se decidiría en el primer piso, donde se encontraban los despachos de dirección, dos grandes puertas pintadas de verde y acolchadas, ante las que los Michaud pasaron rápida y silenciosamente. Se separaron al final del pasillo; él subía a contabilidad y ella se quedaba en la zona privilegiada: era la secretaria de uno de los directores, el señor Corbin, el auténtico mandamás. Su segundo, el señor conde de Furières (casado con una Salomon-Worms), se encargaba más particularmente de las relaciones externas del banco, que tenía una clientela reducida pero muy selecta. Sólo se admitía a los grandes terratenientes y a los nombres más importantes de la industria, preferiblemente metalúrgica. El señor Corbin esperaba que su colega el conde de Furières facilitara su admisión en el Jockey. Llevaba años viviendo en esa espera. El conde consideraba que favores tales como invitaciones a cenas y a las cacerías de Furières compensaban ampliamente ciertas facilidades de caja. Por la noche, la señora Michaud remedaba para su marido las conversaciones de ambos directores, sus agrias sonrisas, las muecas de Corbin y las miradas del conde, lo que hacía un poco más llevadera la monotonía del trabajo diario. Pero desde hacía algún tiempo no tenían ni esa distracción: el conde de Furières estaba en el frente de los Alpes y Corbin dirigía solo la sucursal.